—Sed bienvenidos a la morada del Señor —dijo el sacerdote.
Lo miré desde el fondo de la iglesia: sus ojos grises parecían fijos en nosotros. A ambos lados unos cirios oscuros iluminaban el altar, detrás del cual había un crucifijo de grandes dimensiones, tan grande que parecía cernirse sobre los allí presentes, vigilarlos desde las alturas. El rostro del Cristo me subyugó: atormentado por el dolor, lágrimas de un rojo vivo se habían detenido sobre sus pronunciados pómulos. Hechizado por aquel semblante que expresaba un sufrimiento inmenso, no me percaté de que había llegado el momento de comulgar hasta que empezó a dibujarse la fila de fieles ante mí. El ciego me tocó el hombro, le cogí la mano y juntos nos dirigimos hacia el final de la fila. Avanzamos en dirección al sacerdote. A medida que iban llegando, los feligreses se arrodillaban y recibían la hostia. Yo seguía con la vista puesta en el Cristo, cada vez más cercano, suspendido en las alturas. Algo me cayó en la frente, una gota de algo espeso, caliente, que se mezcló con los restos de agua. Ante mí sólo había ya dos hombres esperando comulgar. Noté otro rastro mojado, esta vez en el brazo. Levanté la vista de nuevo, sorprendido: ¿eran imaginaciones mías o la sangre goteaba del Cristo? No tuve tiempo para cerciorarme porque me hallaba ya frente al sacerdote. Nada en él indicaba algo fuera de lo común, pero cuando me puse de rodillas y abrí los labios para comulgar advertí que, sin quererlo, mis hombros se tensaban. Cerré la boca justo a tiempo y eché la cabeza hacia atrás. Lo que el sacerdote, que ahora apoyaba una mano sobre mi cabeza, acercaba con insistencia hacia mis labios no era la sagrada forma, aunque a primera vista lo parecía: desprendía un olor extraño, como a podrido, y de sus extremos goteaba un líquido parduzco. Aún de rodillas, retrocedí y choqué contra el ciego. Entonces me percaté de que los fieles no habían vuelto a sus lugares: se hallaban en torno a nosotros, formando un corro, como buitres negros. No conseguí ver los ojos de ninguno de ellos, ya que sus cabezas estaban inclinadas hacia delante y murmuraban algo que no entendí, un susurro ronco, como una letanía. El sacerdote avanzó con aquella extraña hostia en la mano, decidido a introducirla en mi boca. Le propiné un manotazo torpe y la hostia cayó al suelo, y ante mi horror se deslizó por él, latiendo como si estuviera viva. Uno de los fieles se apresuró a echarse encima y la cogió con la boca; lo hizo con ímpetu, como si anhelara otra ración de aquel manjar obsceno. El ciego, entretanto, había dado media vuelta y se había topado de frente con la muralla negra de fieles. Éstos no se apartaron: fueron cerrando el círculo sin dejar de murmurar aquel sonsonete ronco. Apoyaban su peso en un pie y luego en el otro, sin moverse, al ritmo de la letanía. Nada parecía turbarles: ni la lluvia, ni los gritos del ciego. Eran como un ejército que espera órdenes. Y decidí, en un instante, que yo no iba a esperar más tiempo. Me incorporé y, con todas mis fuerzas, embestí al sacerdote, que cayó de espaldas hacia el altar, conmigo encima. Aproveché la confusión, y la aparente incapacidad de reacción del resto, para zafarme de él y ponerme de pie. Al momento noté que algo, alguien, me agarraba del pie con una fuerza inaudita. El hombre que se había echado al suelo para comer la hostia se aferraba a mí; sus ojos estaban en blanco, como los de un muerto, y de sus labios caía un líquido oscuro, demasiado oscuro para ser sangre. Alargué el brazo y me apoderé del cirio encendido; lo golpeé con él. La iglesia quedó aún más oscura, y supe que mi única posibilidad era huir hacia delante, rodear el altar y salir de aquel maldito templo. Eso hice, abandonando al ciego a su suerte. Este farfullaba algo, me llamaba a gritos, pero su voz se extinguió enseguida. Saltaron sobre él, como una jauría de canes negros. Uno de ellos le quitó el bastón y lo arrojó hacia el pasillo. Yo corría, perseguido por varías alimañas que haciendo honor a este nombre avanzaban a cuatro patas y a gran velocidad; intenté desesperadamente alcanzar la puerta. El sacerdote gritó algo en una lengua que no entendí, y un rugido pavoroso se movió hacia mí. Eran rápidos y me atacaban con la boca abierta, listos para devorarme. Me deshice de uno de ellos de una patada, pero venían más. Busqué con la mirada un arma con que defenderme: de un salto me apoderé del cuenco del agua bendita y se lo lancé, esperando que eso me concediera tiempo para abrir la puerta. El truco salió bien. Empujé la puerta y salí hacia la lluvia.
Agradecí el agua fría y la oportunidad que me deparaba de huir sin ser visto. Corrí entre el barro, en dirección al río. Comprendí que me seguían y que se habían dividido en grupos. Oía sus aullidos, algunos lejanos, otros más próximos. Parecían proceder de todas partes. Me detuve, incapaz de decidir cuál era el mejor camino a seguir. Los relámpagos mantenían su peculiar guerra en el cielo mientras yo, en la tierra, peleaba conmigo mismo: ¿esconderme?, ¿seguir huyendo? Pegué un salto cuando oí que alguien se acercaba. Una niñita muy pequeña, de no más de cinco años, había surgido de la oscuridad. Su dedo en los labios pedía silencio. Supe, no me preguntéis por qué, que pretendía ayudarme. No dijo nada: su dedito señaló hacia la copa del árbol bajo el que me hallaba.
—Sube —murmuró—. Ellos no pueden. Espera allí a que amanezca.
No se entretuvo para ver si la obedecía. Desapareció en la lluvia antes de que yo iniciara el ascenso por el nudoso tronco. Con las rodillas despellejadas, empapado, me encaramé al árbol mientras rezaba para que un rayo no lo partiera en dos.
Aquella chiquilla tuvo razón: mis perseguidores ni siquiera levantaron la mirada hacia las alturas. Permanecí allí, aferrado a una de las ramas, hasta que sus aullidos se disiparon y el día empezó a nacer. Entumecido, casi no podía moverme, pero me obligué a bajar. El amanecer me mostró el camino hacia el río; arrastrando las piernas, en las que parecían haberse clavado mil alfileres, llegué a la orilla. Me sumergí en el agua, y su frescor aligeró el dolor de mis extremidades: nadé como pude hasta la otra orilla. Sólo después de haber cruzado el río me permití tumbarme en la tierra enfangada y respirar hondo. Sacudido por las arcadas me llevé la mano al estómago y vomité. El olor a podrido parecía salir de mi interior. Me esforcé por expulsarlo, pero seguía aferrado a mi garganta, adherido como una pátina agria. Y entonces, en mi mente vi la escena que se había desarrollado en la iglesia, como si observara aquel sacrificio desde las alturas, como si mis ojos fueran los del Cristo de la cruz. Aquellos monstruos devoraban al pobre ciego llevados por un hambre voraz y despiadada. No podía ver su cuerpo, ya que aquella jauría de bestias negras lo cubría por completo. Uno de ellos echó hacia atrás la cabeza y sacó de la boca un pedazo de pellejo lacio. El sacerdote permanecía impasible: no participaba en la masacre, pero parecía bendecirla con su silencio. Muy despacio levantó la vista hacia el techo y sentí, por irracional que esto parezca, que sus ojos se posaban en mí, penetraban en mi cabeza. Apreté los míos, no quería ver, pero el ruido de sus mordiscos proseguía: dientes que se clavaban en la carne y arrancaban la piel, sonidos que iban debilitándose poco a poco hasta perderse en la nebulosa del sueño.
Cómo Lázaro se asentó con un clérigo y de las cosas que con él pasó
Huí. Me alejé tanto como pude de la horrible escena que había presenciado. El hecho de verme libre del ciego, tal y como había deseado tan ardientemente, se teñía ahora de miedo y de aprensión. Me sentía aprisionado, como si algo me oprimiera el pecho. Aún no las reconocí, pero ahora sé lo que son: las malditas cadenas del remordimiento. Empecé a intuir entonces que ver cumplidos nuestros deseos no siempre nos hace felices. ¿Qué iba a hacer ahora? Ni siquiera podía contar a nadie lo que había visto… ¿quién iba a creerme? Olvidar, si es que era posible, parecía la mejor opción.
Desorientado y confuso me dije que quizá lo mejor fuera regresar a casa. Supongo que añoraba las faldas maternas… pero en el camino me encontré en el pueblo de Maqueda. Estaba tan desfallecido que, con toda la reticencia del mundo, me acerqué a la iglesia a pedir limosna. El bullicio de la plaza y de las calles me tranquilizaron: en nada se parecía esta gente a la bandada de espectros mudos que nos habían atacado en lavilla anterior. Al verme llegar en un estado tan deplorable, el clérigo me preguntó si sabía ayudar a misa, y yo, que lo había aprendido junto al malogrado ciego, le dije que sí. Me miró de arriba abajo, se lo pensó durante unos instantes y luego, con una sonrisa afable, me tomó a su servicio.
¡Qué poco sabía yo que había huido de la sartén para caer en el fuego! La vida junto al clérigo me pareció, al principio, mucho más tranquila que la que había llevado al lado del viejo errante. Tenía un techo bajo el que cobijarme, un jergón donde dormir todas las noches; se habían terminado los agotadores vagabundeos, el ir de pueblo en pueblo… los encuentros extraños. Sí, me dije con un suspiro la primera noche, antes de dormirme con el estómago lleno, daba la impresión de que había dejado atrás el desasosiego… El clérigo, solícito, me había preparado incluso una infusión de hierbas que, según él, me proporcionaría fuerza y descanso. La tomé casi con lágrimas en los ojos, no por el brebaje sino por la intención.
Dicha sensación se mantuvo durante la primera semana. Es más, me hallaba tan agotado que en cuanto el clérigo se retiraba y me daba permiso para hacer lo mismo, me dejaba caer sobre el jergón (duro, pero sólido y a cubierto) y no despertaba hasta el amanecer. Poco a poco fui olvidando… La memoria es caprichosa: escoge y descarta recuerdos a su voluntad; pero es también taimada, y te asalta con imágenes horrendas cuando menos te lo esperas.
Digo esto porque a finales de esa primera semana desperté sobresaltado. No recuerdo lo que había estado soñando, pero tenía los ojos ciegos de mi viejo amo clavados en la mente, implorando ayuda. ¡Maldito seas!, me dije sintiendo un escalofrío. ¡Ni muerto vas a dejarme en paz! Me revolví en la cama, enfadado con los fantasmas del pasado que seguían acosándome a traición. Creí oír un rumor en la casa, unos sollozos ahogados seguidos de un golpe sordo. Respiré hondo: no pensaba dejar que ruidos extraños perturbaran mi tranquilidad. Di media vuelta y volví a dormirme.
Durante un mes, más o menos, disfruté de la paz que tanto había anhelado. Las tareas que me encomendaba el clérigo no eran duras; su trato era correcto, incluso afectuoso. Le ayudaba en la iglesia, iba al mercado… Fui recuperándome y olvidando los malos momentos de mi etapa anterior. A ratos me asaltaba el deseo de confiar en mi nuevo amo y contarle lo que había visto, pero nunca lo hice. Poco a poco, aquella terrible escena de la iglesia fue perdiendo fuerza… Sólo algunas noches, cuando no conseguía conciliar el sueño, recordaba la esencia de maldad que había presenciado: ésta volvía hacia mí de repente, inesperadamente, acompañada de aquel olor a agrio que parecía aparecer de la nada. En más de una ocasión pensé también en la niñita que me había ayudado a escapar… ¿qué habría sido de ella?
Si algo me entretuvo durante esas primeras semanas fue una guerra que emprendí contra ciertos roedores que parecían campar a sus anchas por la casa en cuanto ambos nos acostábamos. Cada mañana hallaba rastros de su presencia, pero nunca, en ningún momento, conseguí ver a una de esas criaturas vivas. Habríase dicho que eran fantasmas y no seres vivos. Contra lo que es habitual, el clérigo, al fin y al cabo dueño del pan que mordisqueaban, no se veía demasiado alterado por ese hecho, y a mí, supongo que por llevar la contraria, me dio por buscar a esos ratones y acabar con ellos. Tarea difícil; tan imposible resultó que llegó a obsesionarme, hasta que, un buen día, registrados ya todos los rincones de la casa, me topé con una puerta que no había visto desde mi llegada. Ésta, disimulada tras una pesada mesa que yo había apartado en ese afán raticida, estaba cerrada con llave. Esperé a que el clérigo volviera y se la pedí. Para asombro mío, no sólo no me agradeció los esfuerzos sino que por primera vez se enojó conmigo y me reprendió con aspereza. Según él, ya estaba bien de hurgar por toda la casa como haría un gato ocioso. Si no tenía con que entretenerme, ya me daría más trabajo, o podía rezar, que buena falta debía de hacerme, y dejar en paz a esas criaturas que, al fin y al cabo, también obedecían a la creación divina. Escuché el sermón más atónito que avergonzado y le prometí, con toda la sinceridad de mi picaro corazón, que no me tomaría más molestias para poner fin a aquella plaga que él consideraba tan sagrada. No sé si advirtió la ironía de mi respuesta, ya que pareció conformarse, pero a mí me dio por pensar que no había sido la cacería de ratones lo que le había enojado, sino la mención de la puerta del sótano.
Creo que he comentado antes que soy curioso de naturaleza; lo era ya de niño, lo era entonces (ya un mozalbete) y lo he seguido siendo durante toda mi larga vida. No negaré que me ha traído problemas, pero en conjunto creo que ese supuesto defecto me ha proporcionado más dichas que desgracias. Y no hay nada que atraiga más la atención de un curioso que una puerta cerrada: aunque le prohiban el acceso o le aseguren que no hallará nada de valor al otro lado, la sola existencia de esa puerta es como un desafío a su naturaleza. Sobre todo si la llave está tan cerca…
Cerca, pero inalcanzable, lo que aún me reconcomía más por dentro. El clérigo dormía con esa llave colgada del cuello, y no había fuerza humana que le hiciera separarse de ella. No contaba, sin embargo, con la astucia de un mozo de ciego. Si yo me empeñaba en algo, no dudéis que acababa consiguiéndolo. Y el destino me puso delante la oportunidad que buscaba: un día en que el clérigo estaba fuera, pasó por casa un calderero ofreciendo sus servicios. La idea se me ocurrió de repente.
—Señor —le dije—. He perdido la llave de esta puerta y temo que mi amo me azote cuando se entere. Por favor, mirad si entre todas esas que lleváis hay alguna que encaje en la cerradura y os lo pagaré con creces.
El hombre empezó a probar, bajo mi atenta mirada. Un rato después, cuando ya empezábamos a desesperar ambos, una vieja llave giró en la cerradura y la puerta se abrió con un crujido. Me apresuré a cerrarla; pagué al buen hombre con algo de comida y me guardé la llave en el bolsillo.
Ese día no tuve tiempo de bajar al sótano, ya que el clérigo estaba por llegar y lo último que quería era que me descubriera con las manos en la masa. Tuve que esperar a la mañana siguiente, a que mi amo fuera reclamado para administrar una extremaunción, para, llave en mano, abrir lo que en mi mente se había convertido en una cueva misteriosa y llena de tesoros. ¡Menuda decepción! Me habría dado de bofetadas en cuanto estuve dentro. Aquello era, tal y como indicaba su nombre, un sótano, y se usaba como almacén de trastos viejos. Lo más extraño que había en él era un colchón sucio tirado en el suelo: el resto eran tablones, sillas rotas, alguna imagen religiosa destrozada por los años… y una arqueta. No es que ésta tuviera nada de particular, si exceptuamos el hecho de que estaba cerrada, y de que la llave de la puerta del sótano, aunque parecía encajar, no giraba. Ah, y sí: un ratón me siguió, desafiante, pero decidí perdonarle la vida. No fuera que el clérigo tuviera razón y Dios se enojara conmigo por destruir una de sus criaturas, por repugnante que ésta fuera.