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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (32 page)

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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De su garganta brotó una áspera carcajada. De modo que así estaba el juego… Sin muchos reparos para usar también alguna artimaña, los dueños del hostal habían reclutado ayuda en otra parte. Aunque dudaba mucho que hubieran conseguido gran cosa en aquel margen de tiempo y con su situación financiera, había que reconocer que tenían capacidad de iniciativa. Quizás hasta acabarían adaptándose bien después de todo.

Prosiguió viaje con menor pesadumbre, siguiendo de manera maquinal el tortuoso trazado de la carretera de Fogas, y cuando llegó a su casa, la única del pueblo que tenía los postigos abiertos sin luz en las ventanas, realizaba ya proyectos para el día siguiente. Le apetecía en especial decirle a Thérèse que, pese a que no iban a pasar tampoco la inspección esa vez, había cedido y permitido que volvieran a abrir el hostal, y también que todo apuntaba a que la pareja de ingleses se iba a quedar definitivamente allí.

—¡Mierda! —exclamó Christian, retirando la cabeza de la ventana del hostal, con los rizos humedecidos a causa de la lluvia.

Véronique, que descansaba en un taburete del bar con la pierna rota apoyada en una silla, por poco no se cayó al suelo por la violencia con que cerró la ventana, soltando maldiciones.

—¿Qué pasa?

—El alcalde. ¡Maldita sea! El alcalde acaba de verme. Pasaba con el coche cuando me he inclinado hacia fuera para cerrar el postigo. ¡Mierda!

En la sala se instaló un tenso silencio, turbado tan sólo por la discordante música de acordeón que sonaba en la radio.

—¿Estás seguro de que era él? —preguntó René, con el cigarrillo que estaba liando suspendido en el aire.

—No es posible confundir esa cara.

—Bueno, igual no te ha visto —apuntó Stephanie.

—Sí que me ha visto. Hasta ha sonreído, el muy cabrón.

René respiró hondo.

—Ésa no es buena señal —dictaminó—. Para nada.

—¡Vamos, hombrrre! —intervino Annie con tono de exasperación—. ¿Qué nos puede hacerrr? Tampoco es que estemos cometiendo ningún delito.

Paul cambiaba sin cesar el pie de apoyo, esforzándose por seguir el acalorado diálogo, y empezaba a sospechar que, al ayudarlos, sus vecinos se habían atraído complicaciones.

—¡Maldita sea! —Christian se dio un golpe en la frente—. Ahora que todo iba tan bien…

—No es culpa tuya —señaló Véronique—. De todas maneras, se iba a enterar mañana. Míralo desde el lado bueno: ahora que no tenemos que seguir disimulando, podremos estar todos aquí para la inspección.

—Tiene razón. —René mojó el borde del papel de fumar y después de inspeccionar el pitillo liado se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta para el trayecto de vuelta a casa—. No sé vosotros, pero yo estaré aquí mañana a las nueve. ¿Os parece bien? —consultó a Paul y a Lorna.

—Excelente —aceptó Lorna—. ¿Y tú, Christian? Hago una gran comida…

Christian sonrió, un poco azorado, mientras los demás estallaban en risas. Desde que habían acabado de instalar la caldera el miércoles por la noche todos le gastaban bromas, insinuando que su presencia en el hostal todas las noches estaba más relacionaba con la cena que con el trabajo.

—¡Silencio! —reclamó Véronique antes de bajarse del taburete para ir a subir el volumen de la radio—. ¿Ha dicho lo que yo he creído oír?

En los altavoces sonaba una voz de mujer. Aunque hablaba un francés increíblemente rápido, con un tono muy agudo, resultaba evidente que se trataba de un anuncio publicitario. Lorna no entendía por qué Véronique lo consideraba tan importante hasta que de la radio brotaron las últimas palabras.

—… en el Auberge des Deux Vallées, La Rivière, teléfono…

—¡Somos nosotros! ¡Es un anuncio de nuestro hostal! ¡En la radio! Pero ¿quién demonios…?

De nada servía preguntar a los demás, porque todos parecían igual de sorprendidos, entusiasmados por aquel contacto con la fama, aunque sólo fuera a través de Radio Couserans. Véronique fue la única que conservó la calma, observando atentamente a Christian, cuya expresión de inquietud había dado paso una de clara satisfacción. Notando su escrutinio, se acercó a ella y recogió sus muletas.

—¿Lista para ir a casa? —preguntó con desenvoltura.

—Eres una buena persona, Christian Dupuy.

—No sé de qué me hablas —replicó.

—No, claro.

Después de encogerse de hombros como si todavía no entendiera, esbozó una sonrisa.

—¿Y con esto quedaré a salvo de la condena eterna?

Véronique contrajo la cara como si se planteara en serio la cuestión.

—No —reconoció por fin con una carcajada—, creo que no.

Me parece que estás condenado a pasar la eternidad en las llamas del infierno, aunque si me ayudas a bajar las escaleras, rezaré por ti.

Riendo con ella, la tomó del brazo y la ayudó a atravesar la sala, mientras los demás se despedían prometiendo acudir a la mañana siguiente. Abandonaron el calor del hostal y, quejándose del frío y la humedad del exterior, se precipitaron hacia los coches. Como ya no debían mantener el secreto, René hizo sonar el claxon y Stephanie dijo una vez más adiós a gritos antes de salir a la carretera.

—¡Uau, qué noche! —exclamó Paul, cerrando la puerta.

—Qué semana, más bien.

Permanecieron callados un momento, tratando de hacerse cargo de la enormidad de lo que habían conseguido. En la barra había una carpeta con toda la documentación necesaria para la solicitud de subvenciones en la que Stephanie había estado trabajando durante cuatro noches. En la pared del fondo estaba el nuevo termostato del sistema de calefacción central que René y Christian habían instalado. Arriba las habitaciones estaban impecables, con las cortinas nuevas cuyos dobladillos habían cosido a mano Véronique y Josette, la moqueta que había colocado Alain Rougé y las ventanas relucientes gracias a Annie y a Monique Sentenac. Y presidiéndolo todo estaba, desde luego, santa Germaine en su lugar de honor en el vestíbulo.

—Madame Dubois no va a reconocer el sitio —comentó Lorna con una risa nerviosa.

—¡Ni siquiera lo reconozco yo! —Paul sacudió la cabeza con asombro—. Parece como si casi hubiéramos llegado a la meta. Sólo nos quedan dos inspecciones más por pasar.

—Y al menos esta vez, sabemos por dónde tenemos que ir.

Con un sentimiento de inmensa satisfacción, apagaron las luces y subieron a acostarse.

Fuera la lluvia arreciaba y el repiqueteo de las gotas se convertía en una palpitante sucesión de golpes vertidos sobre el tejado del hostal. El agua caía a cántaros sobre la pizarra gris, que relucía a la luz de las farolas, y concentrada en arroyuelos, buscaba un orificio, una fácil falla por donde bajar. En algún que otro sitio comenzó a introducirse bajo las pizarras, y una vez en el interior del tejado comenzó a gotear hasta los cubos cuidadosamente dispuestos a tal efecto.
Tic, tic
, caía la lluvia, a recaudo. Sólo hubo una excepción, en un rincón donde no había ningún cubo ni lona, porque hasta la tormenta de Nochevieja no había habido gotera alguna. En ese lugar la lluvia caía sin ruido, filtrándose en las toscas planchas de madera para después reaparecer en el techo del piso de abajo.

Al principio el yeso aguantó y sólo se hinchó con la acumulación de agua, recubierto de una mancha marrón que se iba extendiendo sobre la reciente capa de pintura. No obstante, dada la persistencia de la lluvia, cuando alcanzó el punto de saturación, la escayola se volvió demasiado pesada. Una enorme parte del techo se vino abajo, desparramando polvo y escombros sobre la cama nueva y las cortinas cosidas a mano y derribando asimismo la lámpara de una de las mesitas de noche.

Abajo en el pasillo, en el único dormitorio que estaba ocupado, no se movió nadie. Todo permaneció en calma. En la madrugada de la mañana del día de la inspección, la lluvia paró por fin. El daño ya estaba hecho, sin embargo.

Capítulo 19

F
ue Lorna la que descubrió el desastre. Una hora y media antes de la prevista para el inicio de la inspección recorrió las habitaciones, conectando los radiadores y asegurándose de que todo estaba en orden. Se demoró bastante, en parte para apaciguar el nerviosismo que le producía un nudo en el estómago, pero también porque todavía se maravillaba viendo la transformación que había experimentado el hostal. El horrendo día en que descubrieron las goteras del tejado y el espantoso estado de la cocina parecía un recuerdo remoto mientras pasaba la mano sobre las paredes recién pintadas de uno de los dormitorios y admiraba el efecto de las cortinas, combinado con el prístino brillo del cristal, en otra. Cuando llegó a la última puerta del piso, se sentía casi serena. Antes de hacer girar la manecilla se detuvo, captando un olor a humedad que no era perceptible la noche anterior. Sin sacar conclusiones, abrió la puerta.

—¡Ay, Dios santo! —chilló, elevando las manos al cielo, horrorizada.

Las personas reunidas abajo en torno a la máquina de café la oyeron gritar y se precipitaron hacia la escalera. Paul y Stephanie subieron los escalones de dos en dos. Christian dejó a René sin resuello porque no podía seguirlo, y Annie y Josette corrieron tan deprisa como se lo permitía la edad. Cuando Véronique llegó, después de haber subido dando saltos, se encontró con que los demás le tapaban por completo la vista.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, intentando ver algo por encima de los fornidos hombros de Christian.

—¡Se ha caído el techo! —susurró, aterrada, Josette.

—¡Es una catástrofe! —declaró Stephanie—. Ven, mira —animó a Véronique, apartándose para que pudiera ver.

Dentro, el espacio recién decorado estaba irreconocible. Una gran parte del techo había quedado sustituida por un irregular boquete por el que se veían los toscos tablones, todavía húmedos, del desván, entre los cuales se filtraban resquicios de luz del sol impregnada de motas de polvo. Más o menos una tercera parte del yeso había caído, cubriendo los muebles con la suciedad acumulada durante años. Una de las cortinas se había desgarrado por la mitad a causa del impacto de un cascote mientras que la otra estaba sucia y mugrienta. La cama, por lo que alcanzaba a ver Véronique, no estaba rota y sólo reclamaba una limpieza a fondo, pero la moqueta… De la extensa mancha de humedad donde la lluvia había seguido cayendo después del hundimiento del techo brotó un ruido de chapoteo cuando Paul y Christian se adentraron en aquel caos. Lo peor, con todo, era el olor, un intenso olor a rancio que se prendía a la garganta y dificultaba la respiración.

Era imposible que pudieran arreglar la habitación a tiempo.

Como si leyera el pensamiento de Véronique, Paul dirigió una señal a Christian y después salieron del dormitorio cerrando la puerta tras ellos.

—Creo que hay que anular la inspección para
hôtel de tourisme
—dijo Paul rodeando con el brazo a Lorna, que se había quedado muy pálida—. Hay que tener como mínimo seis habitaciones para la acreditación.

—¿Y vuestra habitación? —sugirió Véronique.

Lorna negó con la cabeza.

—Cuando llegamos elegimos peor habitación para vivir. El techo está así. —Con la mano indicó que estaba abombado, antes de exhalar un hondo suspiro—. No servirá.

—Pero la subvención… —adujo Stephanie—. No vais a poder conseguir la subvención.

—Pero eso es imposible de arreglar —afirmó Paul, señalando la puerta cerrada.

—Tiene razón. —Christian se rascó la cabeza y se pasó la mano sobre la frente, notando el abatimiento de todos ellos, que habían trabajado tanto para hacer posible la inspección—. No podemos hacer nada. Al menos la inspección de seguridad será positiva y podremos presionar al alcalde para que revoque la orden de cierre una vez la hayáis pasado.

—Tanto trabajo para nada —murmuró Stephanie, todavía poseída por el pesimismo—. ¿Por qué tenía que ser esta habitación? ¿Por qué no podría haberse caído el techo de vuestra habitación o… no sé…. —Al darse cuenta de que tal vez daba la impresión de desear que Paul y Lorna hubieran muerto, se apresuró a recorrer con la vista el pasillo y entonces detectó la única alternativa viable—. ¡La lavandería! ¿Por qué no podría haber sido la habitación con destrozos? ¡Ni siquiera la miran en la inspección!

—¿No entra en la inspección? —inquirió Véronique.

—No —confirmó Lorna.

—¿Qué tamaño tiene?

—Igual que el de los dormitorios.

—¿Puedo echar un vistazo?

Lorna indicó a Véronique que podía ir, exasperada por aquella digresión. Los demás observaron desconcertados cómo abría la puerta de la lavandería y entraba a la pata coja. Luego les llegó el sonido de su voz.

—Sí tenemos una posibilidad, ¿sabéis? —Reapareció en el umbral con actitud triunfal—. Podemos trasladar la lavandería.

—¿Trasladar la lavandería?

Christian tardó un poco en comprender, pero Paul entendió enseguida.

—¡Sí, claro! Excelente idea. Podemos mover la habitación aquí.

—Lo único que hay que hacer es poner lo de la lavandería en el dormitorio y traer los muebles del dormitorio aquí —explicó Véronique—. ¡Tendremos que limpiarlos, claro! Luego, después de la inspección, ya nos ocuparemos de las reparaciones.

—¿Tenemos tiempo? —Josette consultó el reloj.

—¡Porrr supuesto que sí! —aseguró Annie, arremangándose antes de adentrarse en la lavandería, donde Véronique ya comenzaba a organizar pilas de toallas y sábanas.

Tras haber decidido abrir por una vez con retraso el colmado, Josette se fue tras ella. Manteniendo un silencio poco habitual en él, debido al aturdimiento causado por la devastación y la subida por las escaleras, René entró en la habitación y comenzó a quitar el polvo de las mesitas mientras Christian y Paul se embarcaban en la difícil tarea de despejar la cama.

—¿Qué hago? —preguntó Stephanie a Christian.

—Tú y Lorna podéis esperar abajo, y si los inspectores de hoteles se presentan temprano intentad ganar tiempo.

—¿Y cómo lo haremos?

—Estoy seguro de que se te ocurrirá la manera. ¡Lo único que hay que evitar es el uso de la violencia!

Stephanie se apoyó en el marco de la puerta, pestañeando con una seductora mueca.

—¡Eso es! —Christian se echó a reír—. Mira, ya empieza a dar resultado.

Señaló a René, que había parado de quitar el polvo para mirar con cara de perro famélico a Stephanie, que se enroscaba sensualmente una mecha de pelo en torno al dedo.

—¡El problema es, zopencos —apuntó Stephanie, arrastrando las palabras antes de seguir a Lorna escaleras abajo—, que la inspectora jefe es una mujer!

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