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Authors: Christopher Paolini

Legado (4 page)

BOOK: Legado
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Preferirían morir antes que…

—Galbatorix no ha tenido nada que ver con esto, y aunque no fuera así, no le daría un arma tan rara y poderosa a un hombre que no fuera capaz de protegerla. De entre todas las armas que existen en toda Alagaësia, esta es la que Galbatorix menos desearía que nosotros tuviéramos.

—¿Por qué?

Blödhgarm, en un tono de voz ligeramente ronroneante, dijo:

—Porque, Eragon
Asesino de Sombra
, esta es una
dauthdaert
.

—Y se llama
Niernen
, la Orquídea —añadió Arya.

La elfa señaló las líneas talladas en la hoja. Eragon se dio cuenta que se trataba de una estilización de los signos de escritura élficos: unas formas curvas que se entrelazaban y terminaban en unas puntas largas y afiladas.

—¿Una
dauthdaert
?

Arya y Blödhgarm lo miraron, incrédulos, y Eragon se encogió de hombros, avergonzado por su falta de conocimientos. Durante décadas, los elfos jóvenes habían tenido el privilegio de recibir educación con los mayores eruditos de su raza. A Eragon le resultaba frustrante que a él su tío Garrow ni siquiera le hubiera enseñado a leer y a escribir, por considerarlo poco importante.

—Solo aprendí a leer un poco en Ellesméra. ¿Qué es? ¿Fue forjada durante la Caída de los Jinetes para ser utilizada contra Galbatorix y los Apóstatas?

Blödhgarm negó con la cabeza:


Niernen
es muchísimo más antigua.

—Las
dauthdaert
s —explicó Arya— surgieron del miedo y del odio que caracterizaron los últimos años de nuestra guerra contra los dragones. Nuestros herreros y hechiceros más hábiles las fabricaron con materiales que ya no se conocen, las cargaron con unos hechizos cuyas palabras ya no se recuerdan y las bautizaron, a las doce, con los nombres de las flores más hermosas, aunque esa asociación resulta un poco desagradable porque las hicimos con un único objetivo: matar a los dragones.

Eragon sintió una gran repulsión al mirar la brillante hoja.

—¿Y lo consiguieron?

—Los que lo presenciaron afirman que la sangre de los dragones caía del cielo como en un chaparrón de verano.

Saphira emitió un siseo fuerte y agudo. Eragon le echó un vistazo y vio con el rabillo del ojo que los vardenos continuaban manteniendo su posición delante de la torre del homenaje, esperando a que él y la dragona volvieran a tomar el mando de la ofensiva.

—Se creía que todas las
dauthdaert
s habían sido destruidas o que se habían perdido —dijo Blödhgarm—. Es evidente que estábamos equivocados.
Niernen
debió de pasar a manos de la familia Waldgrave, y ellos debieron de haberla escondido aquí, en Belatona. Supongo que cuando nosotros traspasamos los muros de la ciudad, a Lord Bradburn le falló el coraje y ordenó que le trajeran
Niernen
del arsenal pensando que así podría deteneros a ti y a Saphira. No me cabe duda de que Galbatorix montaría en cólera si se enterara de que Bradburn ha intentado matarte.

Eragon sabía que era necesario darse prisa, pero su curiosidad no le permitió dejar el tema ahí.

—Sea o no una
dauthdaert
, todavía no me has explicado por qué Galbatorix no querría que nosotros la tuviéramos. —Señaló la lanza y preguntó—: ¿Qué hace que
Niernen
sea más peligrosa que esa lanza de ahí o, incluso, que
Bris
… —se calló a tiempo para no pronunciar el nombre completo y continuó—, que mi espada?

Fue Arya quien respondió.

—No se puede romper de forma normal, el fuego no la puede dañar, y es casi completamente inmune a la magia, tal como tú mismo has visto. Las
dauthdaert
s fueron diseñadas para que no las afectara ningún hechizo que los dragones pudieran lanzarles, y para proteger de la misma forma a quien las empuñara, lo cual es sobrecogedor conociendo la fuerza, complejidad y naturaleza inesperada de la magia de los dragones. Aunque Galbatorix se haya protegido, a sí mismo y a Shruikan, con más escudos mágicos que nadie de Alagaësia, es posible que
Niernen
sea capaz atravesar esas defensas como si no existieran.

Eragon se mostró lleno de júbilo al comprender qué significaba eso:

—Tenemos que…

Pero en ese momento, un chillido lo interrumpió.

Era un sonido penetrante, cortante, escalofriante, como el del metal al ser frotado contra la roca. Eragon sintió la vibración incluso en los dientes e, inmediatamente, se tapó los oídos con ambas manos haciendo una mueca mientras se giraba para ver si conseguía localizar de dónde procedía. Saphira agitó la cabeza y emitió un gemido de angustia que Eragon oyó a pesar del estruendo. Tuvo que mirar a su alrededor dos veces hasta que pudo distinguir una nube de polvo que se levantaba desde el muro de la torre: en él se había abierto una grieta de unos treinta centímetros de ancho, por debajo de la semidestruida ventana de la sala donde Blödhgarm había matado al mago. A pesar de que la intensidad del chirrido aumentaba, Eragon se arriesgó a destaparse un oído para poder señalar en dirección a la grieta.

—¡Mira! —le gritó a Arya, y ella asintió con la cabeza.

Eragon volvió a cubrirse el oído de inmediato. Entonces, inesperadamente, el sonido cesó. El chico esperó un momento antes de bajar ambas manos; por primera vez en su vida, deseó no tener el oído tan sensible. Al instante, la grieta se abrió más y más, y se alargó hacia abajo, hacia la parte superior de la puerta, rompiendo la piedra del muro como si fuera un rayo y rociando de piedras el suelo.

Todo el castillo pareció gemir, y la parte delantera de la torre, desde la ventana rota hasta la clave del arco de la puerta, empezó a inclinarse hacia delante.

—¡Corred! —gritó Eragon a los vardenos.

Sin embargo, los hombres ya se habían dispersado por todo el patio, desesperados por salir de debajo de aquella pared. Eragon dio un paso hacia delante con todos los músculos del cuerpo en tensión: no veía a Roran por ninguna parte.

Por fin lo encontró: estaba atrapado al final del último grupo de hombres que quedaba delante de la puerta, y les gritaba desaforadamente, pero Eragon no podía oír sus palabras, pues el sonido se perdía en medio de la conmoción. La pared continuaba cediendo hacia delante, separándose cada vez más del edificio, y unas piedras cayeron encima de Roran. Él perdió el equilibrio y se vio obligado a refugiarse debajo del arco de la puerta.

Las miradas de Roran y de Eragon se encontraron un instante.

Eragon vio en sus ojos un miedo y una impotencia rápidamente sustituidas por la resignación, como si su amigo supiera que, por mucho que corriera, no conseguiría salvarse a tiempo.

Roran sonrió con cierta amargura.

Y la pared se derrumbó.

La avalancha

—¡No! —gritó Eragon al ver que la pared de la torre se derrumbaba con un clamoroso estruendo y enterraba a Roran y a otros cinco bajo una montaña de piedras de seis metros de alto.

Una oscura nube de polvo llenó el patio. Eragon había gritado con tanta fuerza que la voz se le quebró. Notó el sabor metálico de la sangre en la garganta y empezó a toser, doblándose sobre sí mismo.


Vaetna
—consiguió pronunciar, haciendo un gesto con la mano.

La densa nube de polvo gris se abrió emitiendo un sonido como el de la seda al rasgarse. Eragon pudo mirar hacia el centro del patio.

Estaba tan preocupado por lo que le había sucedido a Roran que casi no se dio cuenta de la fuerza que había perdido al pronunciar ese hechizo.

—No, no, no, no —decía—. No es posible que haya muerto. No es posible, no es posible, no es posible…

Como si por el mero hecho de repetirlo pudiera hacerlo realidad, Eragon continuó pronunciando mentalmente la frase. Pero cada vez que lo hacía, se trataba menos de una certeza o una esperanza que de una oración elevada a los cielos.

Arya y unos cuantos guerreros vardenos se encontraban delante de él, todavía tosiendo y frotándose los ojos con las manos. Muchos de ellos continuaban agachados, como si esperaran una explosión; otros miraban boquiabiertos la torre destrozada. Las piedras de la pared se habían desparramado por todo el suelo del patio, ocultando el mosaico. Dos habitaciones y media del segundo piso de la torre, y una del tercero —la habitación donde el mago había muerto de forma tan violenta— habían quedado expuestas a los elementos. Las estancias y sus muebles se veían sucios y gastados a la luz del sol.

En su interior, unos cuantos soldados armados con ballestas se apartaban a cuatro patas del precipicio ante el cual se habían encontrado de repente y, empujándose y dándose codazos, se precipitaban hacia las puertas para desaparecer en las profundidades de la torre del homenaje.

Eragon intentó hacerse una idea de lo que debía de pesar uno solo de los bloques de piedra que habían formado el montón: debían de ser más de doscientos kilos. Si los elfos, Saphira y él trabajaban juntos, seguro que podrían levantar las piedras utilizando la magia, pero ese esfuerzo los debilitaría y los dejaría vulnerables. Además, tardarían demasiado tiempo. Por un momento, Eragon pensó en Glaedr —el dragón dorado tenía fuerza más que suficiente para levantar todas las piedras a la vez—, pero en ese momento la rapidez era un factor esencial y tardaría demasiado en sacar el eldunarí de Glaedr. Y, en cualquier caso, Eragon sabía que no conseguiría convencer a Glaedr de que hablara con él, y mucho menos de que lo ayudara a rescatar a Roran y a los demás hombres. Entonces recordó la imagen de su primo justo antes de que la avalancha de piedras cayera sobre él, de pie, debajo del arco de la puerta de la torre. De repente, con un sobresalto, comprendió lo que tenía que hacer.

—¡Saphira, ayúdalos! —gritó Eragon al tiempo que tiraba su escudo al suelo y se lanzaba a la carrera.

Oyó que, a sus espaldas, Arya decía algo en el idioma antiguo, una frase corta que podía ser algo así como «¡Esconde esto!». Al instante vio que la elfa se colocaba a su lado y corría con él llevando la espada en la mano, lista para presentar batalla.

Al llegar al pie del montón de piedras, Eragon dio un salto tan alto como le fue posible y cayó sobre un pie encima de uno de los bloques, desde donde se impulsó otra vez hacia el siguiente. Así continuó, como una cabra que escala la pendiente de un precipicio.

No le gustaba poner en peligro la estabilidad de las piedras, pero esa era la manera más rápida de llegar a su destino.

Con un último esfuerzo, Eragon saltó al interior del segundo piso y cruzó la estancia corriendo. Abrió la puerta del otro extremo con un empujón tan fuerte que rompió las bisagras y la puerta salió volando hacia el pasillo con los tablones de madera hechos añicos.

Eragon corrió por el pasillo. Su propia respiración le resonaba en los oídos, como si los tuviera repentinamente llenos de agua. Eragon redujo la velocidad al ver que se acercaba a una puerta abierta, al otro lado de la cual cinco hombres armados discutían mientras señalaban un mapa. Ninguno de ellos se dio cuenta de la presencia de Eragon, que continuó corriendo.

Al girar una esquina, chocó contra un soldado que caminaba en dirección contraria y se golpeó la frente contra el borde de su escudo.

Aturdido y con la visión borrosa, Eragon se sujetó al escudo y los dos recorrieron el pasillo agarrados y forcejeando como dos bailarines borrachos. El soldado, mientras luchaba por mantener el equilibrio, soltó una maldición:

—¿Qué te pasa, maldito…? —empezó a decir, pero en cuanto vio el rostro de Eragon, abrió los ojos con sorpresa y exclamó—: ¡Tú!

Sin esperar, Eragon clavó el puño en el estómago del soldado, justo debajo de las costillas, con tanta fuerza que este salió volando por los aires y fue a chocar contra el techo.

—Yo —asintió Eragon, cuando el soldado cayó al suelo, sin vida.

Continuó corriendo por el pasillo. La velocidad de su pulso parecía haberse doblado desde que había entrado en la torre, y se sentía como si el corazón estuviera a punto de estallarle en el pecho.

«¿Dónde está?», pensó mientras miraba, frenético, por otra puerta que daba a una habitación vacía.

Por fin, al otro extremo de un lúgubre pasillo secundario, vio una escalera de caracol. Se lanzó escaleras abajo saltando los escalones de cinco en cinco en dirección al primer piso, y solamente hizo una pausa para empujar a un sorprendido arquero que le entorpecía el paso. La escalera terminaba en un cámara de techos altos y abovedados que recordaba la catedral de Dras-Leona. Eragon miró a su alrededor: escudos, armas y banderines rojos colgados de las paredes; antorchas sujetas a soportes de hierro forjado; hogares de chimenea apagados; largas y oscuras mesas de caballete alineadas a ambos lados de la sala, y, a uno de los extremos de esta, una tarima sobre la que un hombre barbudo y vestido con una túnica se encontraba de pie ante un sillón de respaldo alto. A la derecha, entre él y las puertas que conducían a la entrada de la torre, había un contingente de unos cincuenta soldados o más. El gesto de sorpresa de los soldados hizo brillar el hilo de oro de sus casacas.

—¡Matadle! —ordenó el hombre de la túnica, pero su tono de voz era más de miedo que de mando—. ¡Quien le mate recibirá una tercera parte de mi tesoro! ¡Lo prometo!

Eragon sintió una profunda frustración al verse entorpecido otra vez.

Sacó la espada de su funda, la levantó por encima de la cabeza y gritó:

—¡
Brisingr
!

Inmediatamente, unas furiosas lenguas de fuego azul rodearon el filo de la espada y danzaron hacia la punta. Eragon notó el calor del fuego en la mano, el brazo y un lado de la cara. Entonces, bajó la mirada hasta los soldados y gruñó:

—Fuera.

Los soldados dudaron un instante, pero al final dieron media vuelta y salieron huyendo. Eragon cargó hacia delante sin hacer caso de los aterrorizados soldados que se habían quedado rezagados y que se encontraron al alcance de la espada llameante. Uno de esos hombres tropezó y cayó delante de él, pero Eragon saltó por encima sin ni siquiera rozarle la borla del yelmo. El aire que levantaba a su paso empujaba las llamas de fuego de la espada hacia atrás, como crines de un caballo al galope. Al llegar a la doble puerta principal de la sala, encogió los hombros y la atravesó como una bala, saliendo a una sala larga y ancha rodeada de unas recámaras repletas de soldados —y engranajes, poleas y otros mecanismos que se utilizaban para subir y bajar las puertas de la torre— y continuó corriendo a toda velocidad hasta un rastrillo que cortaba el paso al lugar en que Roran se encontraba cuando la pared de la torre se había desmoronado. Sin detenerse, cargó contra el rastrillo con todas sus fuerzas y el hierro se doblegó un poco, pero no consiguió romperlo.

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