Authors: Christopher Paolini
El chico intentó entrar en contacto con su mente, pero no le llegaban sus pensamientos; era como si ya no estuviera en la sala con ellos.
Galbatorix se rio, volvió a ponerse la espada sobre el regazo y se apoyó en el trono.
—¿De verdad creías que no sabía nada de tu habilidad, niña? ¿De verdad creías que podías dejarme indefenso con un truco tan simple y transparente? Sí, no dudo de que tus palabras pueden hacerme daño, pero solo si las oigo. —Sus pálidos labios se curvaron trazando una sonrisa fría y cruel—. Qué tontería. ¿«Esto» es vuestro gran plan?
¿Una niña que no puede hablar a menos que yo se lo permita, una lanza más indicada para colgarla de la pared que para la batalla, y una colección de eldunarís medio locos por la edad? Pues vaya. Esperaba más de ti, Arya. Y de ti, Glaedr, pero supongo que las emociones te han nublado la razón desde que usé a Murtagh para matar a Oromis.
Matadle
—les dijo Glaedr a Eragon, Saphira y Arya.
El dragón dorado parecía perfectamente tranquilo, pero tras aquella serenidad se ocultaba una rabia que sobrepasaba a cualquier otra emoción.
Eragon cruzó una mirada rápida con Arya y Saphira, y los tres se dirigieron hacia la tarima, al tiempo que Glaedr, Umaroth y el resto de los eldunarís atacaban la mente de Galbatorix.
El chico apenas había dado unos pasos cuando el rey se levantó de su trono de terciopelo y gritó una palabra. La palabra reverberó en el interior de la mente de Eragon, y cada parte de su ser vibró a modo de respuesta, como si todo él no fuera más que un instrumento en el que un bardo hubiera tocado una cuerda. A pesar de la intensidad de la respuesta, Eragon no era capaz de recordar la palabra; se le borró de la mente, dejando tras de sí solo la certeza de su existencia y de cómo le había afectado.
Galbatorix pronunció otras palabras tras la primera, pero ninguna de ellas tuvo el mismo efecto, y Eragon estaba demasiado aturdido como para entender su significado. En el momento en que la frase salió de los labios del rey, una fuerza inmovilizó a Eragon, deteniéndolo en mitad de un paso. Sobresaltado, soltó un grito. Intentó moverse, pero era como si su cuerpo estuviera envuelto por una capa de piedra. Lo único que podía hacer era respirar, mirar y, según parecía, hablar.
No lo entendía; sus defensas deberían de haberle protegido de la magia del rey. No era posible que le hubieran dejado así, como si se estuviera tambaleando al borde de un enorme abismo.
A su lado, Saphira, Arya y Elva estaban paralizadas, igual que él.
Furioso por la facilidad con que les había atrapado el rey, Eragon unió su mente a las de los eldunarís, que batallaban con la de Galbatorix. Percibió un número enorme de mentes que se les oponían: eran dragones, que canturreaban, balbucían y chillaban en un coro alocado y disonante tan lleno de dolor y pena que Eragon decidió apartarse, por si le arrastraban hacia su propia locura. También eran fuertes; la mayor parte debían de ser como Glaedr o más grandes.
La oposición de los dragones hacía imposible atacar a Galbatorix directamente. Cada vez que Eragon creía haber llegado a contactar con los pensamientos del rey, uno de los dragones esclavizados se lanzaba a su mente y —con una risa desquiciada que no paraba— le obligaba a retirarse. Combatir a los dragones era difícil debido a sus pensamientos alocados e incoherentes; someter a uno de ellos era como intentar retener a un lobo rabioso. Y había muchos, muchos más de los que habían escondido los Jinetes en la Cripta de las Almas.
Antes de que ninguno de los dos bandos pudiera imponerse, Galbatorix, que parecía absolutamente ajeno al forcejeo, dijo:
—Venid aquí, queridos míos, y saludad a nuestros invitados.
De detrás del trono salieron un niño y una niña, y se situaron a la derecha del rey. La niña parecía tener unos seis años. El niño, quizás ocho o nueve. Se parecían mucho, y Eragon supuso que serían hermanos. Ambos iban vestidos con ropa de dormir. La niña se cogió de la mano del niño y se escondió en parte tras él; este parecía asustado pero decidido. Mientras luchaba contra los eldunarís de Galbatorix, Eragon contactó con la mente de los críos, y percibió su pánico y confusión, y supo que eran reales.
—¿No es encantadora? —preguntó Galbatorix, levantando la barbilla de la niña con su largo dedo—. Con esos ojos tan grandes y ese cabello tan bonito. ¿Y no es guapo nuestro hombrecito? —Apoyó la mano en el hombro del chico—. Se dice que los niños son una bendición. Yo en realidad no comparto esa idea. Por mi experiencia, los niños son tan crueles y rencorosos como los adultos. Lo único que les falta es la fuerza necesaria para someter a los demás a su voluntad.
»A lo mejor estáis de acuerdo conmigo; a lo mejor no. En cualquier caso, sé que vosotros, los vardenos, os jactáis de vuestra virtud. Os veis como defensores de la justicia y protectores de los inocentes (como si hubiera alguien realmente inocente) y como nobles guerreros que luchan para enmendar una injusticia secular. Bueno, pues muy bien; pongamos a prueba vuestras convicciones y veamos si sois lo que afirmáis ser. A menos que detengáis vuestro ataque, mataré a estos dos —sacudió el hombro del niño—, y también los mataré si osáis volver a atacarme… De hecho, si me contrariáis demasiado, los mataré igualmente, así que os aconsejo que seáis corteses.
Al oír aquello los niños se quedaron pálidos, pero no intentaron huir.
Eragon miró en dirección a Arya, y vio la frustración en sus ojos.
¡Umaroth!
—gritaron.
No
—gruñó el dragón blanco, mientras forcejeaba con la mente de otro eldunarí.
Tienes que parar —dijo Arya.
¡No!
Los matará
—insistió Eragon.
¡No! No nos rendiremos. ¡Ahora no!
¡Ya basta!
—rugió Glaedr—.
¡Hay pequeños en peligro!
Y más pequeños estarán en peligro si no matamos al Ladrón de Huevos.
Sí, pero ahora no es el mejor momento para eso
—objetó Arya—.
Esperemos un poco, y quizás encontremos un modo de atacarle sin poner en peligro las vidas de los niños.
¿Y si no?
—preguntó Umaroth.
Ni Eragon ni Arya tenían una respuesta para eso.
Entonces haremos lo que tenemos que hacer
—decidió Saphira.
Eragon odiaba hacer aquello, pero sabía que tenía razón. No podían poner a aquellos dos niños por delante de toda Alagaësia. Si podían, los salvarían, pero, si no, seguirían atacando. No tenían otra opción.
Umaroth y los eldunarís por los que hablaba Eragon cedieron a regañadientes y Galbatorix sonrió.
—Muy bien. Eso está mejor. Ahora podemos hablar como seres civilizados, sin tener que preocuparnos de quién intenta matar a quién.
—Le dio una palmadita al chico en la cabeza y luego señaló los escalones de la tarima—. Sentaos.
Sin discutir, los niños se instalaron en el escalón más bajo, lo más lejos del rey que pudieron. Entonces Galbatorix hizo un movimiento y dijo «Kausta», y Eragon se deslizó hacia delante hasta situarse en la base de la tarima, igual que Arya, Elva y Saphira.
Eragon seguía asombrado de que sus defensas no le protegieran.
Pensó en la «palabra» —fuera lo que fuera— y una terrible sospecha empezó a arraigar en su interior, tras lo cual llegó la desesperanza.
Pese a todos sus planes, a todas sus discusiones, sus preocupaciones y sus sufrimientos, pese a todos sus sacrificios, Galbatorix los había capturado con la misma facilidad con que se habría hecho con una camada de gatitos recién nacidos. Y si la sospecha de Eragon era cierta, el rey tenía un poder aún más formidable de lo que sospechaban.
Aun así, no estaban del todo desvalidos. De momento, al menos, controlaban sus mentes. Y parecía que aún podían usar la magia…, de un modo o de otro.
Galbatorix posó la mirada en Eragon.
—Así que tú eres el que me ha creado tantos problemas, Eragon, hijo de Morzan… Tú y yo deberíamos habernos conocido hace mucho tiempo. Si tu madre no hubiera sido tan tonta como para esconderte en Carvahall, habrías crecido aquí, en Urû’baen, como un niño noble, con todas las riquezas y las responsabilidades que ello conlleva, en lugar de pasarte los días revolcándote entre el fango.
»Sea como fuere, ahora estás aquí y todas esas cosas serán por fin tuyas. Te pertenecen por nacimiento, son tu legado, y yo me ocuparé de que las recibas —afirmó. Escrutó a Eragon con mayor intensidad y luego observó—: Te pareces más a tu madre que a tu padre. A Murtagh le ocurre lo contrario. Aun así, eso poco importa.
Cualquiera que sea vuestro parecido, es de ley que tu hermano y tú estéis a mi servicio, como lo estuvieron vuestros padres.
—Nunca —dijo Eragon apretando las mandíbulas.
En el rostro del rey apareció una fina sonrisa.
—¿Nunca? Eso lo veremos —Apartó la mirada—. Y tú, Saphira…
De todos mis invitados de hoy, tú eres la que recibo con mayor ilusión. ¿Te acuerdas de este sitio? ¿Te acuerdas del sonido de mi voz? Me pasé más de una noche hablándoos a ti y a los otros huevos a mi cargo durante los años en que iba asegurando mi reinado sobre el Imperio.
Lo recuerdo… un poco
—dijo Saphira.
Eragon le transmitió sus palabras al rey. Ella no quería comunicarse directamente con Galbatorix, y el rey tampoco lo habría permitido. El mejor modo de protegerse mientras no estuvieran en combate abierto era mantener las mentes separadas.
Galbatorix asintió.
—Y estoy seguro de que recordarás más cuanto más tiempo pases entre estas paredes. Puede que no te dieras cuenta en aquel momento, pero pasaste la mayor parte de tu vida en una sala no muy lejos de esta. Esta es tu casa, Saphira. Es tu lugar de origen. Y es donde construirás tu nido y pondrás tus huevos.
Saphira entrecerró los ojos, y Eragon sintió una extraña nostalgia en ella, combinada con un odio feroz.
El rey pasó a la siguiente:
—Arya Dröttningu. Parece que el destino tiene un curioso sentido del humor, puesto que aquí estás, después de que ordenara que te trajeran hace tanto tiempo. Has seguido un largo camino para venir, pero por fin has llegado, y por propia voluntad. Eso me parece bastante divertido. ¿A ti no?
Arya apretó los labios y se negó a responder.
Galbatorix chasqueó la lengua.
—Admito que has sido una molestia constante durante un tiempo.
No tanto como ese entrometido incompetente de Brom, pero tampoco tú has perdido el tiempo. Podríamos decir que toda esta situación es culpa tuya, ya que fuiste tu quien enviaste el huevo de Saphira a Eragon. No obstante, no te guardo ningún rencor. Si no hubiera sido por ti, quizá Saphira no habría salido del huevo y no habría podido sacar a los últimos enemigos que me quedan de sus madrigueras. Te doy las gracias por ello.
»Y luego estás tú, Elva. La niña con la señal de un Jinete en la frente. Marcada por los dragones y bendecida con la capacidad de percibir todo lo que hace sufrir a una persona y todo lo que la «hará» sufrir. Cuánto debes de haber sufrido estos últimos meses. Cuánto debes despreciar a todos los que te rodean por sus debilidades, mientras te ves obligada a compartir sus miserias. Los vardenos no han sabido aprovechar tu potencial. Hoy mismo pondré fin a los conflictos que tanto te han atormentado, y no tendrás que soportar nunca más los errores y las desgracias de otros. Eso te lo prometo.
Puede que ocasionalmente tenga que recurrir a tu don, pero, por lo demás, podrás vivir como te plazca, y encontrarás la paz.
Elva frunció el ceño, pero era evidente que la oferta del rey le resultaba tentadora. Eragon se dio cuenta de que escuchar a Galbatorix podía ser tan peligroso como escuchar a la propia Elva.
Galbatorix hizo una pausa y rozó la empuñadura envuelta en hilos de metal mientras los miraba a todos con los párpados caídos. Luego miró más allá, hacia el punto en el que flotaban ocultos los eldunarís, y adoptó un tono más sombrío.
—Transmitid mis palabras a Umaroth según las pronuncio —ordenó—. ¡Umaroth! Nos encontramos de nuevo en un momento aciago.
Pensé que te había matado en Vroengard.
Umaroth respondió, y Eragon empezó a transmitir sus palabras:
—Dice que…
—… que solo mataste su cuerpo —acabó Arya.
—Eso es evidente —dijo Galbatorix—. ¿Dónde te ocultaron los Jinetes, a ti y a los que estaban contigo? ¿En Vroengard? ¿O en algún otro lugar? Mis siervos y yo mismo buscamos a fondo por entre las ruinas de Doru Araeba.
Eragon dudó de si debía transmitir la respuesta del dragón, ya que estaba seguro de que al rey no le gustaría, pero no veía otra posibilidad.
—Dice… que no está dispuesto a compartir esa información contigo.
Las cejas de Galbatorix se encontraron por encima de la nariz.
—¿Ah, no? Bueno, me lo dirá muy pronto, esté o no esté dispuesto. —El rey dio un golpecito en el pomo de su espada, de un blanco deslumbrante—. Le cogí esta espada a su Jinete cuando lo maté (cuando maté a Vrael) en la torre de guardia sobre el valle de Palancar. Vrael le había puesto nombre a esta espada. La llamaba
Islingr
, «Iluminadora». Yo pensé que
Vrangr
era un nombre más… apropiado.
Vrangr
significaba «perversa»; y Eragon estaba de acuerdo en que aquel nombre le iba mucho mejor.
Tras ellos se oyó un impacto sordo y Galbatorix volvió a sonreír.
—Ah, bien. Murtagh y Espina se unirán a nosotros enseguida, y entonces podremos empezar. —Otro sonido llenó la estancia, y luego un enorme resoplido que parecía provenir de varios sitios a la vez.
Galbatorix miró atrás, por encima del hombro—. Ha sido una falta de consideración por vuestra parte atacar tan temprano. Yo ya estaba despierto (me levanto antes del amanecer), pero habéis despertado a Shruikan. Se irrita bastante cuando está cansado, y cuando está irritado tiende a comerse a la gente. Mis guardias aprendieron hace mucho a no molestarle cuando descansa. Habríais hecho bien en seguir su ejemplo.
Mientras Galbatorix hablaba, las cortinas de detrás del trono se movieron, levantándose hacia el techo.
Eragon observó, pasmado, que en realidad se trataba de las alas de Shruikan.
El dragón negro estaba tendido en el suelo con la cabeza cerca del trono. La mole de su enorme cuerpo formaba un muro demasiado escarpado y alto como para que nadie pudiera trepar a lo alto sin usar la magia. Sus escamas no tenían el brillo radiante de las de Saphira o Espina, sino que era más bien un brillo líquido y oscuro, como de tinta, que las hacía casi opacas, y les daba un aspecto fuerte y sólido que Eragon no había visto nunca en las escamas de un dragón; era como si Shruikan estuviera forrado de piedra o metal, no de joyas.