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Authors: Christopher Paolini

Legado (8 page)

BOOK: Legado
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De repente, Arya apartó las manos del corazón de corazones con una exclamación ahogada, como si se las hubiera quemado. Bajó la cabeza y Eragon se fijó en que el mentón le temblaba un poco.

—Es la criatura más infeliz que he visto nunca… Ojalá pudiéramos ayudarla. No creo que sea capaz de encontrar la salida de esa oscuridad él solo.

—¿Crees que…? —Eragon dudó un instante, sin atreverse a decir en voz alta lo que sospechaba, pero al final continuó—: ¿Crees que se volverá loco?

—Quizá ya le haya sucedido. Si no es así, se encuentra al borde de la locura.

Los dos contemplaron la piedra dorada unos instantes. Eragon sentía una gran tristeza. Cuando por fin fue capaz de decir algo, preguntó:

—¿Dónde está la
dauthdaert
?

—Escondida en mi tienda, igual que tú has ocultado el eldunarí de Glaedr. La puedo traer aquí, si quieres, o puedo continuar guardándola hasta que la necesites.

—Guárdala. No la puedo llevar conmigo, pues así Galbatorix se enteraría de que existe. Además, sería una locura guardar tantos tesoros en un único sitio.

Arya asintió. Eragon, a su lado, sintió que el desasosiego lo dominaba.

—Arya, yo…

Pero en ese instante se vio interrumpido por una visión de Saphira: uno de los hijos de Horst, el herrero —Albriech, pensó Eragon, aunque era difícil distinguirlo de su hermano Baldor a causa de la visión distorsionada de Saphira— corría en dirección a la tienda. Esa distracción le alivió, pues no sabía exactamente qué era lo que se disponía a decirle a Arya.

—Viene alguien —anunció, cerrando la tapa del cofre.

Fuera, se oyó el chapoteo de unos pasos sobre el barro, y entonces Albriech —porque se trataba de él— gritó:

—¡Eragon! ¡Eragon!

—¡Qué!

—¡Mi madre acaba de empezar a tener dolores de parto! Mi padre me ha mandado para que te lo diga y te pida que esperes con él por si acaso algo fuera mal y nos hiciera falta tu magia. Por favor, si puedes…

Fuera lo que fuera lo que el chico dijera después, Eragon no lo oyó.

Se apresuró a enterrar el cofre, se echó la capa por los hombros y ya se había enredado con la cortina de la puerta cuando Arya lo tocó en el brazo y le dijo:

—¿Puedo acompañarte? Tengo un poco de experiencia en estos casos. Si mi gente me lo permite, puedo hacer que su parto sea más fácil.

Eragon ni siquiera se paró a meditar la respuesta. Hizo un gesto hacia la puerta y dijo:

—Tú primero.

¿Qué es un hombre?

El barro se pegaba a las botas de Roran cada vez que levantaba un pie del suelo, retrasando su avance y haciendo que sus piernas, ya cansadas, casi le quemaran por el esfuerzo. Era como si el mismo suelo intentara arrancarle el calzado. Además de espeso, el barro estaba muy resbaladizo, y cedía bajo el peso de su cuerpo en los peores momentos, justo cuando su equilibrio era más precario. Por otro lado, formaba una capa muy honda. El paso continuado de hombres, animales y carromatos había convertido los quince centímetros de tierra de la superficie en un cenagal casi imposible de transitar. A ambos lados del camino —que cruzaba en línea recta el campamento de los vardenos— todavía quedaban algunos trozos de hierba pisoteada. Roran pensó que pronto desaparecerían bajo las botas de los hombres que intentaban no pisar el barro.

Por el contrario, él no se esforzaba en evitarlo. Ya no le importaba que sus ropas se ensuciaran. Además, estaba completamente agotado y le resultaba más fácil continuar con paso lento y pesado en la misma dirección que tener que saltar de un trozo de hierba al siguiente.

Mientras caminaba, pensaba en Belatona. Desde la audiencia de Nasuada con los hombres gato, él se había ocupado de erigir un puesto de mando en el cuadrante noroeste de la ciudad y había hecho todo lo posible para hacerse con el control de esa zona: había ordenado apagar fuegos, registrar las casas en busca de soldados y confiscar todas las armas. Era una tarea enorme. Roran no tenía esperanzas de poder de llevarla a cabo por completo y temía que la ciudad estallara en otra confrontación. «Espero que esos idiotas sean capaces de pasar la noche sin hacerse matar.»

El costado izquierdo le dolía tanto que tenía que apretar los dientes y aguantar la respiración para seguir adelante.

«Maldito cobarde.»

Alguien le había disparado con una ballesta desde uno de los tejados. Roran se había salvado por los pelos: uno de sus hombres, Mortenson, se había colocado delante de él justo en el momento en que su atacante disparaba. El virote le había entrado por la parte baja de la espalda y le había atravesado el vientre, y a pesar de ello, todavía había conseguido impactar con fuerza en el costado de Roran y provocarle un feo moratón. Mortenson había muerto en el acto; el hombre que le había disparado había conseguido escapar.

Al cabo de pocos minutos, una explosión extraña —posiblemente provocada con artes mágicas— había matado a dos más de sus hombres cuando estos entraban en uno de los establos para averiguar cuál era la causa de unos ruidos que les habían llamado la atención.

Al parecer, ese tipo de ataques eran habituales en toda la ciudad.

No cabía duda de que los agentes de Galbatorix estaban detrás de muchos de ellos, pero los habitantes de Belatona también eran responsables: hombres y mujeres que no podían soportar quedarse pasivos mientras un ejército invasor se hacía con el mando de sus casas, y a quienes no importaba lo honorables que pudieran ser las intenciones de los vardenos. Roran comprendía que esas personas sintieran la necesidad de defender a sus familias, pero al mismo tiempo los maldecía por ser tan cerrados de mente y no entender que los vardenos intentaban ayudarlos, en lugar de hacerles daño.

Se detuvo un momento y, rascándose la barba, esperó a que un enano apartara su poni, que iba cargado con un inmenso fardo.

Cuando el camino quedó despejado, Roran continuó su lento progreso.

Al llegar cerca de su tienda divisó a Katrina, que se encontraba restregando una venda manchada de sangre contra una tabla de lavar al lado de una tina llena de agua. Se había subido las mangas por encima de los codos, llevaba el cabello sujeto formando un desordenado moño y tenía las mejillas encendidas por el esfuerzo, pero a Roran nunca le había parecido tan bonita. Ella era su descanso

—su descanso y su refugio—, y el mero hecho de verla le aliviaba de esa sorda sensación de estar desencajado que lo atenazaba.

En cuanto lo vio, Katrina abandonó la colada, corrió hacia él secándose las manos enrojecidas en la parte delantera del vestido y se lanzó sobre él, rodeándole el pecho con los brazos. Roran soltó un rápido gruñido de dolor. Inmediatamente, ella se soltó y se apartó un poco. Con el ceño fruncido, exclamó:

—¡Oh! ¿Te he hecho daño?

—No…, no. Es solo que tengo el cuerpo un poco dolorido.

Ella no le preguntó nada; se limitó a abrazarlo otra vez, con mayor suavidad, y levantó la mirada hacia él con los ojos húmedos. Roran la abrazó por la cintura y la besó, inexpresablemente agradecido de su presencia.

Katrina se puso un brazo de él encima de los hombros y Roran no se resistió a su ayuda. Caminaron hasta la tienda. Una vez que estuvieron dentro, él se dejó caer encima de un trozo de tronco que utilizaban como asiento y que Katrina acababa de colocar delante de un pequeño fuego con el que había calentado la tina de agua y que ahora hacía hervir un guisado. La chica puso un poco de guisado en un cuenco y se lo ofreció. Luego fue a buscar una jarra de cerveza y un plato con media rebanada de pan y un trozo de queso.

—¿Necesitas algo más? —preguntó con una voz extrañamente ronca.

Roran no contestó. Se limitó a ponerle una mano en la mejilla y se la acarició dos veces con el pulgar. Ella sonrió, temblorosa, y puso su mano encima de la de él. Luego volvió a concentrarse en sus tareas y empezó a barrer con el ánimo renovado.

Roran permaneció largo rato mirando el cuenco sin empezar a comer. Todavía se sentía demasiado tenso, y no creía que el estómago le aceptara el alimento. Pero después de dar unos mordiscos al pan notó que recuperaba el apetito y se dispuso a comer con ganas.

Cuando hubo terminado, dejó los platos en el suelo y se quedó sentado calentándose las manos al fuego mientras daba los últimos tragos de cerveza.

—Oímos el estruendo cuando las puertas cayeron —dijo Katrina, escurriendo un trapo—. No aguantaron mucho tiempo.

—No… Tener un dragón de tu lado es una ayuda.

Katrina tendió el trapo en la cuerda que habían atado entre dos postes de la tienda. Mientras lo hacía, Roran observó su vientre. Cada vez que pensaba en el niño que esperaban, el niño que habían creado juntos, sentía un enorme orgullo; pero ese orgullo estaba teñido de cierta ansiedad, pues no sabía cómo podría ofrecer un hogar seguro a su hijo. Además, si la guerra no había terminado cuando Katrina diera a luz, ella pensaba separarse de Roran para irse a Surda, donde podría criar a su hijo con relativa tranquilidad.

«No puedo perderla, otra vez no.»

Katrina sumergió otra venda en la tina.

—¿Y la batalla de la ciudad? —preguntó, removiendo el agua—. ¿Cómo ha ido?

—Hemos tenido que luchar a cada paso. Incluso para Eragon ha sido duro.

—Los heridos hablaban de unas ballestas montadas encima de unas ruedas.

—Sí. —Roran dio un trago y describió rápidamente cómo los vardenos habían avanzado por Belatona y los contratiempos que habían encontrado al hacerlo—. Hemos perdido demasiados hombres hoy, pero hubiera podido ser peor. Mucho peor. Jörmundur y el capitán Martland habían planificado bien el ataque.

—Pero sus planes no hubieran salido bien de no haber sido por ti y por Eragon. Te has comportado con la mayor valentía.

Roran soltó una carcajada:

—¡Ja! ¿Y sabes por qué ha sido? Te lo voy a decir. No hay un solo hombre que esté dispuesto a atacar al enemigo. Eragon no se da cuenta, porque siempre está en la vanguardia de la batalla dirigiendo a los soldados, pero yo sí me doy cuenta. La mayoría de los hombres se quedan rezagados y no luchan a no ser que se encuentren acorralados. O, si no, se dedican a ir por ahí agitando los brazos y montando un gran escándalo, pero sin hacer nada.

Katrina se mostró horrorizada:

—¿Cómo es posible? ¿Es que son cobardes?

—No lo sé. Creo…, creo que, quizá, no son capaces de matar a un hombre mirándole a la cara, aunque les resulta muy fácil acabar con los soldados que les dan la espalda. Así que esperan recibir órdenes para hacer lo que no pueden hacer por sí mismos. Esperan a gente como yo.

—¿Crees que los hombres de Galbatorix hacen lo mismo?

Roran se encogió de hombros.

—Es posible. Pero ellos no pueden hacer otra cosa que obedecer a Galbatorix. Si él les ordena que luchen, luchan.

—Nasuada podría hacer lo mismo. Podría hacer que los magos formularan unos hechizos para que nadie pudiera eludir su deber.

—¿Y entonces qué diferencia habría entre ella y Galbatorix? De todas formas, los vardenos no lo tolerarían.

Katrina dejó la colada para ir a darle un beso en la frente.

—Me alegro de que hagas lo que haces —susurró. Regresó a la tina y empezó a restregar otro trozo de lino en la tabla de fregar—. Antes percibí una cosa, venía del anillo… Pensé que quizá te había pasado algo.

—Estaba en medio del campo de batalla. No sería extraño que hubieras recibido una punzada cada cinco minutos.

Katrina se quedó quieta un momento con los brazos dentro del agua.

—Nunca me había pasado antes.

Roran se bebió lo que quedaba de cerveza, como si quisiera postergar lo inevitable. Habría querido evitarle los detalles de lo que le había sucedido en el castillo, pero estaba claro que Katrina no dejaría de insistir hasta que supiera la verdad. Intentar convencerla de que no había pasado nada solo serviría para que ella imaginara cosas mucho peores. Además, no tenía sentido que lo mantuviera en secreto, pues pronto todos los vardenos tendrían noticia de lo sucedido.

Así que se lo contó. Le resumió lo ocurrido e intentó que el derrumbe de la pared pareciera más un molesto contratiempo que una adversidad que había estado a punto de matarlo. A pesar de ello, le resultó difícil describir la experiencia: hablaba de forma entrecortada, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas. Cuando terminó el relato, se quedó en silencio, perturbado por el recuerdo de ese desagradable episodio.

—Por lo menos no estás herido —dijo Katrina.

Él mordisqueó el borde descascarillado de la jarra, distraído.

—No.

Roran no la miró, pero dejó de oír el sonido del agua y notó los ojos de ella clavados en él.

—Te has enfrentado a peligros mayores antes.

—Sí…, supongo.

—¿Qué es lo que pasa, entonces? —preguntó Katrina en un tono más dulce. Al ver que él no contestaba, añadió—: No hay nada que no puedas contarme por terrible que sea, Roran. Tú lo sabes.

El chico cogió la jarra otra vez y se arañó el pulgar con el borde.

Mientras acariciaba la parte descascarillada con aire pensativo, dijo:

—Cuando la pared se derrumbó, creí que iba a morir.

—Cualquiera lo habría creído, en tu lugar.

—Sí, pero la cuestión es que «no me importó». —Levantó la vista y la miró con ojos angustiados—. ¿No lo comprendes? «Abandoné.»

Cuando me di cuenta de que no podía escapar, lo acepté con la misma mansedumbre que la de un cordero que llevan al matadero, y yo… —Incapaz de continuar hablando, soltó la jarra y se cubrió el rostro con las dos manos. Tenía un nudo en la garganta tan grande que le resultaba difícil respirar. Pronto notó el contacto suave de los dedos de Katrina sobre los hombros—. Abandoné —gruñó, furioso y enojado consigo mismo—. Dejé de luchar…, por ti… por nuestro hijo.

—Sintió que se ahogaba al pronunciar esas palabras.

—Shh, shh —lo tranquilizó ella.

—Nunca antes había abandonado. Ni una sola vez… Ni siquiera cuando los Ra’zac te secuestraron.

—Ya lo sé.

—Esta lucha tiene que terminar. No puedo continuar así… No puedo… Yo… —Roran levantó la cabeza y se alarmó al ver que Katrina estaba a punto de llorar. Se puso en pie y la abrazó con fuerza—. Lo siento —susurró—. Lo siento. Lo siento. Lo siento… No volverá a pasar. Nunca más. Lo prometo.

—«Eso» me da igual —dijo ella con la cara hundida en el pecho de él.

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