Sentí las miradas de todos clavadas en mí, como dardos envenenados perforándome la piel. Parecían capaces de atravesarla y llegar hasta mi interior, de paralizar mis órganos a voluntad. Asentí con la cabe- za. No se oía nada en la casa. Rómulo parecía haberse dormido con las tetas de Lucrecia por almohada.
Inés siguió hablando. El fuego iluminaba la mitad de su cara, su ojo azul centelleaba con más intensidad que nunca. Su voz era ronca, como la de alguien que va a confesar algo doloroso sin esperar absolución, sólo por la necesidad de vaciar el alma.
—Te he dicho antes que somos los desechos de la Corona: putas, tullidos y… —Iba a añadir algo, pero Dámaso tosió e Inés se lo pensó dos veces; luego prosiguió—: Pero a pesar de eso hemos decidido ser algo más, hacer algo que ponga fin al horror. —Removió el fuego una vez más, como si le costara proseguir—. Algo ha estado sucediendo en este país, algo que ha llegado de muy lejos y que levantaba a los muertos de las tumbas. No descansaban en paz: se estremecían, nerviosos, buscaban la salida; rascaban con sus uñas moradas la tierra que les cubría, sacaban sus cuerpos decrépitos y se arrastraban hacia sus antiguos hogares. Se negaban a seguir muertos pero difundían su hedor y su podredumbre por doquier. Hasta ahora se conformaban con eso: con salir de madrugada para visitar a los seres que los habían querido en vida… Últimamente, las cosas han cambiado.
Pensé entonces en los extraños sucesos que había visto en los últimos años, desde la primera noche en que oí a mi madre en la cama susurrando el nombre de su amante muerto hasta la dama que había interpelado al ciego a las puertas del cementerio. A pesar de lo peregrino de todo aquello, supe que Inés decía la verdad.
—¿En qué han cambiado? —pregunté, al ver que ella permanecía absorta mirando el fuego.
—La vida y la muerte empiezan a confundirse. Hay muertos que caminan como vivos y vivos que en el fondo están muertos. Estos últimos son los más peligrosos. —Volvió su cara hacia mí y vi que le ardían las mejillas—. ¿Sabes una cosa? Los muertos no tienen sentimientos, ni remordimientos, ni freno. Los muertos están libres de culpas y cadenas. Sus hermanastros, los que han muerto aunque no lo parezca, comparten con ellos esa falta de escrúpulos. Dan rienda suelta a sus deseos más obscenos, más prohibidos, más ocultos… No se detienen ante nada.
—Pero… —intenté buscar las palabras—, ¿me estás diciendo que es como la peste?
—Algo así, aunque mucho más lento y de consecuencias mucho peores. Ignoramos cómo sucede, pero sabemos que es así. Lo hemos vivido a nuestro alrededor… Nuestros padres, hermanos, amantes, esposas… Todos tenemos una historia que contar. Todos nosotros hemos sufrido ese horror de cerca…
Un ruido en la puerta la interrumpió. La vieja le lanzó una mirada torva antes de ir a abrir.
—Deben de ser ellos, que vuelven —dijo el tal Dámaso, y en ese momento oí su voz por vez primera. La misma voz que, con el tiempo, traduciría mi vida en frases llevado por el rencor. La misma voz que traicionó la verdad. Pero entonces yo aún no lo sabía.
Ciertamente, eran
ellos
: cuatro hombres y una mujer que entraron sonrientes y sucios, satisfechos y agotados. La vieja nos apartó del fuego y empezó a servir el contenido del caldero en platos. Los recién llegados se sentaron en torno a la mesa y los demás los asaetearon a preguntas. El que parecía estar al mando los acalló con un gesto fatigado.
—Todo ha salido bien. Otro camposanto limpio —declaró, con una sonrisa amarga—. Pero ha sido duro… cada vez resulta más difícil, cada vez se aferran más a esa vida. —Entonces posó sus ojos oscuros en Inés—. ¿Y el cura de Maqueda?
Ella se pasó el dedo índice por la garganta; el ademán era claro.
—No era uno de ellos. Sólo un depravado mortal…
El hombre la miró y asintió. Estaba claro que la noticia no le gustaba.
—¡Buen trabajo! Luego me lo cuentas todo. ¡Ahora tenemos que llenar estas barrigas vacías! Los no muertos me abren el apetito —añadió, riéndose.
Miré a Inés: pareció halagada, como si los elogios de aquel hombre significaran mucho para ella. Él no se había percatado de mi presencia, así que pude observarle bien. Era distinto a los demás, de eso no cabía duda; si los otros eran, en palabras de Inés, desechos de la Corona, él podría haber sido un príncipe. El aplomo de sus gestos, sus manos cuidadas y su voz, educada y firme, denotaban unos orígenes bien diferentes de los del resto. Aunque sucio y cansado como los otros, había una innegable distinción en su figura. Su mirada era también más penetrante, y con ella acarició el rostro de Inés. Como un bobo, me interpuse entre ambos para atajar aquella caricia a distancia. Fue un impulso que no pude contener.
—Vaya… no me habíais dicho que tenemos un invitado —dijo el caballero, y a pesar de su tono amable había en él un atisbo de reconvención.
Inés me apartó de un leve empujón.
—Es Lázaro. Vivía con el clérigo de Maqueda. Ahora se ha quedado sin amo y en la calle…
La carcajada fue general. Noté que en parte se reían de mí y eso me enfureció por dentro.
—¡Eh, Brígida! ¿Llega esa comida o no? —protestó otro de los hombres sentados a la mesa. Tenía una voz extraña y me di cuenta de que le faltaba la mayor parte de los dientes.
—¡Ya va, Pedro! ¡Ya va! —repuso ella, mientras iba hacia él con un plato lleno en las manos.
El tal Pedro la agarró por la cintura y casi logró que derramara el contenido del plato encima de otro de sus compañeros, que destacaba por sus cabellos de un vivo color rojo. Al lado de éste, un joven de obvios rasgos moros observaba la escena en silencio.
—¡Otra cosa me darás de comer luego!
—¡Tú, el monaguillo! ¿Tienes hambre?
Caí en la cuenta de que sí en cuanto Brígida me lo preguntó. De hecho llevaba varios días alimentándome sólo de frutos del bosque y algo de pan que había robado en uno de los pueblos. Inés no había probado bocado en todo el camino, ni tampoco lo hizo ahora. Yo sí: engullí un plato de aquella sopa densa, que sabía mejor de lo que parecía, y luego otro. Durante la cena, la mujer que había llegado con ellos, de quien Rómulo me dijo que se llamaba María, contó con pelos y señales la incursión con antorchas en el cementerio. Escuché con atención: ella se había apostado en la puerta, para distraer a algún posible curioso o a alguna pareja que buscara la paz de las lápidas para dar rienda suelta a sus bajos instintos, y los hombres habían entrado en la tierra de los muertos. Habían rociado las tumbas con agua bendita, y en aquellas en que el líquido arrancaba humo de la piedra, habían acercado las antorchas para que el cadáver ardiera. Lo contaba como si lo hubieran hecho cien veces, como si fuera lo más normal del mundo, y, de no haber sido por mis propias experiencias, habría jurado que eran una partida de dementes.
Luego don Diego me preguntó por mi vida; daba la impresión de sentir un genuino interés, así que me sorprendí contándoles todo: mi infancia a la vera del Tormes, la condena de mi padre, mi partida con el ciego y finalmente mi estancia con el clérigo. De ésta omití el hecho de haber adivinado los malos actos que cometía en el sótano, y aunque dudo que le engañara, don Diego no preguntó. Sí mostró mucho interés, en cambio, por el pueblo donde perdí a mi amo ciego. Yo recordaba bien el nombre, ¿cómo olvidarlo?, pero tragué saliva antes de decírselo, como si dudara.
Se quedó pensativo, y todos parecieron comprender el porqué. Sin embargo, ninguno de ellos añadió nada más.
Después de la cena, o el desayuno, porque casi era de día ya, Inés y el caballero se retiraron a uno de los cuartos. El potaje que había comido se me agrió en el estómago al verlos. ¿Qué diantre me pasaba?, pensé.
—Ella no es para ti, mozo —dijo Rómulo.
Enrojecí al verme pillado.
—Ni él para ella —añadió, y se marchó en pos de Lucrecia como un perrito faldero.
Ni siquiera los celos resisten al cansancio. Debí de quedarme dormido con la barriga llena, porque rato después una mano sobre mi hombro me despertó.
—Inés me ha dicho que eres de fiar.
Abrí los ojos y vi al caballero. Semblante serio, algo ojeroso, pero amable.
—Hoy es tu día de suerte. Necesito un mozo en casa porque el que tenía huyó asustado. Espero que tú me dures más.
—Sí, señor.
—Pues vámonos, que la jornada de ayer parece no tener final y aún me quedan cosas que hacer.
Y así, sin más preámbulo, entré a trabajar como mozo de don Diego de Valdés y Barrera.
Cómo Lázaro se asentó con un caballero y de lo que le acaeció con él
Empecé así mi singladura con el tercero de mis amos, uno muy distinto a los otros, cabe decirlo. Debo admitir que, si bien mis sentimientos hacia él rozaban la más pura envidia, nada había en su trato que pudiera reprocharle; al contrario, desde el primer día combinó la firmeza de señor con la amabilidad de un amigo. Hubo siempre algo en él que hacía que uno deseara ser mejor: no ordenaba, sugería; no se enojaba ante los errores, sino que parecía abatido por ellos. Su mayor castigo era el silencio, y reconozco que ese mutismo procedente de alguien que parecía apreciarte sinceramente dolía más que las palizas del ciego.
En ese primer día anduvimos hasta una iglesia cercana, la de Santo Tomé. Eran ya las once cuando entramos en ella, y don Diego oyó misa con una devoción concentrada. Permaneció de rodillas hasta mucho después de que hubiera terminado el servicio, con los ojos cerrados y la cabeza baja, como si estuviera absorto en una conversación privada con el Altísimo. En su semblante serio se adivinaban nubes de tormenta, como si una profunda desazón le impidiera moverse. Por fin, tras un buen rato de espera, abandonamos el frescor del templo e iniciamos el camino hacia la que sería mi nueva casa. La casa se hallaba prácticamente a las afueras de la ciudad, casi aislada en medio del campo. Mi nuevo amo se echó la capa a un lado, sacó una llave de la manga y abrió la puerta. La primera visión me encogió el corazón: accedimos a una entrada oscura y lóbrega, aunque lo cierto era que la vivienda era espaciosa y tenía un pequeño patio y bastantes cámaras.
Tras despojarse de la capa y doblarla con mi ayuda sobre un poyo, se reclinó en él y me preguntó de nuevo por el pueblo que antes había suscitado su interés. Le repetí lo mismo de antes, no sabía más, pero noté que le interesaba la descripción del cura de ojos grises que había visto en él. Mientras hablaba, yo no dejaba de hacerme preguntas sobre ese personaje que tenía delante. ¿ Qué hacía un hombre como él, obviamente nacido en noble cuna, junto a un hatajo de rameras y pordioseros? ¿Por qué se había embarcado en aquella lucha contra muertos vivos o vivos muertos? No conseguí, sin embargo, sonsacarle nada, aunque me dije que tendría las orejas y los ojos bien abiertos. Poco pude descubrir, sin embargo, en los días siguientes, si dejamos de lado que mi nuevo amo era, como he dicho, considerado y respetuoso. Era extraño, pues aunque de él emanaba cierta serenidad, a ratos su cuerpo se tensaba y su mente parecía azotada por tempestades desconocidas: sus ojos, ya de por sí oscuros, se volvían negros como el carbón quemado. En esos momentos se entregaba a largos silencios, o a la oración, y era la suya una fe que parecía sincera aunque poco reconfortante. Mantenía una gran austeridad en todas sus costumbres: comía lo justo para subsistir, dormía sobre una estera de cañas tendida en unas tablas. Mejor dicho, se tumbaba en ella más que dormía, ya que jamás he conocido a nadie que pasara tantas noches en vela. Como al ciego, los demonios parecían asediarle al anochecer, pero los combatía no con vino sino con el estudio y la lectura. Su casa, que apenas si tenía muebles, contenía un gran número de libros. Un día me pilló curioseando entre ellos, y en lugar de reprenderme, preguntó:
—¿Quieres aprender a leer?
Me encogí de hombros. No puede echarse de menos lo que no se conoce. Debió de tomar mi respuesta por afirmativa, ya que a partir de ese día dedicamos un rato cada tarde a iniciarme en los misterios de la letra escrita. Yo odiaba cada uno de esos rayo- tes que parecían conformar un jeroglífico indescifrable, pero la paciencia de don Diego era inagotable y aquella confianza en mí superó todos mis reparos. Me costó, jamás he sido muy brillante, pero con el tiempo conseguí cuando menos reconocer las letras. La primera vez que escribí mi nombre su sonrisa de orgullo compensó con creces el aburrimiento y el desánimo de los días pasados. A escondidas, escribí después el de Inés.
La vi poco durante las primeras semanas, y en las contadas ocasiones en que ambos coincidimos el encuentro tuvo lugar siempre en la casa de Brígida y, ¿cómo no?, acompañados por alguno de los miembros de aquella corte de mendigos de la que mi señor parecía ser el rey, y ella una especie de princesa encantada, siempre protegida por su hermano cojo, que la idolatraba con mirada de perro guardián. En una de estas reuniones, sin embargo, que aconteció unas tres semanas después de que yo empezara mis clases de escritura, se habló del asalto al pueblo de los no muertos. Al parecer, el interés que don Diego había mostrado al oír mi historia se debía a una sola causa: hasta ese momento, su guerra contra esos seres se había centrado en dos frentes: los muertos enterrados que se empeñaban en levantarse de sus tumbas y algún caso aislado de posesión. Era por tanto la primera vez que oían hablar de un pueblo entero, por pequeño que éste fuera, en el que los no muertos actuaban como vivos.
—Debemos proceder con cautela —resumió mi señor—, pero con decisión. Creo que allí se encuentra el sacerdote al que buscamos. Pensábamos que era el clérigo de Maqueda, pero no es así.
Inés sacudió la cabeza.
—Su sangre era roja y viva. Creedme: era un cerdo, pero no era él.
Don Diego asintió:
—Seguimos ignorando qué produce el contagio, por qué unos caen víctimas de esa peste y otros no, pero sí sabemos una cosa: muerto el perro, se acabó la rabia.
El resto asintió con convencimiento.
—Entonces no hay más que hablar. Partiremos hacia ese pueblo endemoniado y… ¡que Dios nos ampare! —Hizo una pausa y miró a su alrededor; las caras de aquellos soldados desarrapados le miraban expectantes—. Esta vez iremos sólo los hombres. No quiero que corramos más riesgos de los necesarios.
Inés levantó la cabeza; saltaba a la vista que no le complacía en absoluto verse excluida.
—Escuchad —prosiguió don Diego—, jamás hemos acometido una empresa de esta envergadura. Ignoramos cómo saldrá y qué obstáculos nos aguardan. Recordad que los que reposan en el cementerio están indefensos, yacen a nuestra merced. No resulta difícil quemar sus restos putrefactos; más cuesta, a veces, huir de quienes nos toman por profanadores de tumbas y quieren entregarnos a la justicia. Esto es distinto: lucharemos de igual a igual. Los atacaremos por sorpresa, sí, pero no sabemos cómo responderán. No quiero tener que preocuparme por las mujeres.