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Authors: Christopher Paolini

Legado (58 page)

BOOK: Legado
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Principalmente, lo que hizo fue crear una identidad nueva y más sencilla para sí misma. Así, cuando le hicieran preguntas sobre un tema u otro, podría afirmar su ignorancia con toda sinceridad. Esa era una técnica peligrosa, pues para que funcionara, ella tendría que creerse su propia mentira, y si alguna vez la liberaban le resultaría muy difícil volver a recuperar su verdadera personalidad.

Sin embargo, no tenía ninguna esperanza de que la liberaran ni de que la rescataran. Lo único que podía hacer era frustrar las ambiciones de sus captores.

«Gokukara, dame la fuerza para soportar las duras pruebas que me esperan. Protege a tu pequeña lechuza, y si muero, sácame de este lugar… y llévame a las tierras de mi padre.»

Dejó que sus ojos vagaran por los mosaicos del techo y estudió su diseño con detalle. Supuso que se encontraba en Urû‘baen, pues lo lógico era que Murtagh y Thorn la hubieran llevado allí. Eso explicaría el toque élfico que tenía esa habitación. Los elfos habían construido gran parte de Urû‘baen, ciudad que ellos llamaban Iliera, quizás antes de su guerra contra los dragones —hacía mucho, mucho tiempo— o quizá después de que la ciudad se hubiera convertido en la capital del reino de Broddring y los Jinetes hubieran establecido formalmente su presencia.

O así se lo había contado su padre. Ella no recordaba nada de esa ciudad.

Sin embargo, también era posible que se encontrara en un lugar completamente distinto: quizás en una de las propiedades de Galbatorix. Además, era posible que esa habitación no fuera tal como ella la veía. Un mago hábil podía manipular todo lo que ella veía, oía, notaba y olía, distorsionando el mundo a su alrededor de tal forma que ella no se diera cuenta.

Fuera lo que fuera lo que le sucediera —o lo que le pareciera que le sucedía— no se dejaría engañar. Aunque Eragon destrozara la puerta y le quitara los grilletes, tendría que saber que se trataba de un truco de sus captores. No se atrevía a fiarse de sus sentidos.

Desde el primer momento en que Murtagh la había hecho prisionera, el mundo se había convertido en una mentira para ella. De lo único que podía estar segura era de que existía. Todo lo demás era dudoso, incluso sus pensamientos.

Cuando la conmoción del primer momento hubo pasado, el tedio de la espera empezó a pesarle. La única manera que tenía para calcular el tiempo era con sus sensaciones de hambre y de sed, pero el hambre iba y venía a intervalos. Intentó medir el transcurso de las horas contando, pero esa actividad la aburría y a partir del diez mil perdía la cuenta.

A pesar de que estaba segura de que lo que le esperaba era terrible, deseó que sus captores aparecieran ante ella para saber quiénes eran. Gritó durante mucho rato, pero la única respuesta fue el eco de su voz.

La luz que había a sus espaldas no se apagaba nunca, ni tampoco se hacía más tenue. Supuso que era una lámpara sin llama, parecida a las que fabricaban los enanos. Esa iluminación hacía que dormir le resultara difícil, pero al final el agotamiento pudo con ella y empezó a dormitar.

La posibilidad de soñar la aterraba. Dormida era cuando más vulnerable se encontraba. Tenía miedo de que su inconsciente pudiera mostrar la información que intentaba mantener en secreto. Pero no tenía mucho poder de elección en ese asunto. En un momento u otro se dormiría, y obligarse a permanecer despierta solo empeoraría las cosas.

Así que durmió. Pero su descanso fue intermitente y poco profundo. Al despertar todavía se sentía cansada.

La despertó un fuerte golpe.

Oyó que se abría un cerrojo en algún punto por encima y por detrás de ella. Luego, el crujido de una puerta al abrirse.

El corazón se le aceleró. Le parecía que debía de haber transcurrido un día entero desde que había recuperado la conciencia.

Estaba sedienta, y tenía la lengua hinchada y pegajosa. Además, le dolía todo el cuerpo de estar tanto tiempo en la misma posición.

Unos pasos que bajaban unas escaleras. Unas botas de suela suave sobre la piedra del suelo… Una pausa. Un sonido metálico.

¿Llaves? ¿Cuchillos? ¿O algo peor?… Luego, más pasos. Ahora se acercaban. Cada vez más…, más…

Un hombre fornido que vestía una túnica de lana gris apareció en su campo de visión. Llevaba una bandeja de plata llena de comida: queso, pan, carne, vino y agua. Se detuvo y dejó la bandeja al pie del muro. Luego se acercó a Nasuada con pasos cortos, rápidos y precisos. Casi delicados. Resollando suavemente, el hombre se apoyó en la alta losa de piedra sobre la que se encontraba Nasuada y la miró. Su cabeza era como una calabaza: bulbosa en la parte superior y en la parte inferior, y se estrechaba por la mitad. Iba muy bien afeitado y era casi completamente calvo, excepto por una franja de cabello corto y oscuro que le rodeaba el cráneo. La parte alta de la frente le brillaba, sus mejillas carnosas se veían encendidas y sus labios tenían el mismo color gris de su túnica. Tenía unos ojos anodinos: marrones y muy juntos.

El hombre chasqueó la lengua. Nasuada vio que los fuertes dientes encajaban entre sí como las fauces de un cepo, y que sobresalían más de lo normal, lo cual confería a su boca una forma como de hocico.

Su aliento, cálido y húmedo, olía a hígado y a cebolla. A pesar del hambre que tenía, a Nasuada le resultó un olor repugnante.

El hombre le recorrió el cuerpo con la mirada. Nasuada tomó plena conciencia de lo poco vestida que estaba. Eso la hacía sentir vulnerable, como si no fuera más que un juguete o una mascota destinada al disfrute de ese tipo. Las mejillas se le encendieron por la rabia y la humillación.

Decidida a no permitir que él mostrara cuáles eran sus intenciones, quiso hablar, pedir agua, pero tenía la garganta demasiado reseca y solo pudo emitir un sonido entrecortado. El hombre de la túnica gris chasqueó otra vez la lengua en señal de desaprobación y, para sorpresa de Nasuada, empezó a quitarle los grilletes.

Nasuada, en cuanto se vio libre, se sentó en la losa de piedra y fue a golpear al hombre en el cuello con la mano derecha. Pero este, sin ningún esfuerzo, le cogió la mano antes de que lo consiguiera. Ella soltó un gruñido y fue a clavarle las uñas de la otra mano en los ojos.

Pero él le cogió también la otra muñeca. Nasuada se retorció a un lado y a otro, pero el hombre tenía mucha fuerza y su puño parecía de piedra.

Frustrada, Nasuada se inclinó hacia delante y clavó los dientes en el antebrazo derecho del hombre. Notó la sangre en la boca, salada y picante. Se atragantó, pero continuó mordiendo a pesar de que la sangre se deslizaba ya por la comisura de sus labios. Notaba, entre los dientes y contra la lengua, los músculos del antebrazo del hombre, que se movían como serpientes atrapadas intentando escapar.

Aparte de eso, el tipo no hizo nada.

Al final, Nasuada soltó su brazo, echó la cabeza hacia atrás y le escupió la sangre en la cara.

Incluso entonces el hombre continuó mirándola con la misma expresión vacía, sin parpadear y sin expresar el más mínimo dolor ni furia.

Nasuada tiró de las manos y levantó las piernas para darle una patada en el estómago. Pero el hombre le soltó una muñeca y le dio una fuerte bofetada en la cara.

Nasuada vio una potente luz blanca con los ojos cerrados y le pareció que algo explotaba a su alrededor sin emitir el menor ruido. La cabeza se le torció a un lado, los dientes castañetearon y un dolor insufrible le recorrió toda la columna vertebral.

Cuando recuperó la visión, miró al hombre, pero no hizo ningún otro intento de atacarlo. Se había dado cuenta de que se encontraba a su merced… Se había dado cuenta de que, si quería vencerlo, necesitaba encontrar algo para clavarle en el ojos o con que cortarle el cuello.

El hombre le soltó la otra muñeca y se metió la mano debajo de la túnica, de donde sacó un pañuelo blanco. Con él se secó la sangre y la baba de la cara. Luego, se envolvió con él el brazo herido y ató los extremos ayudándose de los dientes. Después, agarró a Nasuada del brazo. Ella dio un respingo al notar sus dedos largos y gruesos alrededor de su carne. El hombre la arrastró fuera de la losa de piedra, pero las piernas no la aguantaron cuando Nasuada quiso poner los pies en el suelo. Se quedó colgando de la mano del hombre, como una muñeca, con el brazo doblado por encima de la cabeza en un ángulo forzado.

El hombre la obligó a ponerse en pie, y esta vez Nasuada consiguió sostenerse sobre sus propias piernas. Sin soltarla y sirviendo de apoyo, él la llevó hasta una pequeña puerta lateral que no quedaba a la vista desde la losa sobre la que la habían atado. Al lado de ella había un corto tramo de escaleras que conducían a otra puerta más grande, la misma por la que había entrado su carcelero. Estaba cerrada, pero tenía una pequeña rejilla en el centro. Nasuada miró al otro lado y vio una lisa pared de piedra parcialmente cubierta por un tapiz.

El hombre abrió esa puerta de un empujón y la hizo entrar en el estrecho retrete. Y allí, para alivio de Nasuada, la dejó sola. Ella registró la habitación, que estaba vacía, por si encontraba algo que le sirviera de arma o para poder escapar. Pero allí solo había polvo, virutas de madera y sangre seca.

Así que Nasuada hizo lo que se esperaba que hiciera, y cuando salió, el hombre la volvió a agarrar del brazo y la llevó de nuevo a la losa de piedra. Mientras se acercaban a ella, Nasuada empezó a darle patadas y a retorcerse: prefería que la golpeara de nuevo a que la atara allí otra vez. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no consiguió detener ni retrasar al hombre. Ese tipo era como de piedra, y los golpes de Nasuada no tenían ningún efecto en él. Ni siquiera su barriga aparentemente blanda cedió cuando se la golpeó.

Así que, sujetándola como si no fuera más que una niña pequeña, el hombre la levantó del suelo y la depositó encima de la losa de piedra, le pegó los hombros a la piedra plana y volvió a colocarle los grilletes en los tobillos y las muñecas. Al final, le puso un cinturón de piel sobre la frente y lo apretó para inmovilizarle la cabeza, pero sin llegar a hacerle daño.

Nasuada esperaba que ese hombre engullera la comida, o cena, o lo que fuera; pero él se limitó a coger la bandeja, acercársela y ofrecerle un trago del aguado vino.

Era difícil tragar estando tumbada de espaldas, así que Nasuada tuvo que sorber el líquido mientras él sujetaba la copa sobre sus labios. Sentir el vino frío en la garganta fue un gran alivio. Cuando la copa estuvo vacía, el hombre la dejó a un lado, cortó unos trozos de pan y de queso y se los ofreció.

—¿Cómo…? —dijo Nasuada, pero le costaba hablar—. ¿Cómo te llamas?

El hombre la miró, inexpresivo. A la luz de esa lámpara sin llama, la bulbosa frente le brillaba como el ébano pulido. Le acercó un poco más el pan con el queso.

—¿Quién eres? ¿Estamos en Urû‘baen? ¿Eres un prisionero como yo? Nos podríamos ayudar el uno al otro. Galbatorix no es omnipotente. Juntos podríamos encontrar la manera de escapar.

Quizá te parezca imposible, pero no lo es, te lo prometo.

Nasuada hablaba con tono tranquilo y en voz baja, con la esperanza de que algo de lo que dijera apelara a la simpatía del hombre o despertara su interés. Sabía que podía ser muy persuasiva: las largas horas de negociación en nombre de los vardenos se lo habían demostrado. Pero sus palabras no estaban surtiendo ningún efecto. Si no lo oyera respirar, hubiera creído que se había muerto allí mismo, de pie, con el pan y el queso en la mano. Por un momento pensó que quizás era sordo, pero luego recordó que la había oído cuando le había pedido agua.

Nasuada continuó hablando hasta que agotó todos los argumentos y ya no supo a qué más apelar. Cuando se calló —pensando una nueva manera de intentarlo—, el hombre le colocó el pan y el queso sobre los labios y se lo mantuvo allí. Furiosa, quiso hacer un gesto con la mano para que los apartara, pero no pudo moverla. Él continuaba mirándola con los mismos ojos vacíos.

De repente, se dio cuenta de que ese comportamiento no era fingido, de que ella no significaba nada para él. Nasuada hubiera comprendido que ese hombre la odiara, que sintiera un placer perverso en torturarla, o que fuera un esclavo que se viera obligado a ejecutar las órdenes de Galbatorix. Pero no era nada de eso. Él era completamente indiferente, no poseía la más mínima empatía. La podía matar de la misma manera que la estaba alimentando en esos momentos, y no le hubiera provocado más sentimiento que si hubiera pisado una hormiga.

Nasuada abrió la boca y permitió que el hombre le pusiera el trozo de pan con queso en la boca. Tuvo que refrenar el deseo de morderle los dedos, y maldijo para sí la necesidad que tenía de comer. El hombre la alimentó como si fuera un bebé. Le fue poniendo trozos de comida en la boca con movimientos cuidadosos, como si ella fuera de cristal y como si un gesto brusco pudiera romperla.

Nasuada sintió un profundo odio. Pasar de ser la líder de la mayor alianza de toda la historia de Alagaësia a … Pero no, no, nada de eso existía. Ella era la hija de su padre. Había permanecido en Surda durante los polvorientos calores, había vivido entre las llamadas de los vendedores en las bulliciosas calles el mercado. Eso era todo. No tenía ningún motivo para lamentar su degradación.

Sin embargo, odiaba a ese hombre que se inclinaba hacia ella.

Odiaba que insistiera en alimentarla, cuando lo hubiera podido hacer ella misma. Odiaba que Galbatorix, o quien fuera que la hubiera raptado, intentara arrebatarle el orgullo y la dignidad. Y odiaba que, hasta cierto punto, lo estuviera logrando.

Decidió que lo mataría. Si podía hacer solo una cosa más en la vida, deseaba que esa fuera matar a su carcelero. Aparte de escapar, nada le podría dar más satisfacción. «Cueste lo que cueste, encontraré la manera.»

Esa idea la complació, y aceptó la comida sin ganas mientras urdía de qué manera conseguiría acabar con la vida de ese hombre.

Cuando Nasuada terminó de comer, el hombre cogió la bandeja y se fue.

Escuchó cómo se alejaban sus pasos, el sonido de la puerta al abrirse y cerrarse, el ruido del cerrojo y, luego, el pesado golpe del travesaño que aseguraba la puerta del otro lado. Estaba sola otra vez, sin nada más que hacer, excepto esperar y pensar en las distintas formas de matar.

Durante un rato se distrajo siguiendo con la mirada una de las líneas pintadas en los mosaicos del techo e intentando decidir si tenía algún principio y algún fin. Había elegido una línea de color azul: ese color le gustaba, pues lo asociaba con la única persona en quien, por encima de todos los demás, no quería pensar.

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