Authors: Christopher Paolini
Carn llegó al lado de Roran y de Baldor al cabo de unos segundos.
Los tres observaron al mago y a los soldados formados detrás de él.
—¿Puedes matarlo? —preguntó Roran en voz baja para que los guerreros no pudieran oírle.
—Tendré que intentarlo, ¿no? —contestó el mago, pasándose el dorso de la mano por los labios. Tenía el rostro perlado de sudor.
—Si quieres, podemos sorprenderlo con una embestida. Antes de que se dé cuenta, habremos vencido sus protecciones y le habremos atravesado el corazón con un cuchillo.
—Eso no lo sabes… No, esto es responsabilidad mía, y soy yo quien se tiene que encargar de ello.
—¿Podemos ayudar en algo?
Carn soltó una carcajada nerviosa.
—Podéis disparar unas cuantas flechas. Quizás entorpeciendo a los soldados consigamos que se ponga nervioso y cometa algún error.
Pero, hagáis lo que hagáis, no os pongáis en medio de los dos…
Sería peligroso, para vosotros y para mí.
Cogiendo el martillo con la mano izquierda, Roran le puso la mano derecha en el hombro y lo tranquilizó:
—Todo irá bien. Recuerda, no es tan listo. Pudiste con él una vez, y puedes volver a hacerlo.
—Lo sé.
—Buena suerte —dijo Roran.
Carn asintió con la cabeza y se dirigió hacia la fuente que había en medio de la plaza. La luz del sol se reflejaba en los chorros del agua, que parecían lanzar al aire un rocío diamantino. El mago de nariz aguileña también se encaminó hacia la fuente, imitando a Carn, y ambos se detuvieron a seis metros de distancia el uno del otro.
A Roran le pareció que hablaban entre ellos, pero se encontraba demasiado lejos para oír sus palabras. De repente, los dos hechiceros se pusieron rígidos, como si les hubieran clavado una daga a ambos.
Eso era lo que Roran había estado esperando: el gesto que indicaba que habían empezado a luchar mentalmente y de que estaban demasiado concentrados para prestar atención a lo que ocurría a su alrededor.
—¡Arqueros! —gritó—. Id allá, y allá —ordenó, señalando ambos lados de la plaza—. Disparad todas las flechas que podáis contra ese perro traicionero, pero no os atreváis a darle a Carn o haré que Saphira os coma crudos.
Los soldados de Galbatorix se removieron, inquietos, al ver que los arqueros de Roran se dividían y corrían a ambos lados de la plaza, pero no rompieron la formación ni atacaron.
«Deben de tener una gran confianza en esa víbora», pensó Roran, preocupado.
Los arqueros se posicionaron y empezaron a disparar decenas de flechas contra el mago: silbaban dibujando arcos en el aire. Por un momento, Roran creyó que podrían matarlo. Pero todas las flechas, una por una, se partían en el aire y caían al suelo cuando llegaban a unos cinco metros de distancia del hechicero. Era como si impactaran contra un muro invisible que lo protegiera.
Roran estaba demasiado tenso para permanecer quieto. Detestaba tener que esperar sin hacer nada mientras su amigo estaba en peligro.
Además, sabía que a cada minuto que pasaba había más posibilidades de que Lord Halstead descubriera lo que estaba sucediendo y organizara una respuesta efectiva. Para no ser aplastados por las fuerzas del enemigo, los vardenos debían conseguir mantenerlos en un estado de incertidumbre, impedir que decidieran qué hacer o qué dirección tomar.
—¡Preparados! —gritó, girándose hacia los guerreros—. Veamos si podemos hacer algo mientras Carn lucha para salvarnos el pescuezo.
Vamos a rodear a esos soldados. La mitad de vosotros, venid conmigo. Los demás, seguid a Delwin. No podrán bloquear todas las calles, así que, Delwin, tú y tus hombres llegaréis a su retaguardia y los atacaréis por detrás. Mientras, nosotros los mantendremos ocupados por delante para que no os opongan mucha resistencia. Si alguno de ellos intenta escapar, dejadlo. Tardaríamos demasiado tiempo en matarlos a todos. ¿Comprendido?… ¡Adelante, adelante!
Los hombres se separaron rápidamente en dos grupos. Roran y sus hombres se lanzaron a la carrera por el lado derecho de la plaza, mientras que Delwin y los suyos hacían lo mismo por la izquierda.
Cuando ambos grupos se encontraban a la altura de la fuente, el hechicero miró a Roran. Fue una mirada brevísima y de reojo, pero esa mínima distracción pareció tener una consecuencia inmediata en el duelo que mantenía con Carn: justo en el momento en que el hechicero volvía a dirigir la mirada hacia Carn, la sonrisa de su rostro se tornó una mueca de dolor. Las venas de la frente y del cuello se le hincharon desproporcionadamente, y todo su rostro adquirió un oscuro tono rojizo, como si hubiera afluido tanta sangre a él que fuera a estallarle en cualquier momento.
—¡No! —bramó, y de inmediato gritó unas palabras en el idioma antiguo que Roran no pudo comprender.
Al cabo de un instante, Carn también exclamó. Por unos momentos, las voces de ambos se superpusieron la una sobre la otra.
Su tono era de tal terror, desolación, odio y furia que Roran supo que algo había ido terriblemente mal en ese duelo.
De repente, Carn desapareció en medio de un destello de luz azulada y una gigantesca y blanca onda expansiva barrió la plaza entera en una fracción de segundo. Todo alrededor de Roran se apagó y una fuerza insoportablemente caliente lo envolvió. Le pareció que todo a su alrededor se ponía cabeza abajo y se retorcía, y que él se precipitaba por un espacio sin forma. El martillo cayó de su mano, y un agudo dolor le paralizó la rodilla derecha. Luego, algo duro le golpeó en la boca. Roran notó que un diente se le soltaba, llenándole la boca de sangre.
Cuando todo quedó quieto de nuevo, Roran no se movió, permaneció tumbado sobre el estómago. La conmoción había sido demasiado grande. Poco a poco fue recuperando los sentidos y vio la lisa superficie verdosa de la piedra del pavimento. Olió el plomo que servía de mortero a las piedras. Todo su cuerpo se despertó en una pesadilla de dolor. El único sonido que oía era el del latido de su propio corazón.
Al volver a respirar de nuevo, parte de la sangre que tenía en la boca le entró en los pulmones. Desesperado, tosió y se incorporó escupiendo una flema negra. El diente salió disparado y rebotó en el suelo, blanco en medio de las manchas de sangre. Roran lo cogió y lo examinó: se había mellado ligeramente en un lado, pero la raíz estaba intacta. Lo lamió para quitarle la suciedad y se lo volvió a colocar en el agujero de la encía.
Se puso en pie. La explosión lo había lanzado contra la puerta de una de las casas que rodeaban la plaza. Sus hombres estaban esparcidos por el suelo, a su alrededor: piernas y brazos rotos, yelmos perdidos, armas arrancadas de las manos. Roran se alegró de tener el martillo, pues algunos de los guerreros se habían apuñalado a sí mismos o a sus compañeros durante el tumulto.
«¿El martillo? ¿Dónde está el martillo?», reaccionó por fin. Buscó con la mirada a su alrededor y vio que la empuñadura del martillo sobresalía por debajo de las piernas de uno de los guerreros. Lo cogió y se dio la vuelta para observar la plaza.
Tanto los vardenos como los soldados habían sido víctimas de la conflagración. De la fuente no quedaba nada, excepto un montón de escombros desde el cual un chorro de agua emergía a intervalos irregulares. Cerca de ellos, en el lugar donde había estado Carn, se veía un cuerpo tirado en el suelo, ennegrecido e inerte, cuyas piernas se abrían, rígidas y humeantes, como las de una araña muerta.
Estaba tan chamuscado y deformado que no conservaba ningún rasgo que pudiera indicar que había sido un ser humano. Inexplicablemente, el hechicero de nariz aguileña todavía se encontraba de pie en el mismo sitio, aunque la explosión le había arrancado la ropa y lo había dejado solo con los calzones. Roran sintió una furia incontrolable y, sin pensar en el posible peligro, se dirigió con paso inseguro hacia el centro de la plaza, decidido a matar al hechicero de una vez por todas.
El hechicero, por su parte, no se movía ni un centímetro, a pesar de que Roran estaba cada vez más cerca. El chico levantó el martillo y apretó el paso soltando un grito de guerra. A pesar de todo, el otro no hizo ningún gesto para defenderse. De repente, Roran se dio cuenta de que no se había movido desde la explosión: era como si fuera una estatua y no un hombre. Roran estuvo tentado de ignorar ese inusual comportamiento —o esa falta de comportamiento, en realidad— y, simplemente, destrozarle la cabeza de un golpe sin darle tiempo a que se recuperara del extraño estupor que lo había paralizado. Pero, antes de llegar hasta el hechicero, un sentimiento de cautela enfrió su cólera e hizo que se detuviera cuando apenas estaba a un metro y medio de él.
Y se alegró de haberlo hecho.
Aunque a cierta distancia el aspecto del hechicero parecía normal, de cerca se veía que la piel le colgaba, arrugada, como la de un hombre tres veces más viejo, y que había adquirido una textura como de cuero basto. También el color había cambiado, y continuaba haciéndolo ante los ojos de Roran: segundo a segundo adoptaba un tono cada vez más oscuro, como si todo el cuerpo se le hubiera congelado. El hechicero respiraba agitadamente y tenía los ojos en blanco; aparte de eso, parecía incapaz de hacer ningún otro movimiento. De repente, la piel de los brazos, el cuello y el pecho se le marchitó por completo y sus huesos empezaron a marcarse claramente: desde la curva de las clavículas hasta los dos huesos de la pelvis, desde donde el vientre le colgaba como un odre vacío. Los labios se le estiraron mucho hacia atrás, hasta que esbozó una mueca espeluznante y descubrió sus dientes amarillentos. Las órbitas de los ojos se le deshincharon, como garrapatas vacías, y los músculos de la cara se hundieron, como succionados hacia dentro.
Entonces, la respiración —un silbido angustiado— empezó a fallarle, pero todavía no cesó por completo.
Roran, horrorizado, dio un paso hacia atrás. Notó que pisaba algo resbaladizo y, al mirar hacia el suelo, se dio cuenta de que se trataba de un charco de agua. Al principio pensó que procedía de la fuente rota, pero luego vio que manaba bajo los pies del hechicero. Soltó un juramento, lleno de asco, y saltó fuera del charco. Inmediatamente comprendió lo que Carn había hecho, y el sentimiento de repulsión que lo embargaba se hizo más profundo todavía. Parecía ser que el mago había lanzado un hechizo para que el cuerpo del hechicero perdiera hasta la última gota de agua de sus tejidos. En cuestión de segundos, ese hechizo había convertido a aquel tipo en un frágil esqueleto envuelto en una cáscara de piel dura y ennegrecida, y lo había momificado como si hubiera estado expuesto a cien años de viento y de sol en el desierto de Hadarac. Aunque en esos momentos ya debía de estar muerto, el cuerpo todavía no se había derrumbado al suelo, pues la magia de Carn lo mantenía en pie. Lo había convertido en un espantoso espectro sonriente que superaba las peores cosas que Roran había visto en el campo de batalla o en sus pesadillas.
Entonces, la piel disecada del hechicero se convirtió en un fino polvo que se precipitó en pequeñas avalanchas hacia el suelo, donde quedó flotando encima del charco de agua a sus pies. Lo mismo sucedió con los huesos y los músculos, y con los órganos petrificados, hasta que todas las partes del cuerpo del hechicero se disolvieron y solo quedó de él un pequeño montón de polvo que sobresalía por encima de esa agua que una vez había sustentado su vida.
Roran miró hacia el lugar en que antes se encontraba Carn y pensó: «Por lo menos, tú has podido vengarte en él». Luego, apartando sus pensamientos de su amigo fallecido, pues le resultaban demasiado dolorosos, se concentró en resolver los problemas más inmediatos: los soldados que se encontraban en el extremo sur de la plaza y que empezaban a levantarse del suelo poco a poco.
Los vardenos estaban haciendo lo mismo.
—¡Eh! —gritó Roran—. ¡Conmigo! No tendremos una oportunidad mejor que ahora. —Señalando a unos cuantos de sus hombres que estaban heridos, añadió—: Ayudadlos a levantarse y ponedlos en el centro de la formación. Que nadie quede atrás. ¡Nadie!
Los labios le dolían al hablar, y sentía unos terribles pinchazos en la cabeza, como si hubiera estado bebiendo toda la noche.
Al oírlo, los vardenos se pusieron manos a la obra y corrieron hasta él. Mientras los hombres formaban una ancha columna detrás de él, Roran se colocó entre Baldor y Delwin. La explosión les había provocado a ambos unos grandes rasguños por todo el cuerpo que todavía sangraban. Una vez en formación, los hombres levantaron los escudos para crear una dura barrera con ellos.
—¿Carn está muerto? —preguntó Baldor.
Roran asintió con la cabeza mientras levantaba su escudo.
—Entonces esperemos que Halstead no tenga a otro mago escondido en algún lado —farfulló Delwin.
Cuando todos los vardenos estuvieron en su sitio, Roran ordenó:
—¡En marcha!
Y los vardenos cruzaron la plaza con paso firme.
Fuera porque tuvieran un mando menos efectivo o porque la conflagración les hubiera perjudicado más, los soldados del Imperio no se recuperaron con la misma presteza que los vardenos. Todavía estaban desorganizados cuando estos últimos se lanzaron contra ellos.
Una lanza se hundió en el escudo de Roran, haciéndolo trastabillar y dejándole el brazo insensible por el impacto. Con un exabrupto, Roran descargó el martillo contra el asta, pero no consiguió romperla.
Un soldado que se encontraba delante de él, quizás el mismo lanzador, aprovechó la oportunidad para correr hacia él y lanzarle una estocada dirigida al cuello. Roran intentó levantar el escudo con la lanza todavía clavada en él, pero le pesaba demasiado, así que utilizó el martillo para desviar el golpe de la espada. Falló y no consiguió descargar el martillo contra la espada: solo conservó la vida porque dio, sin querer, un golpe con los nudillos sobre la parte plana de la hoja y la espada se desvió unos centímetros. El impacto le provocó una corriente de dolor por todo el brazo, el hombro y el costado derecho del cuerpo, y la rodilla izquierda le falló hasta hacerle caer al suelo.
Piedras bajo su cuerpo. Pies y piernas a su alrededor, rodeándolo e impidiéndole ponerse a salvo. Su cuerpo torpe y lento, como si estuviera inmerso en un mar de miel. «Demasiado despacio, demasiado despacio», pensaba mientras se esforzaba por quitarse el escudo del brazo y ponerse en pie de nuevo. Sabía que si continuaba en el suelo, lo apuñalarían o lo aplastarían. «Demasiado despacio.»