Lazarillo Z

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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

BOOK: Lazarillo Z
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Por fin ve la luz lo que jamás te enseñaron en la escuela, la verdadera historia de Lázaro de Tormes, contada por él mismo:

De cómo ciertas criaturas se empeñaban en no descanzar en paz.

De cómo Lázaro se unió a un escuadrón de asalto paranormal.

De cómo sobrevivió en un país con mucho hideputa suelto (de ultratumba y de más acá)

De cómo, en resumidas cuentas, Lázaro de Tormes se convirtió en uno de los mayores cazadores de zombis del Imperio, y de los problemas que esto le trajo con la Corte y la Santa Inquisición.

«Plus Ultra.»

Carlos I de España y V de Alemania

Lázaro González Pérez de Tormes

Lazarillo Z

Matar zombis nunca fue pan comido

ePUB v1.1

Darkwood
 
19.06.12

Título original:
Lazarillo Z

Lázaro González Pérez de Tormes, enero 2010.

Ilustraciones: "El Patizambo" José de Ribera, "Cabeza Zombi" Estíbaliz Mintegi

Diseño/retoque portada: Mininogris

Editor original: Darkwood 

ePub base v2.0

Han sido numerosos los documentos, artículos e incluso ensayos que han intentado dar cuenta de los trágicos sucesos acontecidos en el hospital de San Bartolomé durante la madrugada del 14 de septiembre de 2009, aceptados por todos como el primer brote conocido de la pandemia letal que se ha extendido por el país desde entonces. Dada la falta de datos concluyentes, y por respeto al secreto de sumario, en esta edición hemos optado por una recreación de la escena. A pesar de que la mayor parte de lo narrado en esta introducción ha sido debidamente contrastado, no podemos negar que la falta de testigos nos ha obligado a rellenar ciertos huecos usando la lógica y la intuición. Lo que van a leer, pues, no pretende ser el relato exhaustivo de esos hechos, sino una aproximación más o menos fidedigna a lo que la prensa ha dado en llamar «la macabra cena de San Bartolomé».

14 de septiembre de 2009 / 1.00

La habitación estaba vacía. Las sábanas, finas y levemente arrugadas, eran la única muestra de que alguien se había acostado en aquella cama. Apoyadas sobre ellas, ahora inertes, las gruesas correas de cuero perfectamente ajustadas recordaban a cualquiera que posara los ojos en ellas que aquel cuarto —a pesar de los amortiguados y amables tonos grises de las paredes, del estor impersonal en color blanco hueso y de la alfombra de rayas a juego, absurdamente pequeña— era menos acogedor de lo que parecía a primera vista. Sólo tres horas antes, sobre las diez de la noche, justo cuando se desataba la tormenta que se prolongaría hasta la madrugada, aquellas correas habían aferrado con fuerza las muñecas de un paciente para evitar, según constaba en el informe que el doctor Torres tenía ahora en la mano, que el hombre allí acostado se lastimase a sí mismo. La verdad, siempre menos altruista y pocas veces puesta por escrito, era que el enfermero de guardia, un joven obeso, algo asmático y con tendencia a la sudoración excesiva, sentía un placer no del todo sano en atar a los enfermos, y aprovechaba la menor muestra de agitación por parte de estos para dar rienda suelta a ese fetichismo que, en su opinión, tampoco hacía daño a nadie.
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Lo extraño, lo que en ese momento tenía estupefactos tanto al doctor como al obeso enfermero de guardia, cuyas glándulas sudoríparas reaccionaban con alegre generosidad a aquel estímulo imprevisto, era que aunque las correas seguían firmemente apretadas, el brazo, y por extensión el cuerpo entero, del paciente de la 1525 se había desvanecido por completo. Cuando el enfermero realizaba la segunda ronda de la noche, alrededor de las doce y media, se había encontrado con la curiosa escena que el doctor Torres contemplaba ahora con una mirada que quería ser analítica pero que reflejaba el más puro y simple desconcierto. Era del todo imposible que el paciente —ese tal Lázaro González Pérez, caucásico, de metro setenta y tres de estatura, sesenta y nueve kilos de peso, edad indefinida (entre 25 y 35 años había anotado la persona que había rellenado la hoja de ingreso), dirección desconocida y aquejado de un cuadro de ansiedad agudo y persistente con alucinaciones paranoicas y desorientación espacio-temporal— hubiera podido soltarse de las correas (al mejor estilo Houdini), levantarse de la cama y, vestido con aquel camisón traslúcido y vergonzante, abrir pordentro la puerta blindada magnéticamente para luego volver a cerrarla con esa misma tarjeta (que nunca había salido de manos del enfermero) y huir del pabellón psiquiátrico del hospital de San Bartolomé sin que nadie se percatara de ello.

El doctor Torres, que era de los que creían que quedarse parado era síntoma de ineficacia, avanzó con paso firme hacia la cama y apartó las sábanas, como si esperara ver al paciente escondido debajo, cual niño travieso que quiere dar un susto a sus padres. Pero en este caso sólo vio el colchón con su estampado de manchas de orígenes dudosos, mientras un trueno retumbaba con ironía para enfatizar lo ridículo de su empeño.

—¿No habría que avisar a seguridad? —preguntó el enfermero, en la más pura técnica de desviar el problema hacia instancias distintas.

El doctor asintió e hizo un gesto con la mano, sin volverse, para indicarle que actuara inmediatamente. Al menos dejaría de oír esos jadeos entrecortados y podría pensar con claridad. Pero en contra de lo que solía sucederle, concentrarse en el problema no trajo resultados sino más preguntas. ¿Dónde se había metido ese tipo? ¿Qué era esto, una broma? En un preciso arranque de malhumor dirigió la mirada hacia los rincones superiores de la habitación, esperando encontrar una cámara oculta: nada, sólo unos restos de humedad que habrían hecho las delicias de Rorschach le observaban desafiantes desde el rincón más alejado de la cama. Un olor agrio le invadió la nariz, pero se desvaneció enseguida.

Pocos minutos después llegaban los de seguridad,
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y lo inaudito de la situación quedó sofocado durante un rato por el papeleo burocrático de los informes que había que rellenar y firmar por triplicado. Eso era algo que todos los allí presentes afirmaban detestar, pero que aquella noche abordaron con más entusiasmo del habitual. Trasladada al papel, la desaparición de Lázaro González Pérez dejaba de ser un misterio para convertirse en una incidencia. Y las incidencias eran algo común, fastidioso pero habitual, como las moscas en verano; tenían fecha, hora, descripción, un cuadradito para la firma… Lo mejor de los informes de incidencias, se dijo el doctor Torres, era que en ningún apartado se pedían explicaciones ni se preguntaban porqués.

Pero hora y media más tarde, a solas en su despacho, el responsable de psiquiatría de San Bartolomé, el doctor Enrique Torres, especializado en anorexia y bulimia en adolescentes, ya no podía fingir que el porqué, y sobre todo el cómo, no le intrigaban. Releyó por tercera vez las anotaciones del ingreso del paciente fantasma, como había dado en llamarle, mientras en el exterior la lluvia castigaba con insistencia los cristales. Al parecer, y traduciendo el informe en términos populares y añadiéndole detalles de cosecha propia (algo que el doctor hacía desde sus tiempos de estudiante para quitarle hierro a las co sas),
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al tal Lázaro González le había dado una especie de jamacuco en plena Casa del Libro. Al grito de «¡Todo es mentira!», «¡Ya se acercan!», «¿Por qué no me creéis?» se había liado a trompadas con la sección de clásicos de la enorme librería. No contento con tirar al suelo todas las obras desde Anónimo hasta Quevedo, Francisco de, había cogido los episodios nacionales de Galdós y los había convertido en armas arrojadizas contra empleados y clientes. A todo esto, el vigilante de seguridad de la librería había salido a fumarse un cigarrillo (escapadita que seguro que planificaba para coincidir con la chica de la copistería de la esquina), con lo cual al pertinaz Lázaro le dio tiempo de sacarse un encendedor del bolsillo y prender fuego a la mesa de novedades. Se dispararon las alarmas, los clientes (que al principio se divertían) empezaron a asustarse, y el guardia de seguridad, viéndose en la cola del paro, decidió que se iría, sí, pero con la cabeza bien alta, y asestó un par de mamporros al causante de su futura crisis económica.
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En un estado que bordeaba la histeria, entre risas, gritos y amenazas, la policía se llevó a un magullado Lázaro González a comisaría y de allí, en un alarde de rapidez y eficacia, al pabellón del antiguo hospital psiquiátrico de San Bartolomé, ahora especializado en trastornos de la alimentación. La doctora Magdalena Bermejo había firmado el ingreso y sedado al paciente, que seguía muy agitado y gritaba incoherencias en las que se mezclaban delirios satánicos y algo que podría llamarse complejo de Quijote, ya que los libros, según el tal Lázaro, eran la fuente de todos los males. Nada destacable: daba lo mismo que fueran ángeles, demonios u hombrecitos verdes que vivían debajo de las teclas de los móviles. Un delirio paranoico era un delirio paranoico, y la doctora Bermejo había enviado al paciente a la 1525, una de las seis habitaciones para casos agudos que estaba libre desde la remodelación de los servicios del hospital. Hasta ahí todo normal. Hasta ahí…

El doctor Torres echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos. Era un hombre de gestos medidos, que casi siempre controlaba tanto el tono de su voz como su lenguaje no verbal. En ese momento era la viva estampa del médico consternado, el hombre de sienes plateadas que reflexiona pesaroso; luego, como si el trueno que acababa de resquebrajar el cielo nocturno le hubiera sacado de su letargo, se levantó de un salto y recogió las pertenencias del paciente fantasma que había hecho sacar de la taquilla. Una camisa de cuadros, ni nueva ni vieja; un pantalón de pana marrón desgastado en las rodillas, y una especie de macuto militar, eran los únicos objetos que Lázaro había traído al hospital. El doctor supuso que también llevaba zapatos y ropa interior, pero al parecer estos se habían quedado en la taquilla. Revisó las notas. Pues no, el paciente había llegado descalzo al hospital. La camisa desprendía un hedor agridulce que al doctor le recordó el de las papillas de sus hijos, un olor que siempre le había repugnado, pero al que se había sobrepuesto en un esfuerzo por ser un padre activo y presente, como mandaban lo cánones de las últimas décadas del siglo xx.

Abrió entonces el macuto, que sin duda contenía algo a juzgar por el peso, y de él sacó un termo y un montón de folios sujetos con una goma de pollo, arrugados en los bordes y escritos a mano en una letra alambicada, poco masculina, casi de otra época.
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Un simple vistazo le dijo que aquello debía de ser un manuscrito, una novela escrita por el paciente. Las piezas comenzaron a encajar, y el doctor Torres sonrió para sus adentros. Autor rechazado, genio incom- prendido, librería destrozada, volúmenes hechos trizas… No había que ser un genio para atar cabos. El pobre Lázaro González, harto de recibir amables cartas de editoriales que rechazaban su obra magna, había perdido la chaveta y se había lanzado a la destrucción de los libros que hacían la competencia al suyo, inédito. Lo que le extrañó fue la primera frase del testamento literario del paciente, apenas legible porque había sido tachada: «Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos, y no se entierren en la sepultura del olvido».

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