Authors: Christopher Paolini
Una y otra vez, Barst intentó aplastar a Islanzadí con su maza, igual que había hecho con los otros elfos. Pero ella era demasiado rápida y parecía que, aunque quizá no le igualara en fuerza, al menos sí tenía la suficiente como para desviar sus golpes sin dificultad.
Roran pensó que los otros elfos debían de estar ayudándola, porque no parecía agotarse, pese a sus esfuerzos.
Un kull y otros dos elfos se unieron a Islanzadí. Barst no les prestó atención, más que en el momento de matarlos, uno a uno, en cuanto cometían el error de ponérseles a tiro.
Roran se sorprendió a sí mismo viendo que apretaba tanto la columna que empezaba a sentir calambres en las manos.
Pasaron los minutos, e Islanzadí y Barst lucharon arriba y abajo por la calle. Los movimientos de la reina elfa eran espectaculares: ágiles, ligeros y poderosos. A diferencia de Barst, ella no podía permitirse ni un error —y no lo hacía—, porque sus defensas no la protegerían de aquello. La admiración de Roran por Islanzadí aumentaba por momentos, y tuvo la impresión de que estaba presenciando una batalla de la que se hablaría durante siglos. El cuervo a menudo se lanzaba contra Barst, intentando distraerle. Tras los primeros intentos del pájaro, Barst dejó de hacerle caso, puesto que aquel animal enloquecido no podía tocarle, y tenía que hacer enormes esfuerzos para esquivar su maza.
El animal parecía más y más frustrado; graznaba cada vez con más frecuencia y arriesgaba más en sus ataques y, en cada ocasión que arremetía, se acercaba un poco más a la cabeza y el cuello de Barst.
Por fin, en uno de los ataques del pájaro, Barst giró la maza hacia arriba, cambiando su trayectoria, y le dio al cuervo en el ala izquierda.
El animal soltó un chillido de dolor y cayó un palmo hacia el suelo, pero luego se recuperó y volvió a alzar el vuelo.
Barst lanzó la maza contra el cuervo otra vez, pero Islanzadí la detuvo con su espada y ambos se quedaron con las armas bloqueadas, la espada encajada entre las púas de la maza.
Elfa y humano se balancearon a un lado y otro por la tensión, empujando sin poder imponerse al rival. Entonces la reina Islanzadí gritó una palabra en el idioma antiguo, y en el lugar de contacto de las armas apareció un brillante resplandor.
Roran entrecerró los ojos, se protegió con la mano y apartó la mirada.
Durante un minuto, los únicos ruidos que se oyeron fueron los gritos de los heridos y un tañido metálico que fue aumentando de intensidad hasta resultar prácticamente insoportable. A su lado, Roran vio al hombre gato que acompañaba a Angela encogiéndose y tapándose las peludas orejas con las zarpas.
Cuando el sonido alcanzó su máxima intensidad, la hoja de la espada de Islanzadí se quebró y la luz y el tañido metálico desaparecieron.
Entonces la reina elfa golpeó a Barst en el rostro con el extremo roto de su espada y dijo:
—¡Yo te maldigo, Barst, hijo de Berengar!
Barst dejó que la espada atravesara sus defensas. Luego agitó su maza una vez más y golpeó a la reina Islanzadí entre el cuello y el hombro. La reina cayó al suelo, con la cota de malla dorada empapada en sangre.
Y se hizo el silencio.
El cuervo blanco sobrevoló el cuerpo de Islanzadí una vez más y emitió un quejido lastimero; luego se dirigió lentamente hacia la brecha de la muralla exterior, con las plumas del ala herida chafadas y manchadas de rojo.
Un grito de dolor se extendió entre los vardenos. Por todas las calles, los hombres bajaron las armas y salieron corriendo. Los elfos gritaron de rabia y dolor, con un sonido terrible, y todos los que llevaban arco dispararon sus flechas hacia Barst, pero estas ardieron y se consumieron antes de alcanzarle. Una docena de elfos cargaron contra él, pero él se los quitó de encima como si fueran niños. En aquel momento, otros cinco elfos se lanzaron al lugar donde estaba el cuerpo de Islanzadí y se la llevaron cargándola sobre sus escudos en forma de hoja.
Roran no quería creérselo. De todos los que estaban allí, Islanzadí era la que menos esperaba que pudiera morir. Se quedó mirando a los hombres que huían y los maldijo en silencio por traidores y cobardes; luego miró a Barst, que estaba reuniendo sus tropas para intentar sacar a los vardenos y a sus aliados de Urû’-baen.
El nudo en la garganta de Roran se tensó aún más. Los elfos seguirían luchando, pero los hombres, los enanos y los úrgalos ya no tenían ánimo para combatir. Lo veía en sus rostros. Romperían filas y se retirarían, y Barst los masacraría a centenares por la espalda. Y tampoco se detendría en las murallas de la ciudad, estaba seguro.
No, seguiría por los campos y perseguiría a los vardenos hasta su campamento, dispersándolos y matando a todos los que pudiera.
Ese era su plan.
Lo peor de todo era que, si Barst llegaba al campamento, Katrina estaría en peligro, y Roran no se hacía ilusiones sobre lo que le ocurriría si caía en manos de los soldados.
Se quedó mirando sus manos manchadas de sangre. Había que parar a Barst. Pero ¿cómo? Roran pensó y pensó, repasando todo lo que sabía sobre la magia hasta que por fin recordó lo que había sentido cuando los soldados le habían atrapado y vapuleado.
Respiró profundamente y suspiró, estremeciéndose.
Había un modo, pero era peligroso, muy peligroso. Si hacía lo que se estaba planteando, sabía que probablemente no volvería a ver a Katrina, y mucho menos conocería a su hijo, aún por nacer. Sin embargo, su convicción le dio cierta paz. Dar su vida por la de ellos le parecía un trato justo, y si al mismo tiempo podía contribuir a la salvación de los vardenos, no le importaba el sacrificio.
«Katrina…»
No le costó decidirse.
Levantando la cabeza, se dirigió a la herbolaria, que estaba tan impresionada y abatida como cualquier elfo. Le tocó en el hombro con el borde del escudo y le dijo:
—Necesito tu ayuda.
Ella lo miró con los ojos enrojecidos.
—¿Qué pretendes hacer?
—Matar a Barst —dijo, y sus palabras atrajeron las miradas de todos los que les rodeaban.
—¡Roran, no! —exclamó Horst.
—Te ayudaré en todo lo que pueda —respondió la herbolaria.
—Bien. Quiero que vayas a buscar a Jörmundur, Garzhvog, Orik, Grimrr y un elfo que tenga alguna autoridad.
La mujer de pelo rizado se sorbió la nariz y se frotó los ojos.
—¿Dónde quieres que se reúnan contigo?
—Aquí mismo. ¡Y date prisa, antes de que huyan más hombres!
Angela asintió y salió corriendo acompañada del hombre gato, pegándose a los edificios para protegerse.
—Roran —dijo Horst, agarrándole del brazo—, ¿qué te propones?
—No voy a enfrentarme a él sin más, si es lo que crees —le tranquilizó, señalando a Barst con un gesto de la cabeza.
Horst parecía aliviado en cierta medida.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Ya lo verás.
Varios soldados con picas subieron la escalinata del edificio a la carrera, pero los enanos de pelo rojo que se habían unido al grupo de Roran los repelieron con facilidad, gracias a la posición de ventaja que les daban los escalones.
Mientras los enanos combatían a los soldados, Roran se dirigió a un elfo situado allí mismo que —con una mueca inmutable en el rostro— iba vaciando su carcaj a una velocidad prodigiosa, disparando todas sus flechas hacia Barst. Ninguna de ellas, por supuesto, dieron en el blanco.
—Ya basta —dijo Roran. El elfo de pelo oscuro no le hizo ni caso, así que le agarró la mano derecha, en la que sostenía el arco, y tiró de ella hacia un lado—. He dicho que ya basta. Guárdate las flechas.
Se oyó un gruñido, y Roran sintió una mano apretándole la garganta.
—No me toques, humano.
—¡Escúchame! Puedo ayudaros a matar a Barst. Pero… suéltame.
Un par de segundos después, los dedos que apretaban el cuello de Roran se relajaron.
—¿Cómo,
Martillazos
? —La sed de sangre en la voz del elfo contrastaba con las lágrimas que caían por sus mejillas.
—Lo descubrirás enseguida. Pero primero tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no podéis matar a Barst con la mente? Solo es un hombre, y vosotros sois muchos.
Por un momento, el rostro del elfo adoptó una expresión de angustia.
—¡Porque oculta su mente!
—¿Y cómo lo hace?
—No lo sé. No percibimos sus pensamientos. Es como si una esfera rodeara su mente. No vemos nada más allá de la esfera, y no podemos penetrar en ella.
Roran se esperaba algo así.
—Gracias —dijo, y el elfo hizo un mínimo gesto con la cabeza en reconocimiento.
Garzhvog fue el primero en llegar al edificio; emergió de una calle cercana y subió los escalones con dos enormes zancadas; luego se volvió y lanzó un rugido a los treinta soldados que le seguían. Al ver al kull a salvo y entre amigos, los soldados se retiraron.
—¡
Martillazos
! —exclamó Garzhvog—. Has llamado, y yo he venido.
Unos minutos más tarde, el resto de los que le había pedido a la herborista que trajera estaban allí. El elfo de cabello plateado que se presentó era uno de los que Roran había visto con Islanzadí en diversas ocasiones. Se llamaba Lord Däthedr. Los seis, todos manchados de sangre y con aspecto fatigado, hicieron un corrillo entre las aflautadas columnas.
—Tengo un plan para matar a Barst —anunció Roran—, pero necesito vuestra ayuda, y no tenemos mucho tiempo. ¿Puedo contar con vosotros?
—Eso depende de tu plan —dijo Orik—. Cuéntanoslo primero.
Así que Roran se explicó lo más rápidamente que pudo. Cuando hubo acabado, preguntó a Orik:
—¿Tus ingenieros pueden orientar las catapultas y las balistas con la máxima precisión?
El enano hizo un ruido con la garganta.
—No con estas máquinas construidas por humanos. Podemos situar una piedra a seis o siete metros del objetivo, pero que se acerquen más dependerá de la suerte.
Roran miró a Lord Däthedr, el elfo.
—¿Los tuyos te obedecerán en lo que les mandes?
—Obedecerán mis órdenes,
Martillazos
. No lo dudes.
—Entonces, ¿enviarás a alguno de tus magos con los enanos para que ayuden a dirigir las piedras?
—No habría ninguna garantía de éxito. Es fácil que los hechizos fallen o se tuerzan.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo Roran, pasando la mirada por todo el grupo—. Os pregunto de nuevo: ¿puedo contar con vosotros?
Junto a la muralla, resonó un nuevo coro de gritos al abrirse paso a mazazos Barst por entre un grupo de hombres.
Garzhvog sorprendió a Roran respondiendo el primero:
—La guerra te ha vuelto loco,
Martillazos
, pero yo te seguiré —dijo, con un sonido ahogado que Roran interpretó como una risa—. Matar a Barst nos dará mucha gloria.
Entonces fue Jörmundur quien habló:
—Sí, yo también te seguiré, Roran. No creo que tengamos otra opción.
—De acuerdo —asintió Orik.
—De
acuerrrrdo
—dijo Grimrr, rey de los hombres gatos, arrastrando la palabra hasta convertirla en un ronroneo.
—De acuerdo —intervino Lord Däthedr.
—¡Pues vamos! —exclamó Roran—. ¡Ya sabéis lo que tenéis que hacer! ¡Adelante!
Cuando se quedó solo, Roran llamó a sus soldados y les contó su plan. Se agazaparon entre las columnas y esperaron. Tardaron tres o cuatro minutos —un tiempo precioso en el que Barst y sus soldados llevaron a los vardenos cada vez más cerca de la muralla exterior—. Entonces Roran vio a unos grupos de enanos y elfos que se encaramaban a doce de las balistas y catapultas más cercanas y las liberaban de soldados.
Pasaron unos cuantos minutos más de gran tensión. Entonces Orik subió a la carrera los peldaños del edificio, acompañado de treinta de sus enanos, y anunció:
—Están listos.
Roran asintió y dijo a todo el mundo:
—¡A vuestros puestos!
Los restos del batallón de Roran formaron una densa cuña, con él en la punta y con los elfos y los úrgalos justo por detrás. Orik y sus enanos ocuparon la retaguardia.
—¡Adelante! —gritó Roran, cuando tuvo a todos los guerreros en sus puestos. Y bajó al trote los escalones, entre soldados enemigos, sabiendo que el resto del grupo le seguía de cerca.
Los soldados no se esperaban la carga; el grupo se abrió ante Roran como el agua ante la proa de un barco.
Un hombre intentó cortarle el paso, y Roran le clavó la lanza en el ojo sin detenerse siquiera.
Cuando estaban a unos quince metros de Barst, que estaba de espaldas, Roran se detuvo, al igual que los guerreros que le seguían, y le dijo a uno de los elfos:
—Haz que todos los que están en la plaza puedan oírme.
El elfo murmuró algo en el idioma antiguo.
—Ya está —dijo luego.
—¡Barst! —gritó Roran, y descubrió, aliviado, que su voz resonaba por encima del fragor de la batalla. Los combates en las calles se detuvieron, salvo por algunas escaramuzas aquí y allá.
Roran tenía la frente cubierta de sudor y el corazón le latía con fuerza, pero se negaba a dejar paso al miedo.
—¡Barst! —volvió a gritar, y golpeó el escudo con la lanza—. ¡Lucha conmigo, perro sarnoso!
Un soldado salió corriendo a su encuentro. Roran le bloqueó el paso con la espada y, con un diestro movimiento, lo abatió con dos golpes rápidos. Liberó su lanza y repitió su llamada:
—¡Barst!
La corpulenta figura se giró lentamente en su dirección. Ahora que lo tenía más cerca, podía ver la mirada inteligente y taimada de los ojos de Barst y la sonrisita burlona que curvaba las comisuras de su boca infantil. Su cuello era tan grueso como los muslos de Roran, y bajo su cota de malla se veían unos brazos musculosos. Los reflejos de su prominente peto metálico le deslumbraban, pese a sus esfuerzos por no mirar.
—¡Barst! ¡Soy Roran
Martillazos
, primo de Eragon
Asesino de Sombra
! Lucha conmigo si te atreves, o quedarás como un cobarde ante todos los presentes.
—No hay ningún hombre que me asuste,
Martillazos
. O quizá debería decir «Sin Martillo», porque no veo que lleves ninguno.
—No necesito ningún martillo para matarte, sabandija —replicó Roran, levantando la cabeza.
—¿Ah, sí? —La sonrisita de Barst se hizo más amplia—. ¡Dadnos espacio! —gritó, y agitó su maza ante soldados y vardenos.
Con el estrépito sordo de miles de pies retrocediendo, ambos ejércitos se retiraron y se formó un amplio círculo alrededor de Barst, que señaló a Roran con su maza.