Authors: Christopher Paolini
—Galbatorix me habló de ti, «Sin Martillo». Dijo que podía romperte todos los huesos del cuerpo antes de matarte.
—¿Y si soy yo quien te rompe los huesos a ti? —dijo Roran.
«¡Ahora!», pensó con todas sus fuerzas, intentando que sus pensamientos salieran disparados por la oscuridad que rodeaba su mente. Esperaba que los elfos y los otros hechiceros estuvieran escuchando, tal como habían quedado.
Barst frunció el ceño y abrió la boca. Pero antes de que pudiera hablar, un ruido similar a un silbido recorrió la ciudad, y seis proyectiles de piedra —cada uno del tamaño de un barril—sobrevolaron las casas procedentes de las catapultas de la muralla, acompañados de media docena de jabalinas.
Cinco de las piedras fueron a caer directamente sobre Barst. La sexta se desvió y fue rebotando por la plaza como una piedra plana sobre el agua, arrollando a hombres y enanos.
Las piedras se resquebrajaron y explotaron al impactar contra las defensas de Barst. Los fragmentos de roca salieron volando en todas direcciones. Roran se ocultó tras su escudo y a punto estuvo de caer al suelo cuando un pedazo de piedra impactó contra él, magullándole el brazo. Las jabalinas se desintegraron en una llamarada amarilla, lo que le dio un aspecto aún más fantasmagórico a la nube de polvo que quedó flotando sobre Barst.
Cuando estuvo seguro de que seguía de una pieza, Roran miró por encima de su escudo.
Barst estaba tendido en el suelo, entre los escombros, con la maza en el suelo, a su lado.
—¡Cogedle! —gritó Roran, y salió corriendo hacia delante.
Muchos de los vardenos presentes se lanzaron hacia Barst, pero los soldados con los que habían estado combatiendo lanzaron un grito y atacaron, evitando que pudieran avanzar más que unos pasos. Con un rugido generalizado, los dos ejércitos volvieron a la lucha, exaltados y rabiosos.
En ese momento apareció Jörmundur por una calle lateral, encabezando a un batallón de cien hombres que había ido reclutando de los extremos del campo de batalla, y con ellos fue a apoyar a los que retenían a los soldados enemigos mientras Roran y los otros se ocupaban de Barst.
Desde el lado contrario de la plaza, Garzhvog y otros seis kull salieron a la carga desde detrás de los caballos que habían usado como trinchera. Sus pasos resonaron por el suelo, y tanto soldados del Imperio como vardenos tuvieron que echarse a un lado.
Entonces cientos de hombres gato, la mayoría de ellos en su forma animal, salieron de entre la masa de combatientes y recorrieron la plaza adoquinada, mostrando los dientes, hacia donde se encontraba tendido Barst.
El hombre apenas había empezado a moverse cuando Roran llegó a su altura. Agarrando la lanza con ambas manos, arremetió contra su cuello.
La hoja del arma se detuvo a un palmo del cuello, y la punta se torció y se quebró como si hubiera chocado contra un bloque de granito.
Roran soltó un exabrupto y siguió apuñalando lo más rápidamente que pudo, intentando evitar que el eldunarí que ocultaba Barst en el peto recuperara sus fuerzas. Este, aturdido, soltó un gruñido.
—¡Rápido! —les gritó Roran a los úrgalos.
Cuando estuvieron lo bastante cerca, Roran se echó a un lado para que los kull dispusieran del espacio que necesitaban. Por turnos, cada uno de los enormes úrgalos golpearon a Barst con sus armas.
Sus defensas pararon los golpes, pero los kull siguieron aporreando.
El sonido era ensordecedor.
Los hombres gato y los elfos se reunieron alrededor de Roran que, situado tras ellos, apenas era consciente de que los soldados que habían venido con él estaban luchando hombro con hombro con los de Jörmundur, conteniendo a los soldados.
Cuando Roran empezaba a pensar que las defensas de Barst nunca se agotarían, uno de los kull emitió un grito triunfante y Roran vio que el hacha del úrgalo había conseguido mellar la armadura de Barst.
—¡Seguid! —gritó Roran—. ¡Ahora! ¡Matadle!
El kull apartó su hacha. Garzhvog levantó su maza de hierro, dirigiéndola a la cabeza de Barst.
Roran vio una ráfaga de movimiento y oyó un sonido sordo y potente al impactar la maza contra el escudo que Barst se había llevado a la cabeza, protegiéndose.
«¡Maldición!»
Antes de que los úrgalos pudieran atacar de nuevo, Barst rodó por el suelo hasta dar con las piernas de uno de los kull, y le agarró por detrás de la rodilla derecha. El kull soltó un alarido de dolor y dio un salto atrás, sacando a Barst del corrillo.
Los úrgalos y dos elfos se echaron de nuevo sobre Barst, y durante un par de segundos dio la impresión de que lo habían dominado, pero entonces uno de los elfos salió volando, con el cuello doblado en un ángulo imposible. Un kull cayó de lado, gritando en su idioma nativo, con un hueso saliéndole del brazo. Garzhvog gruñó y se echó atrás, chorreando sangre por un orificio en el costado del tamaño de un puño.
«¡No! —pensó Roran, petrificado—. No puede acabar así. ¡No lo permitiré!»
Gritando, salió a la carrera y se coló entre dos de los úrgalos gigantes. Apenas tuvo tiempo de ver a Barst —bramando y cubierto de sangre, con el escudo en una mano y una espada en la otra— cuando este agitó el escudo y le asestó un golpe en el costado izquierdo.
Roran se quedó sin aire en los pulmones; el cielo y el suelo daban vueltas a su alrededor. Sintió que la cabeza, cubierta por el casco, rebotaba sobre los adoquines.
El mundo parecía seguir moviéndose bajo su cuerpo, incluso cuando él se detuvo.
Se quedó donde estaba un rato, haciendo un esfuerzo por respirar.
Por fin pudo llenar los pulmones de aire, y pensó que nunca había agradecido nada tanto como el aire que respiraba en aquel momento.
Jadeó, y luego soltó un aullido de dolor. Tenía el brazo izquierdo insensible, pero el dolor que sentía en el resto de músculos de su cuerpo era insufrible.
Intentó levantarse y cayó boca abajo, demasiado mareado y dolorido como para aguantarse en pie. Delante tenía un pedazo de piedra amarillenta con unas vetas de ágata roja. Se la quedó mirando un rato, jadeando, con un único pensamiento en la mente: «Tengo que levantarme. Tengo que levantarme. Tengo que levantarme…».
Cuando se sintió con fuerzas, volvió a intentarlo. El brazo izquierdo se negó a responder, así que se vio obligado a apoyarse únicamente en el derecho. Le costó, pero consiguió apoyar los pies en el suelo y levantarse, temblando, incapaz de aspirar más que un poco de aire cada vez.
Al erguirse, sintió un tirón en el hombro izquierdo y reprimió un alarido. Era como si tuviera un cuchillo al rojo clavado en la articulación. Bajó la mirada y vio que tenía el brazo dislocado. De su escudo no quedaba nada más que un trozo de madera astillada colgando de una tira de cuero que le rodeaba el antebrazo.
Roran buscó a Barst con la mirada, y lo vio a unos treinta metros, cubierto de hombres gato que le clavaban las garras.
Satisfecho al ver que Barst al menos estaría ocupado unos segundos más, Roran volvió a mirarse el brazo dislocado. En un primer momento no pudo recordar qué era lo que su madre le había enseñado, pero entonces las palabras volvieron a su mente, borrosas por el paso del tiempo. Recogió los restos de su escudo.
—Aprieta el puño —murmuró Roran, y eso es lo que hizo con la mano izquierda—. Flexiona el brazo echando el puño hacia delante.
—También lo hizo, aunque aquello hizo que el dolor aumentara—. Luego gira el brazo hacia el exterior, en dirección contraria al…
Aulló de dolor al sentir el roce del hombro y los músculos y los tendones tirando hacia donde se suponía que no tenían que hacerlo.
Siguió girando el brazo y apretando el puño y, al cabo de unos segundos, el hueso volvió a encajarse con un chasquido.
Sintió un alivio inmediato. Aún le dolía todo —especialmente la espalda y las costillas—, pero al menos podía volver a usar su arma, y el dolor no era tan insufrible.
Entonces volvió a mirar hacia Barst.
Lo que vio le provocó náuseas.
Barst estaba de pie, rodeado de un círculo de cadáveres de hombres gato. Su peto magullado estaba cubierto de sangre, y había recuperado la maza, de la que colgaban bolas de pelo. Tenía las mejillas cubiertas de arañazos profundos, y la manga derecha de su cota de malla rota, pero por lo demás parecía estar bien. Los pocos hombres gato que aún le presentaban batalla mantenían las distancias, y a Roran le dio la impresión de que estaban a punto de dar media vuelta y salir corriendo. Detrás de Barst yacían los cuerpos de los kull y los elfos que se habían enfrentado a él. Todos los guerreros de Roran parecían haber desaparecido; a su alrededor no había más que soldados: una masa de túnicas rojas que se movía siguiendo las mareas de la batalla.
—¡Disparadle! —gritó Roran, pero no pareció que nadie le oyera.
Sin embargo, Barst sí lo oyó, y se acercó a Roran.
—¡«Sin Martillo»! —rugió—. ¡Esto te costará la cabeza!
Roran vio una lanza en el suelo. Se arrodilló y la recogió, pero se mareó solo con agacharse.
—¡Eso vamos a verlo! —replicó. Pero sus palabras parecían huecas. No dejaba de pensar en Katrina y en el bebé que aún tenía que nacer.
Entonces uno de los hombres gato —en forma humana, la de una mujer de pelo blanco que a Roran le llegaría al codo— atacó y le provocó un corte a Barst en el lateral del muslo izquierdo.
Barst se encogió, pero su atacante ya se había retirado, bufándole.
Esperó un momento más para asegurarse de que no volviera a molestarle, y luego siguió caminando hacia Roran, ahora con una cojera ostensible, potenciada por la nueva herida. La pierna le sangraba.
El chico se humedeció los labios, incapaz de apartar la mirada del enemigo que se acercaba. Solo tenía la lanza. No tenía escudo. No podía abatir a Barst ni esperar estar a la altura de su fuerza y su velocidad contra natura. Ni había nadie cerca que pudiera ayudarle.
Era una situación imposible, pero Roran se negaba a admitir la derrota. Se había rendido una vez en su vida, y nunca volvería a hacerlo, aunque el sentido común le decía que estaba a punto de morir.
Barst se lanzó sobre él y Roran le asestó una cuchillada en la rodilla izquierda, con la vana esperanza de que, de algún modo, aquello le dejara tocado. Pero su rival desvió la lanza con su maza y luego la lanzó contra Roran.
Este se esperaba el contraataque y ya había retrocedido a la máxima velocidad que le permitían sus piernas. Una ráfaga de viento le rozó la cara cuando la maza pasó por delante, a unos centímetros de su piel.
Barst lucía una sonrisa funesta, y estaba a punto de golpear de nuevo cuando una sombra cayó sobre él desde lo alto, haciéndole levantar la vista.
El cuervo blanco de Islanzadí cayó en picado desde el cielo y aterrizó en el rostro de Barst, graznando con furia al tiempo que le picoteaba y le clavaba las garras. Roran se quedó de piedra al oír que cuervo decía:
—¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!
Barst gritó alguna imprecación y dejó caer el escudo. Con la mano libre, golpeó al cuervo, rompiéndole el ala herida. La piel de la frente le caía a tiras, y la sangre le cubría los pómulos y la barbilla.
Roran se lanzó adelante y clavó su lanza en la otra mano de Barst, por lo que este soltó la maza.
Entonces aprovechó la ocasión y atacó con la lanza hacia la garganta de Barst. No obstante, este agarró la lanza con una mano, se la arrancó de un tirón y la rompió entre los dedos con la misma facilidad con que Roran podría partir una pajita.
—Ha llegado tu hora —dijo Barst, escupiendo sangre. Tenía los labios rotos y el ojo derecho inutilizado, pero aún veía por el otro.
Barst se lanzó contra él, intentando envolverlo en un abrazo mortal.
Roran no tenía escapatoria, pero cuando los brazos de Barst estaban a punto de rodearle, le cogió de la cintura y apretó hacia un lado todo lo que pudo, aplicando la máxima presión posible sobre su pierna herida, la que le hacía cojear.
Barst aguantó un momento; luego la rodilla cedió y, con un grito de dolor, cayó hacia delante sobre una pierna, apoyándose en la mano izquierda. Roran se retorció y se escabulló bajo el brazo derecho de Barst. La sangre de su peto resbalaba, lo que facilitó la tarea, a pesar de la inmensa fuerza del comandante.
Roran intentó rodear el cuello de Barst desde atrás, pero este bajó la barbilla, impidiéndoselo. Así que tuvo que conformarse con rodearle el pecho con los brazos, con la esperanza de inmovilizarlo hasta que alguien más pudiera acudir a ayudarle.
Barst gruñó y se tiró al suelo de costado, rozándole el hombro herido a Roran, que soltó un quejido. Dieron tres vueltas rodando uno sobre el otro; Roran sentía los adoquines, que se le clavaban en los brazos y espalda. Cuando tenía aquella mole encima, le costaba respirar. Sin embargo, no lo soltó. Uno de los codos de Barst le impactó en el costado, y notó como se le rompían varias costillas.
Roran apretó los dientes y los brazos, aferrándolo con la máxima fuerza posible.
«Katrina…», pensó.
De nuevo el codo de Barst impactó contra su costado.
Roran aulló de dolor, y vio unos destellos luminosos. Apretó aún con más fuerza.
Otra vez el codo, como un martillo aporreando un yunque.
—No… ganarás… «Sin Martillo»… —murmuró Barst, que se puso en pie a trompicones, arrastrando a su rival consigo.
Aunque tenía la sensación de que los músculos se le acabarían despegando de los huesos, Roran aumentó la fuerza de su presa aún más. Gritó, pero no podía oír su propia voz, y sintió el estallido de venas y tendones.
Entonces la armadura de Barst se hundió, cediendo por donde la había mellado el kull, y se oyó el sonido de un cristal roto.
—¡No! —gritó Barst, al tiempo que, de debajo de su armadura, se escapaba una luz blanca y pura que hacía brillar los bordes de la coraza.
Entonces el resplandor cesó, dejando todo más oscuro que antes, y lo poco que quedaba de Lord Barst cayó tambaleándose hacia atrás, humeando sobre los adoquines.
Roran parpadeó y levantó la vista al cielo vacío. Sabía que tenía que levantarse, porque había soldados cerca, pero los adoquines le parecían blandos bajo su cuerpo, y lo único que quería hacer era cerrar los ojos y descansar…
Cuando abrió los ojos, vio a Orik, a Horst y a unos cuantos elfos rodeándole.
—Roran, ¿me oyes? —dijo Horst, mirándolo con aspecto de preocupación.