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Authors: Christopher Paolini

Legado (61 page)

BOOK: Legado
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En cierta medida, a Eragon el aspecto fiero de aquellas rapaces de garras afiladas y pico amarillo le recordaba a la propia Saphira, observación que complació a la dragona, aunque no tanto por lo estético, sino por la habilidad de las aves como cazadoras.

Tras ellos, la orilla fue convirtiéndose poco a poco en una línea morada difuminada, hasta que acabó desvaneciéndose completamente. Durante más de media hora, solo vieron pájaros y nubes en el cielo, y la amplia extensión de agua azotada por el viento que cubría la superficie de la Tierra.

Entonces, frente a ellos y a la izquierda empezó a distinguirse la silueta gris de las Vertebradas en el horizonte, una imagen que Eragon recibió con agrado. Aunque aquellas no eran las montañas de su infancia, pertenecían a la misma cordillera, y al verlas se sentía algo más cerca de su antiguo hogar.

Las montañas se fueron haciendo mayores hasta que las rocosas cimas nevadas acabaron levantándose ante ellos como las almenas en ruinas de un castillo. Más abajo, por las oscuras laderas cubiertas de vegetación, decenas de arroyos de aguas espumosas se abrían paso por entre las grietas del terreno hasta alcanzar el gran lago a los pies de las montañas. Media docena de aldeas poblaban la orilla y las proximidades, pero Eragon empleó de su magia para pasar desapercibido a los ojos de sus habitantes mientras los sobrevolaban.

Al mirar hacia las aldeas, le sorprendió lo pequeñas que eran y lo aisladas que estaban, y entonces se le ocurrió pensar lo aislado que estaba también Carvahall en su tiempo. Comparadas con las grandes ciudades que había visitado, las aldeas eran poco más que un puñado de casuchas arracimadas, indignas para cualquiera que no fuera paupérrimo. Muchos de los hombres y mujeres que las habitaban nunca se habrían alejado más que unos kilómetros de su lugar de nacimiento, de eso estaba seguro, como de que vivirían toda su vida en un mundo que se acababa donde llegaba la vista.

«Qué existencia más limitada», pensó.

Aun así, se preguntó si no sería mejor quedarse en un lugar y aprender todo lo posible de él que pasarse la vida corriendo mundo.

¿Era mejor saber muchas cosas pero nada en profundidad que aprenderlo todo de un pequeño entorno?

No estaba seguro. Recordó que Oromis le había contado una vez que del grano de arena más pequeño podía aprenderse todo sobre el mundo, si se estudiaba con la suficiente atención.

Las Vertebradas tenían una altura muy inferior a las montañas Beor, pero, aun así, aquellas cumbres de paredes verticales se elevaban trescientos metros o más por encima de Saphira, que se abría paso entre ellas, siguiendo las gargantas y valles cubiertos de sombras que dividían la cordillera. De vez en cuando tenía que elevarse para superar algún puerto nevado y, cuando lo hacía, el campo de visión de Eragon aumentaba y le daba la impresión de que las montañas adquirían el aspecto de una boca llena de muelas surgidas de las encías marrones de la tierra.

Saphira planeó sobre un valle especialmente profundo. Eragon vio en el fondo un claro con un arroyo que atravesaba un prado. Y a los bordes del claro entrevió lo que le pareció que podrían ser casas —o quizá tiendas de un campamento— ocultas bajo las gruesas ramas de los abetos que poblaban las laderas de las montañas. Por un resquicio entre las ramas se veía la solitaria luz de un fuego, como una minúscula pepita de oro engarzada entre las capas de agujas negras, y le pareció distinguir una silueta solitaria que avanzaba con pesadez desde el arroyo. Curiosamente, la figura tenía un aspecto voluminoso, con una cabeza que parecía demasiado grande para aquel cuerpo.

Creo que eso era un úrgalo.

¿Dónde?
—preguntó Saphira, y Eragon percibió su curiosidad.

En el claro, detrás de nosotros.
—Compartió su recuerdo con ella—.
Ojalá tuviéramos tiempo para volver y comprobarlo. Me gustaría ver cómo viven.

Ella resopló, y emitió un humo caliente por el hocico. Luego giró el cuello en dirección a Eragon.

No creo que les gustara que un Jinete y su dragón aterrizaran entre ellos sin previo aviso.

Él tosió y parpadeó, con los ojos llenos de lágrimas.

¿Te importaría…?

Saphira no respondió, pero el rastro de humo procedente de su hocico desapareció, y el aire en torno a Eragon se aclaró.

Al cabo de un rato, la forma de las montañas empezó a resultarle familiar a Eragon, y entonces una gran fisura se abrió ante ellos y se dio cuenta de que estaban atravesando el puerto de montaña que llevaba a Teirm, el mismo que Brom y él mismo habían recorrido dos veces a caballo. Estaba prácticamente como lo recordaba: el brazo oeste del río Toark aún bajaba lleno y a gran velocidad hacia el lejano mar, la superficie del agua salpicada de penachos blancos allá donde el agua se encontraba con las rocas. El tosco camino que Brom y él habían seguido, a la orilla del río, continuaba siendo una línea pálida y polvorienta poco más ancha que una de las pistas que seguían los ciervos. Incluso le pareció reconocer una arboleda donde se habían parado a comer.

Saphira giró hacia el oeste y siguió río abajo hasta que las montañas dieron paso a unos verdes campos empapados por la lluvia, y entonces corrigió su trayectoria hacia el norte. Eragon no cuestionó su decisión: ella nunca se desorientaba, ni siquiera en una noche sin estrellas, ni en las profundidades de Farthen Dûr.

El sol estaba próximo al horizonte cuando abandonaron las Vertebradas. Con la llegada del crepúsculo, Eragon ocupó la mente intentando pensar en algún método para atrapar, matar o tender una trampa a Galbatorix. Al cabo de un rato, Glaedr abandonó su aislamiento voluntario y se unió en su búsqueda. Se pasaron una hora, más o menos, discutiendo sobre diversas estrategias, y luego practicaron el ataque y la defensa mentalmente. Saphira también participó en el ejercicio, pero con un éxito limitado, ya que el control del vuelo le hacía difícil concentrarse en ninguna otra cosa.

Más tarde, Eragon fijó la mirada brevemente en las estrellas, de un frío color blanco, y le preguntó a Glaedr:

¿Podría ser que la Cripta de las Almas contuviera eldunarís escondidos por los jinetes para que no los encontrara Galbatorix?

No
—respondió Glaedr sin dudarlo—.
Es imposible. Si Vrael hubiera trazado un plan así, Oromis y yo lo habríamos sabido. Y si hubieran dejado algún eldunarí en Vroengard, lo habríamos encontrado cuando regresamos a buscar por la isla. Ocultar una criatura viva no es tan fácil como crees.

¿Por qué no?

Si un puercoespín se hace una bola, eso no significa que se vuelva invisible, ¿no? Pues lo mismo sucede con las mentes. Puedes ocultar tus pensamientos a los demás, pero cualquiera que busque por la zona descubrirá de tu existencia.

Seguro que con un hechizo se podría…

Si hubiéramos encontrado la oposición de un hechizo, lo habríamos sabido; estábamos protegidos contra eso.

Así que nada de eldunarís
—concluyó Eragon, desanimado.

Desgraciadamente, no.

Siguieron volando en silencio mientras una luna visible en tres cuartas partes se elevaba tras las recortadas cumbres de las Vertebradas. Con aquella luz, todo el terreno adquiría un tono plateado, como si todo aquello fuera una inmensa escultura que los enanos hubieran tallado y guardado en una cueva tan inmensa como la propia Alagaësia.

Eragon percibía el placer que experimentaba Glaedr con aquel vuelo. Al igual que él y Saphira, el viejo dragón parecía agradecer la oportunidad de dejar las preocupaciones en tierra, aunque solo fuera por un rato, y surcar libremente los cielos.

Entonces fue Saphira quien habló. Entre su pesado aleteo, le dijo a Glaedr:

Cuéntanos una historia, Ebrithil.

¿Qué clase de historia te gustaría oír?

La historia de cómo os capturaron los Apóstatas a Oromis y a ti, y de cómo huisteis.

En aquel momento, el interés de Eragon aumentó. Siempre había sentido curiosidad por aquello, pero nunca había tenido valor de preguntarle a Oromis.

Glaedr permaneció en silencio un instante. Pero luego dijo:
Cuando Galbatorix y Morzan regresaron de los bosques e iniciaron su campaña contra nuestra orden, al principio no nos dimos cuenta de la gravedad de la amenaza. Estábamos preocupados, por supuesto, pero no más que si hubiéramos sabido que un Sombra merodeaba por el territorio. Galbatorix no era el primer jinete que se volvía loco, aunque sí el primero en haberse hecho con un discípulo como Morzan. Eso, por sí solo, debería habernos alertado del peligro al que nos enfrentábamos, pero no vimos la realidad hasta que fue demasiado tarde.

»Por aquel entonces no se nos ocurrió plantearnos que Galbatorix pudiera reunir más seguidores, ni siquiera que pudiera intentarlo. Nos parecía absurdo que uno de los nuestros pudiera ceder ante las tóxicas insinuaciones de Galbatorix. Morzan aún era un novato; su debilidad era comprensible. Pero ¿los jinetes con experiencia? Nunca nos cuestionamos su lealtad. Porque hasta que no se vieron tentados no revelaron hasta qué punto les había corrompido el rencor y la debilidad. Algunos querían venganza por antiguas ofensas; otros creían que el propio poder de Jinetes y dragones nos hacía merecedores del papel de soberanos de toda Alagaësia; y otros, me temo, simplemente vieron una ocasión de romper con todo y ser libres de actuar a su antojo.

El viejo dragón hizo una pausa. Eragon percibió los antiguos odios y también todos los viejos dolores que le acuciaban. Glaedr prosiguió:
Todo lo que pasó fue… confuso. Era poco lo que se sabía, y las informaciones que recibíamos estaban envueltas en rumores y especulaciones hasta tal punto que resultaban inútiles. Oromis y yo empezamos a sospechar que se estaba cociendo algo mucho peor de lo que pensaba la mayoría. Intentamos convencer a varios de los dragones y Jinetes, pero ellos no tenían la misma impresión y no nos hicieron caso. No es que fueran tontos, pero tantos siglos de paz habían nublado su visión y eran incapaces de ver que el mundo estaba cambiando a nuestro alrededor.

Frustrados ante la falta de información, Oromis y yo abandonamos Ilirea para descubrir lo que pudiéramos por nuestra cuenta. Nos acompañaron dos jóvenes Jinetes, ambos elfos y guerreros de habilidad demostrada que acababan de regresar del extremo septentrional de las Vertebradas. En parte fue su insistencia la que nos impulsó a lanzar aquella expedición. Quizá te suenen sus nombres, puesto que se trataba de Kialandí y Formora.

—Ah —dijo Eragon, que por fin lo entendió.

Sí. Tras un día y medio de viaje, nos detuvimos en Edur Naroch, una torre de observación construida en la Antigüedad como lugar de guardia en el Bosque Plateado. Nosotros no lo sabíamos, pero Kialandí y Formora ya habían estado allí antes, habían matado a los tres vigilantes elfos desplazados en aquel lugar y habían colocado una trampa sobre las piedras que rodeaban la torre, una trampa que nos atrapó en el momento en que mis garras tocaron la hierba de la loma.

Fue un hechizo inteligente que les había enseñado el propio Galbatorix y para el que no teníamos defensa, pues no nos causaba ningún daño: solo nos retenía y nos frenaba, como si nos hubieran echado miel sobre el cuerpo y la mente. En aquel estado de torpor, los minutos pasaban como si fueran segundos. Kialandí, Formora y sus dragones revoloteaban a nuestro alrededor con la rapidez de colibríes, convertidos en borrosas manchas oscuras a los bordes de nuestro campo visual.

»Cuando hubieron acabado, nos liberaron. Habían lanzado decenas de hechizos: hechizos para inmovilizarnos, para cegarnos y para evitar que Oromis hablara, para impedirle lanzar hechizos a su vez. Tampoco esta vez nos agredía su magia, por lo que no teníamos defensa posible… En cuanto pudimos, atacamos a Kialandí, Formora y a sus dragones con la mente, y ellos a nosotros, y durante horas forcejeamos. La experiencia… no fue agradable. Ellos eran más débiles y tenían menos experiencia que Oromis y yo, pero había dos por cada uno de nosotros, y tenían consigo el corazón de corazones de un dragón llamado Agaravel —a cuyo Jinete habían asesinado— y su fuerza se sumaba a la de ellos, de modo que nos costó defendernos. Descubrimos que su intención era obligarnos a ayudar a Galbatorix y los Apóstatas a entrar en Ilirea sin ser detectados, para poder pillar a los Jinetes por sorpresa y capturar los eldunarís que aún vivían en la ciudad.


¿Cómo lograsteis escapar?
—preguntó Eragon.

Con el tiempo, nos quedó claro que no podríamos derrotarlos. Así que Oromis decidió arriesgarse a usar la magia para liberarnos, aunque sabía que eso provocaría que Kialandí y Formora nos atacaran a su vez con más magia. Era un recurso desesperado, pero también suponía nuestra única posibilidad.

»En un momento dado, ajeno a los planes de Oromis, yo devolví una acometida a nuestros atacantes en un intento por abatirlos.

Oromis estaba esperando algo así. Conocía al Jinete que les había enseñado magia a Kialandí y a Formora desde hacía mucho tiempo, y era muy consciente de los retorcidos mecanismos mentales de Galbatorix. Basándose en eso, pudo adivinar cómo formular contra Kialandí y Formora sus hechizos, y cuáles debían de ser sus puntos débiles.

»Oromis solo tenía unos segundos para actuar; en el momento en que empezara a usar la magia, Kialandí y Formora se darían cuenta de lo que estaba pasando, les entraría el pánico y empezarían a soltar sus hechizos. Oromis tuvo que intentarlo tres veces hasta que consiguió liberar nuestras ataduras. No sé muy bien cómo lo hizo.

Dudo de que lo supiera del todo él mismo. Sencillamente, nos «desplazó» un centímetro del lugar en el que estábamos.

¿Del mismo modo que Arya transportó mi huevo de Du Weldenwarden a las Vertebradas?
—preguntó Saphira.

Sí y no
—respondió Glaedr—.
Sí, nos transportó de un lugar a otro sin movernos por el espacio intermedio. Pero no se limitó a cambiarnos de posición; también cambió nuestra propia sustancia, recomponiéndola después, de modo que ya no fuéramos lo que éramos antes. En nuestros cuerpos hay muchas partes minúsculas que se pueden intercambiar sin provocar consecuencias, y eso es lo que hizo él con cada músculo, cada hueso y cada órgano.

Eragon frunció el ceño. Un hechizo así era un logro de gran calado, una prueba de destreza mágica que pocos podrían tener la pretensión de llevar a cabo. Aun así, pese a la impresión que le había causado, Eragon no pudo por menos que preguntar:

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