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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (28 page)

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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Josephine Dupuy, una mujer baja y robusta que apenas le llegaba al hombro a Christian, no pareció arredrarse ante la llegada de los invitados imprevistos. Tras dispensarles una cálida acogida, añadió dos platos en la gran mesa de la sala que servía, por lo visto, de cocina, comedor y salón, y al cabo de unos minutos, Lorna ya se sentía como en casa, sentada en un viejo sillón junto a la estufa de leña del rincón, con un rechoncho gato en el regazo.

André Dupuy insistió en que tomaran un aperitivo. A Paul le sirvió una generosa dosis de whisky y a Lorna un
kir
, comentando con aire misterioso que iban a necesitar un fortificante. Josephine reaccionó dándole un golpe con el paño de cocina.

Mientras las bromas proseguían en torno al fuego, Lorna notó que se relajaba y tomó conciencia de que no se había sentido tan a gusto desde hacía semanas, lo cual era francamente extraordinario teniendo en cuenta que se encontraban en la casa de Christian Dupuy. Era asombroso que estuviera tan bien allí cuando éste había sido el causante de tantos sufrimientos.

—¡Parece muy ensimismada! —comentó Christian al ver a Lorna acariciando el gato.

Aunque sintió como si la hubiera pillado in fraganti, el alcohol le dio valor para contestar.

—Es que pensaba por qué… por qué usted pide inspección para el hostal.

—¡Ahh!

Christian, que ya había previsto la pregunta, hizo girar la copa de whisky entre las manos, centrando la vista en ella mientras organizaba los pensamientos.

—Yo no pedí la inspección —respondió por fin, mirándola con franqueza—. Bueno, si se toma al pie de la letra, sí, pero fue porque me manipularon para que constara así.

—No entiendo.

—¡Tampoco yo lo había entendido hasta hoy!

Christian respiró hondo y comenzó a explicar el trasfondo de lo ocurrido durante el breve tiempo que llevaban en el municipio de Fogas, detallando la manera como el alcalde los había utilizado a todos a fin de conseguir que volviera a ponerse a la venta el hostal. Cuando hubo acabado, hasta a André y Josephine les costó atar todos los cabos.

—¿De modo que él en ningún momento tuvo intención de que el municipio comprara el hostal? —preguntó André.

—No. Creo que sabía que le resultaría demasiado difícil de justificar el que su cuñado acabara haciéndose con la propiedad.

—Entonces, ¿por qué…?

Paul se había quedado corto de palabras en francés con el esfuerzo realizado para desentrañar el sentido de aquellas revelaciones.

—Me conoce demasiado bien —señaló Christian con una irónica sonrisa—. Previó que yo pondría peros a una expropiación forzosa y que presentaría una alternativa… como así fue.

—¡La inspección! —exclamó Lorna.

—Sí —confirmó Christian—. Fue idea mía, para impedir que el municipio les comprara por la fuerza el hostal. Lo que yo ignoraba era que estaba siguiendo el juego que había ideado Serge Papon. Lo siento. Yo hice lo que creí mejor. Y cuando Josette y yo intentamos impedir que cerrara el hostal después de la inspección, se aseguró de que yo no pudiera presentar ningún argumento en la reunión municipal.

—¿Quieres decir que el muy granuja hizo que Bernard soltara a
Sarko
a propósito para impedir que estuvieras en la reunión? —preguntó Josephine con tono indignado.

—Bueno, no lo puedo demostrar, claro, pero sí, eso es lo que creo. Pensó que si yo estaba allí, convencería a los demás para que votaran en contra del cierre.

—¡Nosotros nunca tiene ninguna posibilidad! —concluyó Lorna—. Ninguna desde el principio.

—No. Ni nosotros tampoco.

—¿Y qué van a hacer ahora? —planteó André, mirando con expresión comprensiva a Paul.

—¡Deberían seguir dando batalla! —opinó Josephine, agitando un puño.

—Nosotros batalla acabada —declaró Paul—. No tenemos dinero para obras. No podemos conseguir subvención. Mañana ponemos el hostal en venta y el alcalde gana.

Christian sintió un asomo de reproche en la mirada que le asestó su madre.

—Algo habrá que puedan hacer, ¿no? —insistió ella—. Tiene que haber alguna solución.

—Lo siento, pero yo no puedo anular la orden de cierre y, desde luego, no tengo suficiente dinero para costear las obras…

Christian calló, centrándose en el eco de lo que acababa de decir. Era cierto que no disponía del dinero, pero en lo tocante a las obras… De repente, se puso a hilvanar un plan.

—En realidad, todavía se podría intentar algo. ¿Me podrían dar un plazo de veinticuatro horas? —preguntó a Paul sin extenderse en explicaciones.

Paul asintió con la cabeza. Un día más tampoco representaba gran cosa para ellos.

—En ese caso, mañana me pondré en contacto con ustedes. ¡Brindemos por que todo salga bien!

Cuando habían alzado las copas, André se puso a olisquear el aire.

—¿No se está quemando algo?

—¡Uy! —Josephine se fue corriendo hasta el horno y cuando lo abrió, de él brotaron unas negras nubes de humo—. ¡Oh, no! ¡Me parece que se ha quemado!

—Pero ¿cómo puedes quemar un estofado a la burguiñona, mamá? —preguntó Christian con incredulidad.

La mujer se encogió de hombros, despejando el humo con el trapo de cocina.

—No sé. Creo que es este horno. —Luego los miró con una desenfadada sonrisa—. El postre, por lo menos, no lo he hecho yo.

Christian elevó la mirada al techo, apesadumbrado, mientras André se limitaba a coger la botella de whisky para llenar hasta el borde el vaso de Paul.

—Como he dicho antes —murmuró—, se necesita un fortificante.

La comida fue memorable en muchos sentidos. El buey quemado, quemado hasta un punto al que Lorna habría creído imposible llegar, tenía un sabor acre que había impregnado las verduras y la salsa, y las patatas que lo acompañaban estaban duras como piedras. El pan, en cambio, comprado en la panadería situada más arriba, era delicioso, y después pudieron resarcirse con la
tarte au citron
, cuyo intenso sabor a limón sirvió para contrarrestar el gusto a carbón que les había quedado en la boca.

La comida no estuvo a la altura, pero el ambiente lo compensó con creces. Los Dupuy mantenían un trato afable entre sí y una conversación fluida en la que discutían tranquilamente de política y no dejaban de inquirir sobre el punto de vista de sus vecinos extranjeros en un sinfín de cuestiones, como la Seguridad Social de Francia o el presidente del país.

Una vez hubo acabado lo que le habían servido en el plato, Lorna se limpió la boca con la servilleta y se apoyó en el respaldo, plenamente satisfecha.

—¡No puede comer nada más! —anunció, dándose una palmada en la barriga como un cumplido destinado a la cocinera.

André soltó una áspera carcajada.

—¡Con la cocina de mi mujer, tiene suerte de haber podido comer algo!

Josephine levantó las manos en señal de capitulación.

—¡De acuerdo, lo reconozco! No sé cocinar. —Dirigió a Lorna una mirada risueña—. Quizá podría quedarse y enseñarme, o abrir incluso una escuela de cocina. ¡A Stephanie tampoco le vendría mal aprender un poco a cocinar pasteles!

Estuvieron charlando hasta que unas campanadas dieron a lo lejos la hora y Paul miró el reloj. Al advertir asombrado que eran las diez, señaló que ya era hora de que se fueran.

—Perdonen que sólo se hablara de política en la mesa —dijo Christian mientras los acompañaba hasta la puerta y después se inclinaba para besar a Lorna en las mejillas—. Papá se cree el sucesor de José Bové. ¡Pero al menos no han estado diciéndoles lo mucho que me conviene casarme!

Estrechó la mano de Paul y volvió a agradecerle su ayuda.

—Nosotros también le damos las gracias —repuso Paul—. ¡Ha sido una cena muy agradable!

Christian le dio una palmada en la espalda, riendo.

—¡Ya veo que es verdad eso que dicen de los ingleses, que siempre son muy educados!

Los miró alejarse por la carretera y después volvió a entrar a la casa. Aún no habían llegado a la altura del campo de
Sarko
cuando ya hablaba por teléfono.

—Hola, René. Soy yo. ¿Tienes un momento? Quería hablarte del hostal…

Annie Estaque se encontraba en lo alto de la cresta de detrás de su casa contemplando las estrellas, que titilaban con nitidez sobre el helado fondo del cielo, cuando por la curva brotaron los haces de luz de unos faros que porfiaron por disipar la oscuridad antes de verse engullidos por el denso bosque.

¿Quién sería a esa hora de la noche?

Aguardó, con la vista fija en la carretera, hasta que el coche volvió a aparecer después de otra curva y entonces esbozó una amplia sonrisa.

¡Los ingleses! Stephanie había llamado para decirle que los había visto subir a la granja por la tarde con Christian y André y allí estaban, volviendo a casa tan tarde. Aunque no llevaba reloj, Annie sabía que debían de ser más de las diez, pues había oído las campanadas hacía un rato.

Vaya, vaya. No sólo habían ayudado a buscar el toro, sino que también habían soportado una de las comidas de Josephine. Parecía que el plan de Josette había funcionado. Ahora era probable que Christian se moviera y organizara algo.

Ella, en todo caso, no tenía ni idea de qué podía hacer. Había agotado sus últimos recursos aquella mañana, reuniendo el valor para visitar a Thérèse Papon en el hospital. Aunque se la veía aún más frágil, ésta había logrado componer una sonrisa de sincera alegría al ver a Annie, que titubeaba con nerviosismo en la puerta.

Annie se había disculpado por la intromisión, ofreciéndose a marcharse si Thérèse así lo deseaba, pero ella rehusó con la mano. Luego, manteniendo con ternura los delgados dedos entre sus recias manos, permaneció a su lado sin parar de parlotear durante un buen rato. Le habló de los destrozos causados por la tormenta, respondió a sus preguntas sobre Véronique y el incendio en la oficina de correos e incluso le comentó lo de su cambio de dentadura, suscitando una temblorosa risa por parte de la enferma. Aparte, le habló del hostal y de sus propietarios, de lo bueno que sería para el municipio tenerlos allí y de la necesidad de que se anulara la orden de cierre. Thérèse la escuchó atentamente y Annie infirió que ella había hecho cuanto podía.

Al final, viendo que a Thérèse comenzaban a pesarle los párpados, se levantó para irse. Se estaba poniendo el abrigo cuando oyó un ronco susurro y sintió los huesudos dedos de la enferma tirándole de la manga. Se inclinó para escuchar lo que decía.

—Díselo —musitó Thérèse.

Annie sintió que se le demudaba la expresión.

—Cuando yo ya no esté, díselo —repitió Thérèse, clavándole una mirada cargada de energía—. Tiene derecho a saberlo.

Annie asintió, incapaz de pronunciar una palabra mientras retenía la mano de aquella mujer de la que había estado tan distanciada durante treinta y cinco años y cuya vida estaba, sin embargo, tan imbricada con la suya. Luego se fue a toda prisa por los pasillos y siguió hasta la parada del autobús, luchando por mantener a raya las emociones.

De nuevo echó atrás la cabeza, adaptando la vista mientras las luces del coche desaparecían por el valle. Observó el lento girar del firmamento y con el cálido contacto de uno de sus perros pegado a una pierna, se quedó una vez más maravillada ponderando la inmensidad del universo, ante cuya talla ella no pasaba de ser una insignificante mota de polvo.

Capítulo 17

E
l viernes 16 de enero fue, en apariencia, igual que cualquier otro en el municipio de Fogas. Josette vendió una cantidad normal de pan, cigarrillos y verdura, y la única excepción notable la constituyeron las dos botellas de vino, una lata de
cassoulet
y un par de cordones comprados por una pareja de esforzados turistas que visitaban la zona para practicar senderismo en invierno. Ella pasó, con todo, buena parte del día mirando por la ventana en dirección al hostal, sin saber muy bien qué esperaba ver. Pese a las esperanzas suscitadas por la llamada que recibió de Stephanie la noche anterior, no veía qué podía hacer Christian a aquellas alturas. Jacques por su parte, agotado por el nerviosismo, se había instalado en su lugar habitual en el rincón de la chimenea y pronto había abatido la cabeza sobre el pecho.

Véronique, que llevaba ya casi dos semanas alojada en el colmado, había pasado aquel viernes sentada delante de la ventana del bar, con la pierna apoyada en una silla y un libro abierto en el regazo. La ausencia de decisiones por parte del Ayuntamiento con respecto a la vivienda que iba a ocupar mientras se reedificaba la oficina de correos y el apartamento la estaba concomiendo poco a poco. Estaba cansada de vivir en casa ajena, teniendo que comportarse correctamente en todo momento. Pese a que Josette la había recibido con los brazos abiertos, se sentía como una intrusa y, aparte, estaba muy preocupada por la cantidad de veces que había oído hablar sola a Josette.

Mientras seguía con la vista puesta en la carretera, aguardando la llegada del pequeño Panda azul que constituía el punto culminante de su jornada, se rascó distraídamente la piel de debajo de la escayola, que aún le seguía picando. Todavía faltaban seis semanas más para poder quitárselo. Emitió un gruñido, ignorando que perturbaba el sueño de Jacques, y volvió a concentrarse en leer. Al cabo de unas cuantas frases de densa teoría marxista volvió a dejar vagar la mirada por la ventana.

Stephanie entre tanto pasó el día en el jardín, aprovechando el relativo buen tiempo para recomponer el invernadero, procurando no pensar en lo negro que se les presentaba el futuro a ella y a Chloé en Picarets. Había recibido una llamada de una amiga de Bretaña que le ofrecía un trabajo en un centro de jardinería de Finistère en cuyo sueldo iba comprendida la vivienda, y se estaba planteando aceptarlo. Con la racha de viento que azotó el plástico que tenía en la mano, por un instante le pareció sentir el salobre gusto del mar en la lengua. Diciéndose que eran desatinos suyos, se retiró el rebelde cabello de la cara y se centró en la labor.

Una vez colocado en su sitio el invernadero, se enderezó y, con las manos en las caderas, contempló los blancos picos de las montañas que se alzaban detrás de la casa. ¿Podría volver a aquel lugar? Aunque le tiraba su región de origen, también era fuerte su apego por las montañas. Sería duro abandonar Picarets, por diferentes motivos. Allí tenía amigos, al igual que Chloé, pero sobre todo, en aquel pueblecito se sentía a salvo. Allí era imposible que la encontrara su ex marido, con su violento genio y sus puñetazos. Aun así, sin trabajo, no le sería posible quedarse. Para Chloé tampoco sería justo. Le resultaba tentador volver a Finistère, pero no estaba segura de que fuera prudente.

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