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Authors: Christopher Paolini

Legado (7 page)

BOOK: Legado
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Él y Saphira se encontraban en el patio del castillo, un poco alejados de los hombres que se afanaban en limpiarlo —apilando bloques de piedra y cuerpos en las carretillas— y de la gente que entraba y salía del edificio medio derruido, muchos de los cuales habían estado presentes durante la audiencia de Nasuada con el rey
Media Zarpa
y que ahora se marchaban para atender otros asuntos.

Blödhgarm y cuatro elfos estaban cerca de ellos, vigilando por si aparecía algún peligro.

—¡Eh! —gritó alguien.

Eragon levantó la vista y vio que Roran se acercaba hacia él desde la torre. Angela iba unos pasos por detrás, con el hilo de lana volando al viento tras ella y casi corriendo para seguir su ritmo.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Eragon en cuanto Roran se detuvo delante de él.

—A ayudar para proteger la ciudad y organizar a los prisioneros.

—Ah… —Eragon dejó vagar la vista por el atareado patio un momento y luego volvió a mirar el rostro amoratado de Roran—. Has luchado bien.

—Tú también.

Eragon dirigió la atención hacia Angela, que había vuelto a concentrarse en tejer. Movía los dedos con tal rapidez que no era posible seguir sus movimientos.

—¿Pío, pío? —preguntó.

Angela meneó la cabeza con expresión pícara y los rizos de su voluminoso cabello se agitaron con fuerza.

—Es una historia para otro momento.

Eragon aceptó esa evasiva sin quejarse. No esperaba que Angela le diera ninguna explicación, pues la herbolaria lo hacía pocas veces.

—¿Y tú? —preguntó Roran—. ¿Adónde vas?

Vamos a buscar un poco de comida
—respondió Saphira, dándole un suave cabezazo a Eragon y exhalando un bufido caliente.

Roran asintió con la cabeza.

—Eso parece lo mejor. Así pues, nos vemos en el campamento esta noche. —Mientras se daba la vuelta para alejarse, añadió—: Dile a Katrina que la quiero.

Angela guardó las agujas y la lana en un bolso acolchado que llevaba colgado de la cintura.

—Creo que yo también me marcharé. Tengo una poción al fuego, en la tienda, que debo vigilar, y hay uno de esos gatos al que quiero seguir.

—¿Grimrr?

—No, no…, a una vieja amiga mía…, la madre de Solembum. Si es que todavía sigue viva… —Formó un círculo con el índice y el pulgar de la mano, se lo acercó a la frente y terminó—: ¡Hasta pronto! —Y, sin más preámbulo, se marchó.

Sube a mi espalda
—dijo Saphira y, sin esperar, se puso en pie dejando a Eragon sin apoyo.

El chico trepó hasta la silla que la dragona llevaba sobre el cuello.

Ella desplegó las alas sin hacer más ruido que el suave murmullo de la fricción de la piel contra la piel. Sus movimientos provocaron una brisa silenciosa y suave como los rizos de la superficie de un lago.

Todos los que estaban en el patio se detuvieron para mirarla.

Mientras Saphira levantaba las alas por encima de su cabeza, Eragon se fijó en la red de venas de color púrpura que las surcaban, palpitantes, hinchándose y vaciándose a cada latido del corazón. De repente, con una sacudida, ambos se elevaron por los aires y el mundo giró como enloquecido alrededor de ellos: Saphira había saltado desde el patio hasta la cima del muro del castillo y, una vez allí, se detuvo en equilibrio encima de las almenas, que crujieron bajo la presión de sus garras. Eragon se sujetó con fuerza a una de las púas del cuello de Saphira para no caerse. Rápidamente, la dragona saltó del muro y el mundo giró otra vez. Eragon sintió un sabor y un olor acre mientras pasaban por en medio de la densa nube de humo que cubría Belatona como una sábana de dolor, rabia y tristeza.

Saphira aleteó con fuerza dos veces y emergieron a la luz del sol, planeando por encima de las calles de la ciudad, punteadas aquí y allá por fuegos inextinguidos. Sin mover las alas, la dragona se dejó llevar por el aire caliente para elevarse todavía más.

A pesar del cansancio que sentía, Eragon disfrutaba de la magnífica vista: la amenazadora tormenta que había estado a punto de engullir toda la ciudad de Belatona ahora aparecía blanca y brillante por uno de los costados, mientras que, un poco más lejos, la parte delantera de las nubes evolucionaba adoptando unos tonos entintados y opacos que los rayos iluminaban de vez en cuando. También llamaban su atención el brillante lago y los cientos de granjas, pequeñas y verdes, que se esparcían por todo el paisaje, pero nada resultaba tan impresionante como esa montaña de nubes.

Como siempre, Eragon se sintió privilegiado de poder ver el mundo desde esas alturas, pues sabía que muy pocas personas habían tenido la oportunidad de volar encima de un dragón.

Un fuerte viento se había despertado por el oeste, anunciando la inminente llegada de la tormenta. Eragon se agachó y se agarró todavía con más fuerza a la púa del cuello de Saphira. Los campos se ondulaban, brillantes, bajo la fuerza de la incipiente galerna, y Eragon pensó que eran como la pelambrera de una bestia enorme y verde.

Saphira voló por encima de las filas de tiendas en dirección al claro que tenía reservado; un caballo relinchó asustado. Al llegar a él, Eragon se incorporó sobre su silla mientras Saphira extendía las alas por completo, frenando, hasta que quedó casi inmóvil encima del trozo de tierra removida del claro. Cuando tocaron suelo, la fuerza del impacto hizo que Eragon cayera hacia delante.

Lo siento
—se disculpó la dragona—.
He procurado aterrizar con toda la suavidad posible.

Lo sé.

Mientras desmontaba, Eragon vio que Katrina corría hacia ellos. El cabello, largo y pelirrojo, se le arremolinaba alrededor del rostro, y la fuerza del viento le pegaba el vestido al cuerpo delatando su vientre abultado.

—¿Qué noticias traes? —preguntó levantando la voz y con una marcada expresión de preocupación.

—¿Has oído lo de los hombres gato?

Ella asintió con la cabeza.

—No hay ninguna noticia aparte de esa. Roran está bien; me ha pedido que te diga que te quiere.

La expresión de Katrina se suavizó, pero su preocupación no desapareció del todo.

—¿Se encuentra bien? —Mostró el anillo que llevaba en el anular de la mano izquierda, uno de los dos anillos que Eragon había hechizado para que ella y Roran pudieran saber si el otro estaba en peligro—. Me pareció sentir algo, hace más o menos una hora, y tenía miedo de que…

Eragon negó con la cabeza.

—Roran te lo explicará. Ha recibido unos cuantos golpes y rasguños, pero, aparte de eso, está bien. Eso sí, me dio un buen susto.

La expresión de inquietud de Katrina se intensificó, pero hizo un esfuerzo para sonreír:

—Por lo menos los dos estáis bien.

Se separaron. Eragon y Saphira se dirigieron a una de las desordenadas tiendas que se encontraban al lado de las lumbres de los vardenos, y allí se hartaron de carne y de hidromiel mientras oían el aullido del viento y la lluvia azotaba los laterales de la tienda.

Mientras Eragon masticaba un trozo de panceta asada, Saphira preguntó:

¿Está buena? ¿Para chuparse los dedos?

Mmm
—respondió Eragon, con las comisuras de los labios manchadas de aceite.

Recuerdos de los muertos

—Galbatorix está loco y, por tanto, es impredecible; pero, por otro lado, su razonamiento tiene ciertas lagunas que una persona normal no posee. Si las puedes descubrir, Eragon, quizá tú y Saphira le podáis derrotar.

Brom apartó la pipa de sus labios con expresión grave.

—Espero que lo hagáis. Mi mayor deseo, Eragon, es que tú y Saphira tengáis una vida larga y fructífera, libre del miedo a Galbatorix y al Imperio. Me gustaría poder protegerte de todos los peligros que os amenazan, pero, ¡ay!, eso no está en mi mano. Lo único que puedo hacer es ofrecerte mi consejo y enseñarte todo lo que pueda ahora que todavía estoy aquí…, hijo mío. Pase lo que pase, recuerda que te quiero, y que tu madre también te quería. Que las estrellas te protejan, Eragon Bromsson.

El chico abrió los ojos y el recuerdo se esfumó. Por encima de él, el techo de la tienda se hundía hacia dentro como el cuero de un odre vacío, flácido por el maltrato de la reciente tormenta. Una gota de agua se desprendió de uno de los pliegues y cayó sobre su muslo derecho traspasándole las calzas y helándole la piel. Pensó que debía ir a tensar las cuerdas de la tienda, pero tenía pereza de salir del catre.

¿Y Brom nunca te dijo nada de Murtagh? ¿No te contó que Murtagh y yo éramos medio hermanos?

Saphira, que se había echo un ovillo delante de la tienda, respondió:

El que me lo preguntes otra vez no va a hacer que mi respuesta sea distinta.

Pero ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué? Seguro que tenía conocimiento de Murtagh. No es posible que no lo tuviera.

Saphira tardó en contestar.

Brom siempre se guardaba sus motivos, pero imagino que pensó que era más importante decirte lo mucho que te quería, y darte todos los consejos que pudiera, que malgastar el tiempo hablando de Murtagh.

Pero podría haberme avisado. Unas cuantas palabras habrían sido suficiente.

No sé cuál fue su motivo, Eragon. Has de aceptar que siempre habrá preguntas acerca de Brom que no podrás responder. Confía en el amor que te tenía, y no permitas que ese tipo de pensamientos te incomoden.

Eragon bajó la mirada y clavó los ojos en los pulgares. Los puso el uno al lado del otro, para compararlos: tenía más arrugas en la segunda articulación del pulgar izquierdo que en la del derecho, pero en este dedo tenía una cicatriz pequeña e irregular que no recordaba cómo se había hecho, aunque debía de haber sido después del Agaetí Blödhren, la Celebración del Juramento de Sangre.

Gracias
, le dijo a Saphira.

A través de la dragona, Eragon había podido observar y escuchar el mensaje de Brom tres veces desde la derrota de Feinster, y en cada ocasión había notado algún detalle nuevo en el discurso o en el gesto de Brom. Esa experiencia lo había consolado y lo había satisfecho, pues le había permitido cumplir un deseo que lo había perseguido durante toda la vida: conocer el nombre de su padre y saber que este lo amaba.

Saphira contestó a su agradecimiento con un cálido destello afectuoso.

Aunque había comido y había estado reposando casi una hora, el cansancio todavía no había desaparecido. Pero Eragon no esperaba que se le pasara tan pronto: sabía por experiencia que se podía tardar semanas en recuperarse de la debilidad que provocaba una de esas interminables batallas. Y a medida que los vardenos se acercaran a Urû’baen, el ejército de Nasuada tendría cada vez menos tiempo para sobreponerse antes de entrar en otra confrontación. La guerra los iría desgastando hasta dejarlos ensangrentados, agotados y casi incapaces de seguir luchando, y justo en ese momento tendrían que enfrentarse a Galbatorix, que los habría estado esperando con tranquilidad y rodeado de comodidades.

Eragon procuraba no pensar demasiado en ello.

Otra gota de agua le cayó sobre la pierna, fría y dura. Irritado, bajó los pies al suelo y se sentó. Luego se acercó hasta un rincón de la tienda y se arrodilló en el suelo, ante un trozo de tierra removida.


Deloi sharjalví
—dijo, y después añadió unas cuantas frases más en el idioma antiguo para deshacer las trampas que había armado el día anterior.

El suelo empezó a agitarse, como si fuera agua hirviente, y de ese remolino de piedras, insectos y gusanos surgió un cofre de hierro de unos cuarenta centímetros de largo. Eragon lo cogió y deshizo el encantamiento. La tierra del suelo quedó en calma otra vez.

Abrió la tapa del cofre y un suave resplandor dorado iluminó toda la tienda. Dentro, bien sujeto en el forro de terciopelo, reposaba el eldunarí de Glaedr, el corazón de corazones del dragón. La piedra, grande y hermosa como una joya, desprendía un halo oscuro, como el de un ascua que se apagara. Eragon tomó el eldunarí con las dos manos y sintió el calor de sus facetas irregulares y afiladas en las palmas. Lo miró: en sus palpitantes profundidades, una pequeña galaxia de diminutas estrellas giraba alrededor del centro. Se dio cuenta de que la velocidad del giro era menor que la última vez que lo había observado, en Ellesméra, cuando Glaedr lo había expulsado de su cuerpo y lo había dejado al cuidado de Eragon y de Saphira. Como siempre, Eragon se quedó fascinado al verlo. Hubiera podido pasarse días enteros contemplando esa cambiante remolino estrellado.

Deberíamos intentarlo otra vez
—dijo Saphira.

Eragon asintió. Ambos proyectaron sus mentes al mismo tiempo hacia esas lucecitas distantes, hacia ese mar de estrellas que era la conciencia de Glaedr. Navegaron a través del frío y la oscuridad; luego atravesaron el calor, la desesperanza y la indiferencia, y su vastedad les robó toda voluntad de hacer otra cosa que no fuera detenerse y llorar.

Glaedr… Elda
—gritaron una y otra vez, pero no obtenían respuesta, no notaron ningún cambio en ese mar indiferente.

Por fin se retiraron, incapaces de soportar el aplastante peso de la tristeza y la añoranza de Glaedr.

Al volver en sí, Eragon oyó que alguien llamaba golpeando el poste de la puerta de la tienda. Fuera, Arya preguntó:

—¿Eragon? ¿Puedo entrar?

Eragon sorbió por la nariz y se secó los ojos.

—Claro.

Ella apartó la cortina de la entrada de la tienda; la luz agrisada de ese día nuboso penetró en el interior. Eragon sintió un aguijonazo en el estómago cuando sus ojos se encontraron con los de la elfa, y un ansia dolorosa lo invadió.

—¿Ha habido algún cambio? —preguntó Arya, arrodillándose a su lado.

La elfa no vestía con la armadura, sino con la misma camisa de cuero negro, los mismos pantalones y las mismas botas de suela fina que había llevado el día en que él la había rescatado en Gil’ead. El cabello, recién lavado, le caía, húmedo, por la espalda formando unos pesados y largos mechones. Olía a pino, como siempre. Eragon se preguntó si utilizaría algún hechizo para elaborar ese aroma o si ese era su olor natural. Le hubiera gustado preguntárselo, pero no se atrevía a hacerlo.

Negó con la cabeza.

—¿Puedo? —pidió ella, señalando el corazón de corazones de Glaedr.

—Por favor —consintió Eragon, apartándose para dejarle espacio.

Arya puso las manos a ambos lados del eldunarí y cerró los ojos.

Mientras permanecía así, sentada, Eragon aprovechó la oportunidad para observarla directa e intensamente, de una manera que hubiera resultado ofensiva en cualquier otra situación. La elfa parecía ser, en todos los aspectos, la máxima expresión de la belleza, incluso a pesar de que muchos dirían que tenía la nariz demasiado larga, o las facciones demasiado marcadas, o las orejas excesivamente puntiagudas, o los brazos demasiado musculosos.

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