Authors: Christopher Paolini
»Con el paso del tiempo, esos vapores fueron perdiendo su efecto y la adivina y sus ayudantes se marcharon. Nadie sabe con seguridad quién era ella ni adónde fue. No tenía ningún otro nombre, se la conocía como Adivina, y ciertas historias que se cuentan me han hecho pensar que no era ni una elfa ni una enana, sino algo totalmente distinto. Sea como sea, mientras ella vivía aquí, esta sala se llamaba la Sala de la Adivina, y todavía se llama así. Ahora tú eres la adivina, Nasuada, hija de Ajihad.
Galbatorix extendió los brazos.
—Este es el lugar donde se cuenta la verdad… y donde esta es escuchada. No permitiré mentiras entre estos muros, ni siquiera la menor falsedad. Todo aquel que se encuentra encima de esta dura losa de piedra se convierte en el último adivino, y aunque a muchos les ha sido un papel difícil de aceptar, al final ninguno de ellos se ha resistido. Tú no serás diferente.
Galbatorix se levantó de la silla, arrastrándola por el suelo y haciendo chirriar sus patas. Nasuada sintió su caliente aliento en la oreja.
—Sé que esto será doloroso para ti, Nasuada, más doloroso de lo que te puedes imaginar. Tendrás que desprenderte de ti misma hasta que tu orgullo se rinda. No hay nada más difícil en el mundo que cambiar uno mismo. Y yo lo sé, porque he cambiado de forma en más de una ocasión. Pero estaré aquí para darte la mano y ayudarte en esta transición. No hace falta que hagas este viaje sola. Y puedes consolarte al saber que yo nunca te mentiré. Ninguno de nosotros lo hará. No dentro de esta sala. Duda de mis palabras, si eso es lo que quieres, pero al final me creerás. Para mí, este es un lugar sagrado, y preferiría cortarme la mano a mancillar lo que representa. Puedes preguntar todo lo que quieras, y te prometo, Nasuada, hija de Ajihad, que responderemos con la verdad. Como rey de estas tierras, te doy mi palabra.
Nasuada no sabía qué decir. Al final, apretando la mandíbula, soltó:
—¡Nunca te diré lo que deseas saber!
Galbatorix rio.
—No lo comprendes. No te he traído aquí por que desee obtener información. No puedes decirme nada que yo no sepa ya. El número y localización de tu ejército; el estado de tus provisiones; dónde se encuentran los carros de los víveres; de qué manera planeas sitiar la ciudad; los deberes de Eragon y de Saphira, sus costumbres y habilidades; la
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que encontrasteis en Belatona; incluso los poderes que posee Elva, la niña bruja, a la que habéis tenido con vosotros hasta hace poco. Todo eso lo sé, y más. ¿Quieres que te diga cuáles son las cifras? ¿No? Bien, pues. Mis espías son más numerosos y están mejor colocados de lo que crees, y tengo otras maneras de obtener información. No tienes ningún secreto para mí, Nasuada, de ninguna clase. Así que es absurdo que insistas en no decir nada.
Aquello trastornó a Nasuada, pero se esforzó en no dejarse descorazonar.
—Entonces, ¿por qué?
—¿Que por qué te hemos traído aquí? Porque, querida, tienes el don del mando, y eso es más mortífero que cualquier hechizo. Eragon no supone una amenaza para mí, ni los elfos tampoco, pero tú…, tú eres peligrosa, de una manera en que ellos no lo son. Sin ti, los vardenos serán como un toro ciego: furiosos y rebeldes, cargarán sin pensar en lo que les espera. Entonces yo, gracias a su estupidez, acabaré con ellos.
»Pero no te hice secuestrar para destruir a los vardenos. No, tú estás aquí porque has demostrado ser merecedora de mi atención. Tú eres valiente, tenaz, ambiciosa e inteligente, y esas son las cualidades que más valoro de mis sirvientes. Me gustaría tenerte a mi lado, Nasuada, en calidad de consejera principal y dirigente de mi ejército mientras llevo a cabo las últimas tareas del gran plan en el que estoy trabajando desde hace más de un siglo. Un nuevo orden está a punto de asentarse en Alagaësia, y quisiera que tú formaras parte de él. Desde que murió el último de los Trece, he estado buscando a aquellos que podían ocupar su lugar. Durza fue una buena herramienta, pero al ser un Sombra tenía ciertas limitaciones: su falta de instinto de supervivencia no era más que una de ellas. De todos los candidatos que tuve en consideración, Murtagh fue el primero al que tuve en cuenta, y también el primero en sobrevivir a las pruebas que le puse. Tú serás la siguiente, estoy seguro. Y Eragon, el tercero.
Al escucharlo, Nasuada se sintió atenazada por el terror. Lo que le estaba proponiendo era mucho peor de lo que ella había imaginado.
Nasuada se sobresaltó al oír un fuerte ruido: el hombre de marrón estaba removiendo los trozos de carbón con los hierros y había golpeado el brasero con uno de ellos.
Galbatorix continuó hablando:
—Si sobrevives, tendrás la oportunidad de lograr mucho más de lo que hubieras conseguido estando con los vardenos. ¡Piénsalo! Si estás a mi servicio, podrías ayudar a traer la paz a toda Alagaësia, y serías mi principal ingeniera en ese diseño.
—Preferiría que me mordieran mil víboras antes que ponerme a tu servicio —repuso Nasuada, escupiendo.
Galbatorix soltó una carcajada que resonó en toda la habitación: era un hombre que no temía nada, ni siquiera la muerte.
—Ya lo veremos.
Nasuada se sobresaltó al notar que un dedo le rozaba la parte interior del brazo, dibujaba un círculo sobre su piel y descendía hasta la primera de las cicatrices del antebrazo. Sintió el calor de ese dedo sobre la cicatriz. El dedo le dio tres golpecitos y se deslizó hasta las otras cicatrices. Luego volvió a subir.
—Has derrotado a un contrincante en la Prueba de los Cuchillos Largos —dijo Galbatorix—, y con más cortes de los que se han soportado jamás, según lo que se recuerda. Eso demuestra dos cosas: que eres excepcionalmente fuerte y que eres capaz de detener tu imaginación, pues es un exceso de imaginación lo que hace que los hombres se vuelvan cobardes; no es el miedo, como muchos creen. Pero ninguna de estas características te va a ayudar ahora. Al contrario, van a ser un obstáculo. Todo el mundo tiene un límite, tanto físico como mental. La única pregunta es cuánto tardarás en llegar a ese punto. Y llegarás, te lo prometo. Quizá tu fuerza lo aplace, pero no lo podrá evitar. Tampoco tus escudos mágicos te servirán de nada mientras estés en mi poder. ¿Por qué, pues, sufrir sin necesidad?
Nadie cuestiona tu coraje: ya lo has demostrado ante todo el mundo.
Ahora tienes que ceder. No es vergonzoso aceptar lo inevitable.
Continuar significará tener que soportar una serie de torturas, solo para satisfacer tu sentido del deber. Deja que tu sentido del deber se sienta satisfecho ya, y júrame lealtad en el idioma antiguo. Si lo haces, tendrás de inmediato doce sirvientes a tus órdenes, vestidos de seda y de damasco, y unos lujosos aposentos solo para ti, además de un lugar en mi mesa para comer.
Galbatorix se calló un momento. Nasuada clavó la mirada en las líneas del techo, negándose a hablar. El dedo continuaba explorando su brazo y bajó hasta la muñeca. Allí se detuvo encima de una de las venas.
—Muy bien. Como desees. —La presión sobre el brazo desapareció—. Murtagh, ven, muéstrate. Estás siendo poco educado con nuestra invitada.
«Oh, él también no», pensó Nasuada, sintiendo una repentina y profunda tristeza.
El hombre que estaba delante del brasero se dio la vuelta, y aunque llevaba puesta una máscara de plata que le cubría la parte superior del rostro, Nasuada se dio cuenta de que se trataba de Murtagh. Sus ojos quedaban ocultos, pero sus labios tenían una expresión adusta.
—Murtagh se mostró un poco reticente al principio de estar a mi servicio, pero desde entonces ha demostrado ser un buen estudiante.
Tiene el talento de su padre. ¿No es así?
—Sí, señor —respondió Murtagh con voz ronca.
—Me sorprendió cuando mató al viejo rey Hrothgar en los Llanos Ardientes. No esperaba que se volviera contra sus antiguos amigos tan pronto, pero está lleno de rabia y de sed de sangre. Lo está. Sería capaz de arrancarle la cabeza a un kull con las manos si yo le diera la oportunidad, y lo he hecho. No hay nada que te guste más que matar, ¿verdad?
Los músculos del cuello de Murtagh se tensaron.
—Así es, señor.
Galbatorix rio por lo bajo.
—Murtagh Asesino de Reyes… Es un buen nombre, adecuado para una leyenda, pero es un nombre que nadie debe intentar ganarse a no ser que esté bajo mis órdenes. —Y, dirigiéndose a Nasuada, añadió—: Hasta ahora he sido negligente en su formación en las sutiles artes de la persuasión, por eso lo he traído hoy conmigo. Ya tiene cierta experiencia en este arte, pero nunca lo ha practicado y ya es hora de que lo domine. ¿Y qué otra manera mejor de que lo haga que aquí, contigo? Después de todo, fue Murtagh quien me convenció de que merecías unirte a mi nueva generación de discípulos.
Nasuada se sintió extrañamente traicionada. A pesar de lo que había sucedido, esperaba otra cosa de Murtagh. Lo miró, buscando una explicación, pero él permanecía tenso y distante, sin mirarla. Ella no adivinó nada en su expresión. Entonces el rey hizo un gesto en dirección al brasero y, con tono despreocupado, dijo:
—Coge un hierro.
Murtagh apretó los puños, sin moverse de sitio.
Nasuada oyó una palabra resonar en su oído interno, como el tañido de una gran campana. El mismo mundo pareció vibrar con ese sonido, como si un gigante hubiera tañido las cuerdas de la realidad y estas todavía vibraran. Por un momento le pareció que caía en el vacío, y el aire a su alrededor brilló como si fuera agua. A pesar del poder de esa palabra, no era capaz de recordar qué letras la formaban, pues la palabra había traspasado su mente y solo había dejado a su paso el recuerdo de su fuerza.
Murtagh tembló. Luego dio media vuelta, cogió uno de los hierros y lo sacó del brasero con un gesto brusco. El aire se llenó de chispas con el movimiento de su brazo, y algunas de ellas cayeron en espiral en el suelo.
El extremo del hierro brillaba con un pálido color amarillo que cambió a naranja al instante. La luz que producía se reflejaba en la media máscara de Murtagh, cosa que le confería un aspecto inhumano y grotesco. Nasuada se vio reflejada en la máscara: su torso se veía distorsionado y sus largas piernas se alargaban formando unas oscuras líneas que seguían la curva del pómulo de Murtagh. Él avanzó hacia ella. Nasuada, aunque sabía que era inútil, tiró de los grilletes con todas sus fuerzas.
—No lo comprendo —le dijo a Galbatorix, con una calma fingida—. ¿No vas a utilizar tu mente contra mí?
No era que deseara que lo hiciera, pero prefería tener que enfrentarse a un ataque mental que a soportar el dolor de los hierros candentes.
—Ya habrá tiempo para eso, si hace falta —repuso él—. De momento tengo curiosidad por averiguar cuán valiente eres en realidad, Nasuada, hija de Ajihad. Además, preferiría no obtener tu juramento de lealtad ejerciendo poder sobre tu mente. Quiero que tomes esa decisión de forma libre y mientras todavía estás en pleno dominio de tus facultades.
—¿Por qué? —preguntó Nasuada con la voz ahogada.
—Porque eso me complace. Ahora, y por última vez, ¿te sometes?
—Nunca.
—Que así sea. Murtagh…
El hierro bajó hacia Nasuada. Su punta parecía un rubí gigante y caliente.
No le habían puesto nada en la boca para que lo mordiera, así que no pudo hacer otra cosa que gritar. La sala octogonal se llenó con los ecos de su agonía hasta que la voz le falló y una oscuridad absoluta envolvió por completo a Nasuada.
Eragon levantó la cabeza, respiró hondo y sintió que sus preocupaciones se volvían menores.
Cabalgar a lomos de un dragón no era ningún descanso, pero la proximidad con Saphira les resultaba tranquilizadora a ambos. El simple placer del contacto físico les reconfortaba como pocas cosas podían hacerlo. Por otra parte, el sonido y el movimiento constante de sus alas ayudaban a apartar la mente de los lúgubres pensamientos que le acechaban.
A pesar de la urgencia de su viaje y de lo precario de las circunstancias en general, Eragon agradecía estar lejos de los vardenos. El reciente baño de sangre le había dejado la sensación de que ya no era el mismo.
Desde que había vuelto con los vardenos, en Feinster, se había pasado la mayor parte del tiempo combatiendo o a la espera de hacerlo, y la tensión estaba empezando a desgastarle, especialmente tras la violencia y el horror de la lucha en Dras-Leona. Por cuenta de los vardenos había matado a cientos de soldados —de los que pocos habían podido presentarle la mínima batalla—, y aunque sus acciones estaban justificadas, los recuerdos le inquietaban. No quería que cada combate fuera desesperado y que cada rival fuera de un nivel igual o superior a él, por supuesto, pero tampoco podía evitar sentirse más como un carnicero que como un guerrero cuando mataba a tantos tan fácilmente. Había llegado a pensar que la muerte era algo corrosivo, y que cuanto más la rondaba, más le quitaba parte de su ser.
No obstante, estar solo con Saphira —y con Glaedr, aunque el dragón dorado se había mostrado hermético desde su partida— le ayudaba a recuperar cierta sensación de normalidad. Se sentía más cómodo cuando estaba solo o en grupos pequeños, y prefería no pasar mucho tiempo en pueblos o ciudades, ni siquiera en un campamento como el de los vardenos. A diferencia de la mayoría de las personas, no le tenía aversión ni miedo al entorno natural; por agreste o desolado que fuera aquel territorio, poseía una elegancia y una belleza muy superior a cualquier artificio, y él sentía que le ayudaba a recuperarse.
Así que dejó que el vuelo de Saphira le distrajera, y durante la mayor parte del día no hizo nada más que contemplar el paisaje.
Desde el campamento de los vardenos, a orillas del lago Leona, Saphira atravesó la gran extensión de agua y luego viró al noroeste y ascendió tanto que Eragon tuvo que usar un hechizo para protegerse del frío.
El lago parecía una superficie hecha de retales, con un aspecto brillante en las zonas donde el ángulo de las olas reflejaba la luz solar hacia Saphira, y apagado y gris donde no brillaba la luz. Eragon nunca se cansaba de contemplar los cambiantes patrones de luz; no había nada igual en el mundo.
A menudo veía halcones pescadores, grullas, gansos, patos, estorninos y otras aves volando por debajo de ellos. La mayoría hacía caso omiso de Saphira, pero algunos de los halcones ascendieron en espiral y los acompañaron un rato, más curiosos que asustados. Dos de ellos fueron tan osados que hasta se cruzaron por delante de ella, a apenas unos metros de sus largos dientes afilados.