Legado (65 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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—La ciudad es suya. Además, allá donde fueras, te encontraría con un hechizo. El único modo de ponerse a salvo sería alejarse de aquí antes de que saltara la alarma, y eso no podrías hacerlo ni siquiera a lomos de un dragón.

—¡Tiene que haber algún modo!

—Si lo hubiera… —Sonrió amargamente y bajó la mirada—. Es inútil planteárselo.

Decepcionada, Nasuada elevó la mirada al techo un momento.

—Por lo menos aflójame esas correas —dijo entonces.

Él dio un resoplido en señal de exasperación.

—Para que me pueda poner de pie —explicó ella—. Odio estar tendida en esta piedra, y ya me duelen los ojos de tener que mirar hacia abajo.

Murtagh dudó. Entonces se puso en pie con un único movimiento, se acercó al pedestal y empezó a soltar las correas almohadilladas que le rodeaban las muñecas y los tobillos.

—No creas que puedes matarme —dijo, en voz baja—. No puedes.

En cuanto la liberó, regresó a su anterior posición y volvió a sentarse en el suelo, desde donde se quedó mirando al infinito.

Nasuada interpretó que era su forma de intentar darle cierta intimidad mientras ella se erguía y, una vez sentada en el pedestal, agitaba las piernas. Su vestido estaba hecho jirones —quemado por decenas de sitios— y no tapaba gran cosa.

Sintió el frío suelo de mármol bajo sus pies; se acercó a Murtagh y se sentó a su lado. Por pudor, se rodeó el cuerpo con los brazos y se tapó con las manos.

—¿De verdad fue Tornac tu único amigo cuando eras niño? —preguntó.

Murtagh siguió sin mirarla.

—No, pero es lo más próximo a un padre que he tenido nunca. Me enseñó, me reconfortó… Me reñía cuando era demasiado arrogante, y evitó que hiciera tonterías más veces de las que puedo recordar. Si aún estuviera vivo, me habría dado una paliza por haberme emborrachado el otro día.

—¿Dijiste que murió cuando huías de Urû’baen?

—Pensé que había sido muy listo. Soborné a uno de los guardas para que nos dejara abierta una de las puertas laterales. Íbamos a escabullirnos de la ciudad protegidos por la oscuridad, y se suponía que Galbatorix no se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde para atraparnos. Pero él lo sabía desde el principio. No sé muy bien cómo, pero supongo que me estaba espiando todo el rato. Cuando Tornac y yo cruzamos la puerta, nos encontramos a un grupo de soldados esperándonos en el otro lado… Tenían orden de no hacernos daño, pero luchamos y uno de ellos mató a Tornac. El mejor espadachín de todo el Imperio, muerto de una puñalada por la espalda.

—Pero Galbatorix te dejó escapar.

—No creo que esperara que nos resistiéramos. Además, aquella noche había otra cosa que le reclamaba.

Ella frunció el ceño al ver una curiosa sonrisa forzada en el rostro de Murtagh.

—No veía el momento —dijo—. Era cuando los Ra’zac estaban en el valle de Palancar buscando el huevo de Saphira. Así que ya ves: Eragon perdió a su padre adoptivo casi al mismo tiempo que yo perdí al mío. El destino tiene un cruel sentido del humor, ¿no crees?

—Sí que lo tiene…, pero si Galbatorix podía tenerte vigilado, ¿por qué no te localizó y te llevó de vuelta a Urû’baen más tarde?

—Supongo que estaba jugando conmigo. Me dirigí a la granja de un hombre en el que creía que podía confiar. Como siempre, me equivoqué, aunque de eso no me di cuenta hasta más tarde, cuando los Gemelos me trajeron aquí otra vez. Galbatorix sabía dónde estaba, y sabía que aún estaba furioso por la muerte de Tornac, así que se limitó a dejarme en aquella granja mientras perseguía a Eragon y a Brom… No obstante, le sorprendí; me fui, y para cuando se enteró de mi desaparición, yo ya estaba de camino a Dras-Leona. Ese es el motivo de que Galbatorix fuera hasta allí. No fue para dar una lección a Lord Tábor por su conducta —aunque desde luego lo hizo—, sino para encontrarme. Pero llegó demasiado tarde. Cuando se presentó en la ciudad, yo ya me había reunido con Eragon y Saphira y habíamos partido hacia Gil’ead.

—¿Por qué te fuiste?

—¿No te lo dijo Eragon? Porque…

—No, no de Dras-Leona. ¿Por qué te fuiste de la granja? Allí estabas seguro, o eso pensabas. ¿Por qué te marchaste?

Murtagh guardó silencio un momento.

—Quería contraatacar a Galbatorix, y quería hacerme un nombre propio, independiente del de mi padre. Toda la vida, la gente me ha mirado diferente por ser el hijo de Morzan. Quería que me respetaran por mis logros, no por los suyos —respondió, y por fin la miró, con una mirada rápida por el rabillo del ojo—. Supongo que tengo lo que me merezco, pero desde luego el destino tiene un sentido del humor muy cruel.

Nasuada se preguntó si habría alguien en la corte de Galbatorix que significara algo para Murtagh, pero decidió que abordar aquello sería peligroso. Así que cambió de tema:

—¿Qué es lo que sabe Galbatorix de los vardenos?

—Por lo que yo sé, todo. Tiene más espías de lo que te crees.

—¿Conoces algún medio para matarle? —preguntó Nasuada con las manos apretadas contra el vientre para contener los retortijones.

—Un cuchillo. Una espada. Una flecha. Veneno. Magia. Los medios habituales. El problema es que se ha protegido con numerosos hechizos y nadie ni nada tiene ninguna posibilidad de hacerle ningún daño. Eragon tiene más suerte que la mayoría; Galbatorix no quiere matarle, así que quizá pueda llegar a atacar al rey más de una vez. Pero aunque Eragon pudiera atacarle cien veces, no podría abrirse paso por las defensas de Galbatorix.

—Todo rompecabezas tiene una solución, y todo hombre tiene una debilidad —insistió Nasuada—. ¿Quiere a alguna de sus concubinas?

La mirada en el rostro de Murtagh respondía aquella pregunta con suficiente claridad. Luego añadió:

—¿Tan mal estaría que Galbatorix siguiera siendo rey? El mundo que quiere es un buen mundo. Si derrota a los vardenos, toda Alagaësia estará por fin en paz. Pondrá fin al uso injustificado de la magia; elfos, enanos y humanos no tendrán ya motivos para odiarse.

Es más, aunque los vardenos pierdan, Eragon y yo podremos estar juntos, como hermanos. Pero si ganan, significará la muerte de Espina y la mía propia. Tendrá que ser así.

—¿Ah, sí? ¿Y qué será de mí? —le inquirió Nasuada—. Si Galbatorix gana, ¿me convertiré en su esclava, siempre a sus órdenes? —Murtagh se negó a responder, pero ella vio que los tendones de las manos se le tensaban—. No puedes abandonar, Murtagh.

—¡¿Qué otra opción tengo?! —gritó, y la sala se llenó con el eco de su voz.

Ella se puso en pie y se lo quedó mirando.

—¡Puedes luchar! Mírame a mí… ¡Mírame!

Él levantó la vista a regañadientes.

—Puedes encontrar maneras de enfrentarte a él. ¡Eso es lo que puedes hacer! Aunque tus juramentos no dejen espacio más que para pequeños actos de rebelión, la más pequeña de las rebeliones podría ser su condena. —Nasuada replanteó la pregunta—: ¿Qué otra opción tienes? Puedes ir por ahí sintiéndote impotente y miserable el resto de tus días. Puedes dejar que Galbatorix te convierta en un monstruo. ¡O puedes luchar! —exclamó, abriendo los brazos para que viera todas las quemaduras de su cuerpo—. ¿Disfrutas haciéndome daño?

—¡No! —protestó él.

—¡Entonces lucha, por lo que más quieras! Tienes que luchar o «perderás» todo lo que eres. Y Espina también.

Nasuada permaneció inmóvil mientras Murtagh se ponía en pie de un salto, ágil como un gato, y se acercó a ella hasta tenerla a solo unos centímetros. Tenía los músculos de la mandíbula tensos e hinchados y la miraba fijamente, respirando con fuerza por la nariz.

Ella reconoció su expresión, porque la había visto muchas veces. Era la imagen de un hombre al que le habían herido el orgullo y que quería descargar su ira contra la persona que le había insultado. Sería peligroso seguir presionándole, pero sabía que tenía que hacerlo, porque quizá no volviera a tener otra ocasión.

—Si yo puedo seguir luchando —insistió—, tú también.

—Vuelve a la piedra —dijo él, con voz áspera.

—Sé que no eres un cobarde, Murtagh. Es mejor morir que vivir siendo un esclavo de alguien como Galbatorix. Por lo menos podrías hacer algún bien, y tu nombre se recordaría con respeto tras tu muerte.

—Vuelve a la piedra —gruñó, agarrándola por el brazo y arrastrándola hasta el pedestal.

Ella dejó que la empujara hasta caer sobre el bloque de piedra de color ceniza, y que le apretara las correas de las muñecas y de los tobillos, y luego la de la cabeza. Cuando acabó, se quedó de pie, mirándola, con los ojos oscuros y rabiosos, y los músculos tensos como cuerdas exigidas al límite.

—Tienes que decidir si estás dispuesto a arriesgar la vida para salvarte —prosiguió ella—. Para salvarte tú y salvar a Espina. Y tienes que decidirlo ahora, mientras aún hay tiempo. Pregúntate qué es lo que querría Tornac que hicieras.

Sin responder, Murtagh alargó el brazo derecho y apoyó la mano sobre el pecho de Nasuada, tocándole la piel con la palma de la mano, que ardía. El contacto la dejó sin respiración.

Entonces, con una voz que apenas era un susurro, Murtagh se puso a hablar en el idioma antiguo. A medida que las palabras iban abandonando sus labios, el miedo de Nasuada iba en aumento.

Habló durante lo que a ella le parecieron varios minutos. Cuando acabó no sintió ningún cambio, pero tratándose de magia, aquello no era ni buena ni mala señal.

Cuando Murtagh apartó la mano, el aire fresco cubrió el lugar que esta ocupaba. Él dio un paso atrás y se dirigió hacia la entrada de la sala, pasando a su lado. Ella estaba a punto de llamarle para preguntarle qué le había hecho, pero en aquel momento él se detuvo y dijo:

—Eso debería protegerte del dolor de casi cualquier herida, pero tendrás que fingir que no es así, o Galbatorix descubrirá lo que he hecho.

Y se fue.

—Gracias —murmuró ella a una sala ya vacía.

Pasó un buen rato analizando aquella conversación. Le parecía improbable que Galbatorix hubiera enviado a Murtagh a hablar con ella, pero, improbable o no, era una posibilidad. Por otra parte, no sabía decir si en el fondo Murtagh era una buena o una mala persona.

Pensó en el rey Hrothgar —que había sido como un tío para ella cuando era niña— y en su muerte a manos de Murtagh en los Llanos Ardientes. Entonces pensó en la infancia de Murtagh y en las muchas dificultades a las que se había tenido que enfrentar, y en que había dejado libres a Eragon y Saphira cuando podría habérselos llevado sin problemas a Urû’baen.

Sin embargo, aunque en otro tiempo Murtagh hubiera sido una persona honorable y digna de confianza, sabía que su servidumbre forzosa podía haberle corrompido.

Al final, decidió que pasaría por alto el pasado de Murtagh y que lo juzgaría por sus acciones presentes, y solo por ellas. Fuera bueno, malo o ambas cosas a la vez, era un aliado potencial, y necesitaba su ayuda si podía conseguirla. Si demostraba ser un mentiroso, no estaría peor de lo que ya estaba. Pero si resultaba ser sincero, quizá podría escapar de Urû’baen, y aquello bien merecía correr el riesgo.

En ausencia de dolor, durmió un sueño largo y profundo por primera vez desde su llegada a la capital. Se despertó más esperanzada que antes, y volvió a fijar la vista en las rayas pintadas en el techo. La raya azul fina que seguía con la vista la llevó a una pequeña forma blanca en la esquina de un azulejo que antes le había pasado por alto. Tardó un momento en darse cuenta de que la decoloración correspondía al lugar donde se había descascarillado.

Aquella visión la divirtió: le pareció gracioso —y algo reconfortante— saber que la sala perfecta de Galbatorix no era tan perfecta a fin de cuentas y que, a pesar de sus pretensiones, no era ni omnisciente ni infalible.

Cuando la puerta de la cámara volvió a abrirse, vio que era su carcelero, que le traía lo que supuso que sería el almuerzo. Le preguntó si podía darle la comida enseguida, antes de levantarla, argumentando que tenía más hambre que otra cosa, algo que no era del todo falso.

Para su satisfacción el hombre accedió, aunque no soltó ni una palabra; simplemente le mostró aquella odiosa sonrisa en forma de almeja y se sentó al borde del pedestal. Mientras le introducía, cucharada a cucharada, en la boca unas gachas tibias, la mente de Nasuada se disparó, intentando trazar su plan hasta el último imprevisto, ya que sabía que solo tendría una oportunidad.

Con los nervios le costaba tragar aquella comida insulsa. Aun así, lo consiguió, y tras dejar vacío el cuenco y beber hasta saciar la sed, se preparó.

El hombre, como siempre, había dejado la bandeja de la comida a los pies de la pared más alejada, cerca del lugar donde había estado Murtagh, quizás a unos tres metros de la puerta del retrete.

Una vez libre de sus correas, bajó del bloque de piedra deslizándose. El hombre, que tenía la cabeza como una calabaza, se acercó para cogerla del brazo izquierdo, pero ella levantó una mano y, con la máxima dulzura en su voz, le dijo:

—Puedo aguantarme en pie sola, gracias.

El carcelero vaciló, pero luego volvió a sonreír e hizo entrechocar los dientes dos veces, como diciendo: «¡Bueno, pues me alegro por ti!».

Se dirigieron hacia el retrete, ella delante y él pegado a su espalda.

Al tercer paso, Nasuada se torció deliberadamente el tobillo y cayó al suelo en diagonal. El hombre gritó e intentó agarrarla —ella sintió sus gruesos dedos cerrándose en el aire por encima de su cuello—, pero llegó tarde, y se le escurrió entre las manos.

Cayó cuan larga era sobre la bandeja, rompiendo la jarra —que aún contenía una cantidad considerable de vino aguado— y tirando el cuenco de madera al suelo con gran estruendo. Tal como había planeado, aterrizó con la mano derecha bajo el cuerpo, y en cuanto sintió el contacto de la bandeja empezó a buscar con los dedos la cuchara de metal.

—¡Ah! —exclamó, como si se hubiera hecho daño, y luego se dio la vuelta y levantó la vista hacia el hombre, esforzándose por mostrarse apesadumbrada—. A lo mejor era cierto que no estaba preparada —reconoció, y le ofreció una sonrisa de disculpa. Con el pulgar tocó el mango de la cuchara, y la agarró mientras el hombre la levantaba cogiéndola del otro brazo.

Él la repasó con la mirada y arrugó la nariz, aparentemente molesto por su vestido empapado en vino. En ese momento, ella echó la mano atrás y deslizó el mango de la cuchara por un agujero en la costura del dobladillo del vestido. Entonces levantó la mano, como para demostrar que no había cogido nada.

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