Legado (25 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Al salir del cuerpo, la hoja rozó un hueso provocando un desagradable sonido. Roran sacudió con fuerza la mano con que sujetaba su daga y unas gruesas gotas de sangre salpicaron el suelo.

En medio del frío silencio nocturno, se preparó, despacio, para la batalla. Luego fue a buscar a Baldor, quien le aseguró que nadie más había eludido la vigilancia de los centinelas, y caminó por todo el perímetro del campamento repasando mentalmente todas las fases del plan para asaltar Aroughs. Cuando terminó, se comió medio pollo frío que encontró entre las sobras de la cena mientras observaba las estrellas.

Hiciera lo que hiciera, la imagen del cuerpo de ese hombre joven delante de su tienda no lo abandonaba. «¿Quién decide que un hombre debe vivir y que otro debe morir? Mi vida no valía más que la suya, pero es a él a quien van a enterrar, mientras que yo podré disfrutar de, por lo menos, unas cuantas horas más de vida. ¿Se trata del azar, aleatorio y cruel, o existe un motivo o un plan para todo esto, aunque no podamos comprenderlo?»

Un cargamento incendiario

—¿Te gusta tener una hermanita? —le preguntó Roran a Baldor mientras cabalgaban el uno al lado del otro en dirección a los molinos más cercanos.

A su alrededor, la tierra estaba bañada en la media luz que precede al amanecer.

—No hay mucha cosa que me pueda gustar, ¿no? Quiero decir que ella es muy poca cosa, todavía. Entiéndeme. Es pequeña como un gatito. —Baldor tiró de las riendas para evitar que su caballo se desviara hacia un trozo de hierba especialmente apetitosa—. Pero resulta extraño que haya otra persona en la familia, sea hermano o hermana, después de tanto tiempo.

Roran asintió con la cabeza. Se giró y miró hacia atrás para asegurarse de que la columna de seiscientos cincuenta hombres que los seguían a pie no se quedaba atrás.

Cuando llegaron a los molinos, Roran desmontó y ató su caballo a un poste que había delante del más bajo de los tres edificios. Uno de los guerreros se quedó atrás para llevar a los animales de vuelta al campamento.

Roran se dirigió al canal, bajó por los escalones de madera que descendían por la fangosa orilla hasta el agua y subió a bordo de la última de las cuatro barcazas que esperaban en fila. Esas barcazas parecían más bien toscas balsas, pero Roran se alegró, pues no tenían la proa en punta y así resultaba más fácil juntar las unas con las otras —con tablones, clavos y cuerdas— para formar una estructura rígida de casi ciento cincuenta metros de longitud.

En la parte delantera de la primera barcaza, así como en los laterales de la primera y de la segunda, se amontonaban los trozos de pizarra que Roran había ordenado transportar hasta allí desde la mina.

Encima habían colocado unos sacos de harina que habían encontrado en los molinos y, así, habían construido unos muros bajos que llegaban a la altura de la cintura de los hombres. En las otras barcazas, los muros se había hecho solamente de sacos de harina: dos sacos de ancho y cinco de altura. El inmenso peso de la pizarra y de los sacos de harina compactada, añadido al de las mismas barcazas, hacían que esa estructura flotante pudiera convertirse en un enorme ariete impulsado por el agua. Roran tenía la esperanza de que sirviera para romper la puerta del otro extremo del canal con la misma facilidad que si estuviera hecha de ramitas secas. Aunque la puerta estuviera protegida por un hechizo —y Carn no creía que lo estuviera—, Roran no creía que ningún mago, excepto Galbatorix, pudiera hacer frente a la tremenda fuerza que tenían las barcazas impulsadas por la corriente del canal. Además, esos muros les ofrecerían cierta protección frente a las flechas, lanzas y demás proyectiles.

Roran pasó con cuidado de una barcaza a la otra hasta que llegó a la primera. Allí, con su lanza y su escudo, comprobó la resistencia del muro de pizarra de la proa y, satisfecho, se dio la vuelta y observó a los soldados que iban llenando el espacio entre la pizarra y los sacos.

Con cada hombre que subía a bordo, la barcaza se hundía un poco más. Al final, la estructura quedó solo unos centímetros por encima de la superficie del agua.

Baldor, Hamund, Delwin y Mandel llegaron al lado de Roran. Los cuatro, por un acuerdo tácito, habían decidido ocupar la posición más peligrosa de ese ariete flotante: si los vardenos querían entrar por la fuerza en Aroughs, les iba a hacer falta una buena dosis de habilidad y de suerte, y ninguno de ellos deseaba confiar en nadie más para llevar a cabo ese intento.

Roran vio que Brigman se encontraba en la última barcaza, entre los hombres que antes habían estado a su mando. Después de que, el día anterior, Brigman casi se insubordinara, Roran le había quitado toda autoridad y lo había enviado a su tienda. A pesar de ello, Brigman le rogó que le permitiera participar en el ataque final a Aroughs. Roran, aunque con cierta reticencia, había accedido, pues aquel tipo era hábil con la espada y necesitarían toda la ayuda posible para la batalla que los aguardaba. Pero Roran dudaba de haber tomado la decisión correcta. Estaba seguro de que ahora los hombres le eran leales a él, no a Brigman; sin embargo, él había sido su capitán durante muchos meses, y Roran sabía que los lazos que se creaban en esas situaciones eran muy difíciles de olvidar. Y aunque Brigman no intentara causar ningún problema, ya había demostrado que era muy capaz de no cumplir las órdenes, por lo menos si estas procedían de Roran. «Si me da el más mínimo motivo de desconfianza, lo tumbaré ahí mismo», pensó. Pero se dio cuenta de que era una decisión absurda: si Brigman se volvía contra él, lo más probable era que lo hiciera en medio de la confusión y que no se diera cuenta de ello hasta que fuera demasiado tarde.

Cuando solo faltaban seis hombres para subir a las barcazas, Roran hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Soltadlos!

Arriba, en lo alto de la colina, dos hombres se habían apostado encima del rompiente de tierra que detenía el curso del agua por el canal en su trayecto hacia las marismas del norte. A unos seis metros por debajo de ellos se encontraba la primera rueda del molino y la esclusa de agua que lo accionaba. Esa esclusa estaba cerrada por otro rompiente y, más abajo, había una segunda rueda y una segunda esclusa de aguas profundas. Al otro extremo de esta última se encontraba el último rompiente y los últimos dos hombres. Y, debajo de ellos, la tercera y última rueda de molino. A partir de allí, la corriente transcurría con suavidad hasta Aroughs.

En cada uno de los rompientes había una compuerta que Roran había hecho cerrar, con la ayuda de Baldor, en su primera excursión a los molinos. Durante los últimos días, los soldados se habían dedicado a excavar la tierra lateral de las compuertas con picos y palas para debilitar su sujeción y las habían calzado con unos troncos grandes y macizos.

Al oír la orden de Roran, los dos hombres de arriba y los dos de la segunda esclusa empezaron a mover los troncos —que sobresalían un buen trecho de la superficie del agua— hacia delante y hacia atrás a un ritmo constante. Según el plan de Roran, los dos hombres apostados en la esclusa de más abajo tenían que esperar unos momentos antes imitar a sus compañeros.

Roran observaba la operación agarrándose con nerviosismo a uno de los sacos de harina. Si no había calculado bien los tiempos de cada operación, aunque fuera por unos segundos, todo sería un desastre.

Durante casi un minuto no pasó nada.

Entonces, con un rugido imponente, la compuerta de la esclusa de arriba cedió. El rompiente de tierra se rompió y cayó hacia delante, y una enorme oleada de agua fangosa se precipitó sobre la rueda de molino de abajo, haciendo que girara más deprisa de lo que Roran había calculado. En cuanto el rompiente se derrumbó, los hombres que estaban en él saltaron a la orilla salvándose por segundos. La ola de agua de la primera esclusa, al caer sobre la que había en la segunda, levantó una masa de más de nueve metros de altura y provocó una segunda ola que se izó en el aire y que cayó sobre el siguiente rompiente. Los hombres que se encontraban encima de él, al ver venir la ola, saltaron a tierra firme. E hicieron bien. Cuando la ola impactó contra el rompiente, la compuerta que se encontraba detrás salió volando por los aires como si un dragón le hubiera dado una patada y todo el agua que se encontraba en la esclusa arrastró lo poco que quedaba del rompiente de tierra.

La furiosa corriente embistió la segunda rueda de molino con más fuerza que la primera. La madera crujió bajo su potencia y, por primera vez, Roran pensó que quizá pudiera romperse. Si eso sucedía, sus hombres correrían un serio peligro, al igual que las barcazas, y era muy posible que su ataque a Aroughs terminara antes de haber empezado.

—¡Soltad las amarras! —gritó.

Uno de los hombres cortó la cuerda que los sujetaba a la orilla, y los demás empuñaron las pértigas de tres metros de longitud que habían clavado en el fondo del canal y empezaron a empujar con todas sus fuerzas. Las pesadas barcazas avanzaron unos centímetros y empezaron a ganar velocidad a un ritmo muy inferior a lo que Roran había esperado.

Los dos hombres que se encontraban en el rompiente de abajo, aunque veían que la avalancha de agua se cernía sobre ellos, no dejaban de mover los troncos que calzaban la última compuerta. Y justo un segundo antes de que la segunda ola de agua les cayera encima, los troncos cedieron y los hombres pudieron saltar a tiempo a la orilla.

Al caer, la cascada de agua hizo un hoyo en el fondo de la esclusa de tierra y, desde ella, se precipitó sobre la última rueda de molino, casi destrozándola y haciendo que se inclinara unos cuantos grados hacia delante. El estruendo fue ensordecedor, pero, para alivio de Roran, la rueda no cedió. Entonces, con un violentísimo impulso, la columna de agua se precipitó sobre el nivel inferior del canal levantando una explosiva oleada de espuma. Una corriente de aire frío abofeteó en el rostro a Roran, que se encontraba a unos ciento ochenta metros de allí.

—¡Más deprisa! —gritó, dirigiéndose a los hombres que manejaban las pértigas.

Una turbulenta corriente de agua se acercaba hacia ellos a toda velocidad.

La ola los golpeó con una fuerza inusitada. Al entrar en contacto con la parte posterior de las cuatro barcazas unidas, todas ellas saltaron hacia delante, y tanto Roran como los guerreros cayeron al suelo. Algunos de los sacos de harina se precipitaron al canal o rodaron sobre los hombres. La barcaza de detrás se levantó un buen trecho por encima de las demás y todo el conjunto —de unos ciento cincuenta metros de longitud— se desvió hacia un lado. Roran supo que si no corregían la dirección a tiempo, chocarían contra el lateral del canal y, en un instante, la fuerza de la corriente conseguiría romper la unión de las barcazas.

—¡Mantenedlas rectas! —bramó, levantándose de los sacos de harina sobre los que había caído—. ¡No dejéis que viren!

Los guerreros se pusieron rápidamente en pie y empujaron las barcazas lejos de la orilla, hacia el centro del canal. En la proa, Roran subió de un salto en el montón de pizarra y continuó gritando órdenes hasta que consiguieron estabilizarlas.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Baldor con una sonrisa boba en el rostro.

—No cantes victoria todavía —le advirtió Roran—. Aún nos queda mucho trecho.

Por el este, el cielo había adquirido un tono amarillento. Ahora se encontraban a la altura de su campamento, a un kilómetro y medio de Aroughs. A la velocidad que navegaban, llegarían a su destino antes de que el sol asomara por el horizonte, y las sombras que en esos momentos cubrirían los campos los ayudarían a ocultarse de la mirada de los vigías apostados en las torres y en las murallas.

A pesar de que avanzaban hincando la proa un poco por debajo de la superficie del agua, las barcazas continuaban ganando velocidad, pues el canal transcurría cuesta abajo hasta la ciudad y en su trayecto ya no había ningún desnivel que pudiera frenar su avance.

—Escuchad —dijo Roran, llevándose ambas manos a los lados de la boca para hacerse oír por todos—: es posible que caigamos al agua cuando colisionemos contra la puerta, así que estad preparados para nadar. Hasta que no consigamos estar en tierra firme, seremos un blanco fácil. Cuando arribemos a la orilla, solo tendremos un objetivo: llegar a la muralla interior antes de que se les ocurra cerrar esas puertas, porque si lo hacen, nunca conseguiremos capturar Aroughs.

Si conseguimos pasar la segunda muralla, encontrar a Lord Halstead y obligarlo a rendirse debería ser muy sencillo. Si no lo logramos, aseguraremos las fortificaciones del centro de la ciudad y continuaremos calle por calle, hasta que toda la ciudad de Aroughs esté bajo nuestro control. Recordad que ellos son el doble que nosotros, así que no os separéis de vuestro compañero y permaneced en guardia en todo momento. No os aventuréis solos, y no permitáis que os separen del resto del grupo. Los soldados conocen esas calles mejor que nosotros, y os prepararán una emboscada cuando menos lo esperéis. Si alguno se encuentra solo, que se dirija al centro de la ciudad, porque estaremos allí.

»Hoy los vardenos van a dar un valiente paso adelante. Hoy ganaremos un honor y una gloria que muchos hombres sueñan con obtener. Hoy..., hoy dejaremos nuestra huella en la historia. Lo que se consiga durante las siguientes horas, los bardos lo cantarán durante cientos de años. Pensad en vuestros amigos. Pensad en vuestras familias, en vuestros padres, vuestras esposas, vuestros hijos. Luchad bien, pues lo hacemos por ellos. ¡Luchamos por la libertad!

Los hombres respondieron con un único rugido.

Roran permitió que se explayaran un momento. Luego levantó un brazo y gritó:

—¡Escudos!

Entonces, los hombres se agacharon y levantaron sus escudos por encima de las cabezas, cubriéndose con ellos, para que pareciera que ese ariete acuático estaba recubierto de una armadura tan grande como para ocultar la pierna de un gigante.

Satisfecho, Roran bajó de un salto del muro de pizarra y miró a Carn, a Baldor y a los otros cuatro hombres que habían viajado con él desde Belatona. El más joven de ellos, Mandel, parecía un tanto temeroso, pero Roran sabía que no perdería los nervios.

—¿Preparados? —les preguntó.

Todos ellos asintieron.

Roran soltó una carcajada. Cuando Baldor le pidió que explicara a qué se debía esa risa, contestó:

—¡Si mi padre pudiera verme ahora!

Y Baldor también rio con ganas.

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