Legado (98 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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El chico intentó hablar, pero no podía articular palabra.

—¿Me oyes? Escúchame. Tienes que mantenerte despierto.

¡Roran! ¡Roran!

De nuevo sintió que se sumergía en la oscuridad. Era una sensación reconfortante, como la de envolverse en una mullida manta de lana. Sintió que le invadía un agradable calor. Lo último que vio fue a Orik inclinándose sobre él y diciendo algo en el idioma enano, algo que sonaba como una oración.

El don de la sabiduría

Mirándose fijamente el uno al otro, Eragon y Murtagh iban girando en círculo, intentando adivinar dónde y cómo se movería el contrario.

Murtagh parecía estar tan en forma como siempre, pero bajo los ojos lucía unas ojeras oscuras y parecía demacrado; Eragon sospechaba que habría estado bajo una enorme tensión. Llevaba la misma armadura que él: cota de malla, guanteletes, braceras y espinilleras, pero su escudo era más largo y más fino. En cuanto a sus espadas,
Brisingr
, con su larga empuñadura, tenía la ventaja de alcanzar más lejos, mientras que
Zar’roc
, con su hoja más ancha, ganaba en cuanto al peso.

Empezaron a aproximarse, y cuando estaban a unos tres metros de distancia, Murtagh, que estaba de espaldas a Galbatorix, dijo en una voz baja y rabiosa:

—¿Qué estás haciendo?

—Ganar tiempo —murmuró Eragon, moviendo los labios lo mínimo posible.

—Eres idiota —respondió Murtagh, frunciendo el ceño—. Se quedará mirando cómo nos arrancamos la piel a tiras, ¿y qué cambiará? Nada.

En lugar de responder, Eragon osciló hacia delante y alargó el brazo de la espada, haciendo que Murtagh se echara atrás.

—Maldito seas —gruñó Murtagh—. Si hubieras esperado solo un día más, podría haber liberado a Nasuada.

Aquello sorprendió a Eragon.

—¿Por qué debería creerte?

La pregunta enfureció aún más a Murtagh, que se mordió el labio y aceleró el paso, obligando a Eragon a hacer lo propio. Luego, en voz más alta, dijo:

—Así que por fin conseguiste una espada propia. Los elfos te la hicieron, ¿no?

—Sabes que ellos no…

Murtagh se abalanzó sobre él, apuntándole con
Zar’roc
a la garganta, y Eragon se echó atrás, esquivando el golpe a duras penas.

Eragon replicó con un movimiento en arco, atacando desde arriba, y dejó que
Brisingr
se le deslizara en la mano hasta agarrarla por el pomo para aumentar su rango de acción, por lo que Murtagh tuvo que dar un salto.

Ambos hicieron una pausa para ver si el otro atacaba de nuevo. Al ver que no era así, siguieron girando en círculo. Eragon se mostró más cauteloso que antes.

Por el intercambio anterior, quedaba claro que Murtagh seguía siendo tan rápido y fuerte como Eragon —o como un elfo—. Aparentemente la prohibición de Galbatorix con respecto al uso de la magia no se había hecho extensiva a los hechizos usados para fortalecer los miembros de Murtagh. A Eragon le perjudicaba el edicto del rey, pero entendía sus motivos; de otro modo la lucha nunca sería justa.

Pero no quería una lucha justa. Deseaba controlar el transcurso del duelo para poder decidir cuándo debía acabar, y cómo. Por desgracia, no creía que tuviera la oportunidad de hacerlo, dada la destreza de Murtagh con la espada, y aunque así fuera, no estaba seguro de cómo podría usar el combate para atacar a Galbatorix. Ni tenía tiempo de pensar en ello, aunque confiaba en que Saphira, Arya y los dragones pensaran en alguna solución.

Murtagh hizo una finta con el hombro izquierdo, y Eragon se protegió tras el escudo. Un instante más tarde, se dio cuenta de que había sido un truco y de que Murtagh avanzaba hacia su flanco derecho para intentar pillarlo por la retaguardia.

Eragon se volvió y vio a
Zar’roc
, que ya caía sobre su cuello con tal velocidad que de la hoja no se veía más que una fina línea brillante. La apartó con un empujón improvisado del guardamano de
Brisingr
.

Entonces replicó con un mandoble rápido sobre el antebrazo de Murtagh y observó que le había alcanzado en la muñeca.
Brisingr
no había conseguido atravesar el guantelete y la manga de la túnica, pero aun así el impacto le había hecho daño y apartó el brazo del cuerpo, dejando el pecho expuesto.

Eragon arremetió, y Murtagh usó el escudo para desviar la espada.

Volvió a atacar tres veces más, pero su rival detuvo todos los golpes, y cuando echó el brazo atrás para volver a golpear, Murtagh contraatacó con un golpe de revés dirigido a su rodilla, que le habría dejado tullido de haberle alcanzado.

Al ver las intenciones de Murtagh, Eragon cambió la trayectoria de la espada y frenó a
Zar’roc
a apenas unos centímetros de la pierna, tras lo cual respondió atacando él.

Durante varios minutos intercambiaron golpes, intentando alterar el ritmo del rival, pero sin éxito. Ambos se conocían demasiado bien.

Murtagh frustraba todos los intentos de Eragon por alcanzarlo, y lo mismo ocurría en sentido contrario. Era como un juego en el que ambos tuvieran que pensar con varios movimientos de antelación, lo que alimentaba una sensación de intimidad, al tener que penetrar Eragon en la mente de Murtagh y, de ahí, predecir lo que haría a continuación.

Desde el primer momento, Eragon observó que Murtagh se comportaba de un modo diferente que en sus enfrentamientos anteriores. Le atacaba sin el mínimo atisbo de compasión, algo que nunca había visto, como si por primera vez quisiera derrotarlo, y lo antes posible. Es más, tras el primer envite la rabia parecía haber desaparecido, y únicamente mostraba una determinación fría e implacable.

Eragon se encontró luchando al límite, y aunque de momento conseguía contener a su adversario, se pasaba más tiempo a la defensiva de lo que habría querido.

Al cabo de un rato, Murtagh bajó la espada y se dirigió hacia el trono y hacia Galbatorix.

Eragon mantuvo la guardia, pero vaciló; no estaba seguro de si habría sido correcto atacar.

En aquel momento de duda, Murtagh saltó en su dirección. Eragon se mantuvo en pie y soltó el brazo. Murtagh paró el golpe con el escudo y luego, en lugar de contraatacar con la espada, tal como esperaba Eragon, le golpeó con el escudo y empujó.

Eragon soltó un gruñido y empujó a su vez. Habría sacado la espada por un lado del escudo para intentar alcanzar a Murtagh por la espalda o las piernas, pero este empujaba con demasiada fuerza como para arriesgarse. Murtagh era unos centímetros más alto, y su mayor altura le permitía cargar contra el escudo de Eragon de un modo que hacía difícil evitar resbalarse por el suelo, de piedra pulida.

Por fin, con un rugido y un potente empujón, Murtagh lanzó a Eragon hacia atrás, trastabillando. Este se tambaleó, y en aquel momento su rival se lanzó adelante para clavarle la espada en el cuello.


¡Letta!
—exclamó Galbatorix.

La punta de
Zar’roc
se detuvo a menos de un dedo de la piel de Eragon, que se quedó paralizado, sin saber muy bien qué había sucedido.

—Contente, Murtagh, o tendré que hacerlo yo por ti —dijo Galbatorix desde su tribuna—. No me gusta tener que repetirme. No debes matar a Eragon, ni él debe matarte a ti… Ahora seguid.

Al darse cuenta de que Murtagh había intentado matarle —y de que lo habría conseguido de no ser por la intervención de Galbatorix—, el asombro de Eragon fue mayúsculo. Escrutó el rostro de Murtagh en busca de una explicación, pero este se mostraba absolutamente inexpresivo, como si Eragon significara muy poco para él, o nada en absoluto.

No lo entendía. Murtagh estaba actuando de un modo inesperado.

Algo en él había cambiado, pero no alcanzaba a comprender qué era.

Además, saber que había perdido —y que debería estar muerto— minó su confianza en sí mismo. Se había enfrentado a la muerte muchas veces, pero nunca de un modo tan crudo y certero. No había duda: Murtagh le había vencido y, curiosamente, lo que le había salvado era la piedad de Galbatorix.

Eragon, no le des más vueltas
—dijo Arya—.
No tenías motivos para sospechar que intentaría matarte. Tú no intentabas matarle. Si lo hubieras querido, el combate habría ido de otro modo, y Murtagh nunca habría tenido ocasión de atacarte.

Vacilante, Eragon echó un vistazo al lugar donde estaba ella, al borde de la zona iluminada, junto a Elva y a Saphira.

Si quiere degollarte, tú córtale los músculos de los muslos y asegúrate de que no pueda volver a intentarlo
—dijo la dragona.

Eragon asintió, asimilando lo que le acababan de decir.

Murtagh y él se separaron de nuevo y ocuparon sus posiciones uno frente al otro, bajo la mirada aprobatoria de Galbatorix.

Esta vez Eragon fue el primero en atacar.

Lucharon durante lo que a Eragon le parecieron horas. Murtagh no intentó más golpes letales, mientras que él consiguió tocarle en la clavícula, aunque detuvo el golpe antes de que Galbatorix considerara que debía hacerlo él mismo. Murtagh parecía incómodo con aquel contacto, y Eragon se permitió el lujo de esbozar una sonrisa al ver la reacción de su rival.

También hubo golpes que no consiguieron detener en el último momento. Pese a su gran velocidad y destreza, ni él ni Murtagh eran infalibles, y al no poder poner fin al combate fácilmente, era inevitable que cometieran errores, errores que provocaban heridas.

La primera fue un corte que le hizo Murtagh a Eragon en el muslo derecho, en el hueco entre la cota de malla y la parte superior de la protección para las piernas. Era superficial, pero muy doloroso, y cada vez que Eragon apoyaba el peso sobre la pierna, la herida sangraba.

La segunda herida también la sufrió Eragon: un corte por encima de la ceja, después de que
Zar’roc
impactara contra su casco y este se le clavara en la piel. De las dos heridas, la segunda era, con mucho, la más molesta, porque la sangre le goteaba en el ojo y le nublaba la vista.

Entonces Eragon volvió a darle a Murtagh en la muñeca y, esta vez, le atravesó el puño del guantelete, la manga de la túnica y una fina capa de piel, hasta dar contra el hueso. No le cortó ningún músculo del todo, pero la herida parecía dolerle mucho a Murtagh, y la sangre que se le colaba por el guantelete le hizo perder el agarre de la empuñadura al menos dos veces.

Eragon recibió otro corte en la pantorrilla derecha y luego, en un momento en que Murtagh aún estaba recuperándose de un ataque fallido, se desplazó hacia el lateral del escudo de su oponente y dejó caer
Brisingr
con todas sus fuerzas contra la pernera izquierda de Murtagh, mellándola.

Este soltó un alarido y saltó hacia atrás a la pata coja. Eragon le siguió, levantando la espada para intentar atacar de nuevo y abatirlo. A pesar de su herida, Murtagh consiguió defenderse, y unos segundos más tarde era Eragon quien tenía dificultades para mantenerse en pie.

Durante un buen rato, ambos escudos resistieron los innumerables golpes —Eragon observó, satisfecho, que al menos Galbatorix había dejado intactos los hechizos aplicados a sus espadas y armadura—, pero al rato las defensas del escudo de Eragon fueron cediendo, al igual que las del de Murtagh, algo evidente por las astillas y limaduras que salían volando cada vez que las espadas aterrizaban sobre ellos.

Poco después, Eragon abrió el escudo de Murtagh con un golpe especialmente potente. Aun así, su triunfo duró poco, porque Murtagh agarró
Zar’roc
con ambas manos y asestó dos golpes sucesivos sobre el escudo de Eragon, partiéndolo también, con lo que ambos quedaron igualados de nuevo.

A medida que avanzaba el combate, la piedra bajo sus pies iba resbalando cada vez más, con las salpicaduras de sudor y de sangre, y se hizo más y más difícil conservar la estabilidad. El inmenso salón del trono les devolvía el eco de los sonidos metálicos que producían sus armas —como el sonido de una batalla remota—, dando la impresión de que ellos eran el centro de todo lo pasaba en el mundo, porque suya era la única luz, y que se encontraban solos en ella, acompasados.

Y mientras tanto, Galbatorix y Shruikan seguían mirando desde la penumbra exterior.

Sin escudo, a Eragon le resultaba más fácil asestarle golpes a Murtagh —sobre todo en brazos y piernas—; tanto como le resultaba a su rival alcanzarlo a él. Las armaduras los protegían de heridas en la mayoría de los casos, pero no de los golpes y las magulladuras, que fueron acumulándose.

A pesar de las heridas que le causó a Murtagh, Eragon empezó a sospechar que su hermanastro era el mejor espadachín de los dos.

No es que hubiera gran diferencia, pero sí la suficiente como para que Eragon nunca llevara la iniciativa. Si el duelo se alargaba, Murtagh acabaría desgastándolo hasta acabar demasiado agotado o herido para seguir, momento que parecía irse acercando a marchas forzadas.

A cada paso, Eragon sentía la sangre que le bañaba la rodilla procedente del corte del muslo y conforme pasaba el tiempo le resultaba cada vez más difícil defenderse.

Tenía que poner fin al duelo enseguida o no podría afrontar a Galbatorix más tarde. Tampoco pensaba que pudiera oponer gran resistencia al rey, pero debía intentarlo. Cuando menos, intentarlo.

Se dio cuenta de que el quid de la cuestión era que las razones de Murtagh para luchar eran un misterio para él, y que a menos que las descubriera, seguiría pillándolo siempre por sorpresa.

Recordó lo que le había dicho Glaedr a las afueras de Dras-Leona:

«Debes aprender a ver lo que miras». Y también: «El camino del guerrero es el camino de la sabiduría».

Así que miró a Murtagh. Lo observó con la misma intensidad con que había mirado a Arya durante sus sesiones de entrenamiento, la misma con la que se había estudiado a sí mismo durante su larga noche de introspección en Vroengard, intentando descifrar el lenguaje oculto del cuerpo de Murtagh.

Tuvo cierto éxito; estaba claro que Murtagh estaba abatido y desgastado, y tenía los hombros encogidos en una postura que comunicaba una rabia profunda, o quizá fuera miedo. Y luego estaba aquella crueldad, que no era nueva en Murtagh, pero que nunca había visto dirigida a él. Vio todo esto y otros detalles más sutiles, y entonces hizo un esfuerzo para combinarlos con lo que sabía del Murtagh de antes, de su amistad y su lealtad, y su resentimiento contra Galbatorix por el control que ejercía sobre él.

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