Authors: Christopher Paolini
—En eso tienes razón. Bajo la superficie del agua son un entramado de madera y metal que tiene unos agujeros grandes para permitir el paso del agua.
—Comprendo. ¿Esas puertas están siempre cerradas hasta abajo, incluso cuando Aroughs no se encuentra asediada?
—Por la noche, seguro. Pero creo que las dejaban abiertas durante las horas de luz.
—Ajá. ¿Y qué me dices de las murallas?
Brigman pasó el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
—Granito pulido y encajado de forma tan ajustada que ni siquiera se puede pasar la hoja de un cuchillo entre sus bloques. Un trabajo hecho por los enanos, diría yo, antes de la Caída de los Jinetes.
También diría que están rellenas de escombros prensados, aunque no lo puedo asegurar, puesto que todavía no hemos roto el recubrimiento de granito. Se hunden hasta, por lo menos, tres metros y medio bajo el suelo, y probablemente más, lo cual significa que no podemos abrir un túnel para pasar por debajo ni debilitarlas excavando la tierra.
Brigman dio un paso hacia delante y señaló las fincas que había al norte y al oeste.
—Casi todos los nobles se han refugiado en Aroughs, pero han dejado hombres en sus propiedades para defenderlas. Nos han causado algunos problemas atacando a nuestros exploradores, robándonos los caballos y cosas así. Al principio conseguimos apoderarnos de dos de esas fincas —dijo, indicando dos ruinas quemadas que se encontraban a pocos kilómetros de distancia—, pero mantenerlas nos causaba más problemas de lo que valían, así que las saqueamos y las incendiamos. Por desgracia, no tenemos hombres suficientes para hacernos con las otras.
Baldor intervino:
—¿Por qué esos canales entran en Aroughs? No parece que se utilicen para regar los campos.
—Aquí no hace falta regar, chico; sería igual de estúpido que si un hombre del norte recogiera nieve durante el verano. Aquí el problema es más bien permanecer seco.
—Entonces, ¿para qué se utilizan? —preguntó Roran—. ¿Y de dónde vienen? No esperaréis que me crea que el agua viene del río Jiet, a tantos kilómetros de distancia.
—Sería difícil —dijo Brigman en tono burlón—. Al norte se encuentran los lagos de las marismas. Es un agua salobre, malsana, pero la gente de aquí está acostumbrada. Un único canal la transporta desde las marismas hasta un lugar que se encuentra a cuatro kilómetros y medio de distancia de aquí. Allí se divide en los tres canales que llegan hasta aquí, y que transcurren por unas cuantas pendientes y, así, dan fuerza a los molinos de harina de la ciudad. Los campesinos acarrean el grano hasta los molinos cuando es temporada de cosecha. Luego, los sacos se cargan en barcazas para transportarlos hasta Aroughs. También es una manera cómoda de transportar otros artículos, como madera y vino, desde las fincas hasta la ciudad.
Roran se frotó la nuca sin apartar la mirada de Aroughs. Le parecía interesante lo que Brigman contaba, aunque no estaba seguro de para qué le podía servir.
—¿Hay alguna otra cosa significativa en el campo de los alrededores? —preguntó.
—Solo una mina de pizarra más al sur, al lado de la costa.
Roran soltó un gruñido, pensativo.
—Quiero visitar los molinos —dijo—. Pero primero deseo oír un informe completo del tiempo que habéis estado aquí, y averiguar cuál es el estado de nuestras provisiones, desde las flechas hasta las galletas.
—Si me quieres acompañar…,
Martillazos
.
Roran pasó la hora siguiente hablando con Brigman y con dos de sus tenientes, escuchando y haciendo preguntas, mientras se iba enterando de todos los asaltos que se habían llevado a cabo contra la ciudad y de cuál era la cantidad de suministros que quedaban para los guerreros que tenía a su mando.
«Por lo menos no andamos escasos de armamento», pensó, mientras contaba el número de muertos. Aunque Nasuada no hubiera puesto una fecha límite a su misión, tampoco quedaba suficiente comida para que los hombres y los caballos continuaran acampados delante de la ciudad durante más de una semana. Gran parte de los hechos y de las cifras que Brigman y sus tenientes le estaban comunicando se encontraban escritas en rollos de pergamino. Roran se tuvo que esforzar en disimular que era incapaz de descifrar los angulosos símbolos negros, e insistió en que se lo leyeran todo en voz alta. Pero se sintió muy irritado al encontrarse a merced de los demás. «Nasuada tiene razón —pensó—. Tengo que aprender a leer, porque, si no, no seré capaz de saber si alguien me está mintiendo acerca de lo que pone en los pergaminos… Quizá Carn me pueda enseñar cuando regresemos con los vardenos.»
Cuantas más cosas averiguaba sobre Aroughs, más simpatizaba con la situación en que se había encontrado Brigman. La captura de esa ciudad era una tarea descorazonadora que no parecía tener ninguna solución. Pensó que aquel hombre no había fallado porque fuera un comandante incompetente, sino porque le faltaban las dos cualidades que a Roran le habían proporcionado sus sucesivas victorias: atrevimiento e imaginación. Cuando terminaron de pasar revista, Roran y sus cinco compañeros cabalgaron junto a Brigman para inspeccionar las puertas de Aroughs de cerca, aunque manteniendo una mínima distancia de seguridad. Le resultó increíblemente doloroso sentarse de nuevo sobre el caballo, pero lo soportó sin quejarse.
Mientras se dirigían al trote hacia la ciudad por la carretera pavimentada, Roran se dio cuenta de que los cascos de los caballos producían un ruido extraño al chocar con la piedra. Recordó que habían producido un sonido similar durante la última jornada de su viaje, y que también en esa ocasión le había llamado la atención. Miró hacia el suelo y vio que las piedras planas de la superficie parecían estar unidas por algo de un color plateado y sin lustre que, a la vista, dibujaba una extraña trama por todo el pavimento. Roran llamó a Brigman y le preguntó si sabía de qué se trataba. Brigman, levantando la voz para hacerse oír, contestó:
—¡En esta zona se consigue un mortero muy malo, así que utilizan plomo para mantener las piedras en su sitio!
A Roran le costaba de creer, pero Brigman parecía hablar en serio.
Le pareció asombroso que se pudiera disponer de tanta cantidad de cualquier metal para poder permitirse su despilfarro en la construcción de una carretera.
Continuaron avanzando por la carretera de piedra y plomo que conducía a la brillante ciudad. Estudiaron atentamente las defensas de Aroughs, pero el hecho de estar más cerca de la ciudad no les descubrió nada nuevo y solo sirvió para confirmar que esa urbe era casi inexpugnable. Roran, al darse cuenta de ellos, condujo a su caballo hasta donde se encontraba Carn. El mago contemplaba Aroughs con ojos vidriosos mientras movía los labios en silencio, como si hablara consigo mismo. Roran esperó a que terminara y, entonces, preguntó en voz baja:
—¿Hay algún hechizo en las puertas?
—Creo que sí —contestó Carn, también con un susurro—, pero no sé cuántos ni para qué sirven exactamente. Necesitaría más tiempo para averiguarlo.
—¿Por qué es tan difícil?
—La verdad es que no lo es. La mayoría de los hechizos son fáciles de detectar, a no ser que se haya hecho el esfuerzo de ocultarlos. E incluso en ese caso, la magia siempre deja ciertas pistas visibles para quién sepa dónde mirar. Pero me preocupa la posibilidad de que algunos de esos hechizos puedan ser trampas destinadas a evitar que nadie toque los hechizos de las puertas. Si fuera así, y yo los abordara directamente, ¿quién sabe qué podría suceder? Me podría derretir ante tus propios ojos, y ese es un destino que evitaré si puedo.
—¿Quieres quedarte aquí mientras nosotros continuamos?
Carn negó con la cabeza.
—No me parece sensato dejaros desprotegidos mientras estamos lejos del campamento. Regresaré después de que se haya puesto el sol para ver qué puedo hacer. Además, necesitaría estar más cerca de las puertas, y no me atrevo a aproximarme ahora, a la vista de los centinelas.
—Como prefieras.
Cuando Roran quedó satisfecho de haber averiguado todo lo posible acerca de la ciudad, hizo que Brigman los llevara a los molinos que quedaban más cerca de esa zona.
Los molinos eran tal y como Brigman los había descrito. El agua del canal caía por tres cascadas de seis metros cada una, en cuya base había una rueda de cubos. El agua llenaba los cubos haciendo girar las ruedas sin cesar, que estaban conectadas a tres edificios idénticos a través de tres ejes. Esos tres edificios se encontraban dispuestos el uno delante del otro siguiendo el terreno inclinado, y en cada uno de ellos una enorme piedra molía la harina para la gente de Aroughs. En ese momento, y aunque las ruedas giraban, debían de estar desconectadas del mecanismo del interior de los edificios, pues no se oía el ruido de las piedras de moler.
Roran desmontó delante del primer molino y recorrió el camino que pasaba entre los edificios. Observó las compuertas que había arriba de las cascadas y que controlaban la cantidad de agua que caía por ellas. Las compuertas estaban abiertas, pero había un buen charco de agua detrás de las tres ruedas, que giraban lentamente. Se detuvo a mitad de la cuesta y plantó los pies con firmeza en la hierba. Cruzó los brazos y bajó la cabeza con actitud pensativa. Necesitaba averiguar de qué manera podía hacerse con el control de Aroughs.
Estaba seguro de que existía algún truco o alguna forma de conseguir que esa ciudad se abriera como una calabaza madura, pero de momento se le escapaba. Estuvo reflexionando en ello hasta que se cansó. Entonces permaneció escuchando el crujido de los ejes al girar y el chapoteo del agua al caer por las cascadas.
A pesar de que eran sonidos tranquilizadores, en Roran despertaban un punzante desasosiego, pues le recordaban el molino de Dempton, en Therinsford, donde había ido a trabajar el día en que los Ra’zac habían incendiado su casa y habían torturado y matado a su padre. Intentó apartar esos recuerdos, pero no consiguió evitar que se le hiciera un nudo en el estómago. «Si hubiera esperado unas horas más en marcharme, le habría podido salvar.» Pero su parte más práctica replicó: «Sí, y los Ra’zac me hubieran matado sin darme tiempo a levantar una mano. Sin Eragon allí para protegerme, me hubiera encontrado tan indefenso como un recién nacido». En ese momento, Baldor se puso a su lado.
—Todos se están preguntando si ya has decidido cuál va a ser el plan —le dijo.
—Tengo algunas ideas, pero ningún plan. ¿Y tú?
Baldor también cruzó los brazos.
—Podríamos esperar a que Nasuada mandara a Eragon y a Saphira en nuestra ayuda.
—¡Bah!
Los dos permanecieron unos instantes contemplando el agua correr. Al fin, Baldor dijo:
—¿Y si les pides que se rindan? Quizá se asusten tanto al oír tu nombre que abran las puertas, se arrodillen a tus pies y te pidan clemencia.
Roran soltó una carcajada.
—Dudo que hayan llegado noticias de mí hasta Aroughs. Pero… —Se rascó la barba—. Quizá pudiera valer la pena intentarlo, aunque solo fuera para inquietarlos un poco.
—Si consiguiéramos entrar en la ciudad, ¿podríamos mantenerla con tan pocos hombres?
—Quizá sí, quizá no.
Después de una pausa, Baldor preguntó:
—¿Hemos llegado lejos, eh?
—Sí.
Volvieron a quedarse en silencio; el único sonido era el del agua que hacía girar las ruedas. Finalmente, Baldor dijo:
—Aquí no se debe de derretir tanta nieve como en casa, porque si fuera así, las ruedas quedarían medio sumergidas en primavera.
Roran negó con la cabeza.
—No importa cuánta nieve o lluvia caiga. Las compuertas les permiten regular la cantidad de agua que hace mover las ruedas.
—Pero ¿y si el nivel del agua supera la parte superior de las compuertas?
—Entonces, con suerte, la jornada de molienda ya habrá terminado. Pero, en cualquier caso, se desmonta el mecanismo, se levantan las compuertas y…
Roran se calló. Por la cabeza le pasó una rápida sucesión de imágenes y sintió que el cuerpo se le llenaba de un calor agradable, como si se acabara de beber un tonel de hidromiel de un trago.
«¿Podría hacerlo? —pensó, eufórico—. ¿Funcionaría de verdad, o…? No importa. Tenemos que intentarlo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?»
Roran caminó hasta el centro de la parte de en medio de la pequeña presa y agarró la rueda que se utilizaba para abrir y cerrar las puertas. La rueda estaba apretada y costaba de girar, a pesar de que hizo fuerza con todo el cuerpo.
—¡Ayúdame! —le gritó a Baldor, que se había quedado a la orilla del canal y que lo observaba con extrañeza e interés.
Baldor llegó hasta Roran y entre los dos consiguieron cerrar la compuerta. Luego, y sin querer dar más explicaciones, Roran insistió en que hicieran lo mismo con las compuertas de arriba y de abajo.
Cuando todas estuvieron bien cerradas, se dirigió hacia Carn, Brigman y los demás y les hizo una señal para que bajaran de los caballos y se acercaran a él. Esperó, impaciente y dando golpecitos sobre el martillo, a que los hombres obedecieran.
—¿Qué hay? —preguntó Brigman cuando llegó a su lado.
Roran los miró a los ojos uno a uno para asegurarse de que le prestaban toda su atención:
—Bien, vamos a hacer lo siguiente…
Y estuvo hablando deprisa y con ardor durante media hora. Les explicó todo lo que se le había ocurrido en ese instante de revelación.
Mientras hablaba, Mandel empezó a sonreír. Baldor, Delwin y Hamund, a pesar de que permanecieron más serios, también se mostraron excitados por la audacia del plan. Roran se alegró al ver esa reacción, pues se había esforzado mucho por conseguir su confianza y le animaba darse cuenta de que continuaba contando con su apoyo. Su único miedo era que pudiera decepcionarlos: de todos los destinos imaginables, solamente el de perder a Katrina era peor que ese.
Sin embargo, Carn no parecía del todo convencido, lo cual no sorprendió a Roran, que ya se lo esperaba. Pero las dudas del mago no eran nada comparadas con la incredulidad de Brigman.
—¡Estás loco! —exclamó cuando Roran acabó de hablar—. No funcionará.
—¡Retira esas palabras! —exclamó Mandel, dando un salto hacia él con los puños cerrados—. ¡Roran ha ganado más batallas de en las que tú has luchado, y lo ha hecho con menos guerreros de los que tú has tenido bajo tus órdenes!
Brigman soltó un bufido de burla y torció los labios en una desagradable mueca.