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Authors: Christopher Paolini

Legado (111 page)

BOOK: Legado
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—Lo mismo nos ha pasado a los humanos, o al menos eso nos dijo Glaedr.

—Tiene razón —Arya asintió—. Ambas razas tardarán un tiempo en recuperarse, y eso dependerá en gran parte del regreso de los dragones. Nasuada necesita que la ayuden a dirigir la recuperación de tu raza, pero mi pueblo también precisa un líder. Tras la muerte de Islanzadí, me sentí obligada a asumir esa tarea yo misma. —Se tocó el hombro izquierdo, donde ocultaba el tatuaje del glifo yawë—. Juré servir a mi pueblo cuando era poco mayor que tú, y ahora no puedo abandonarlos, cuando tanto me necesitan.

—Siempre te necesitarán.

—Y yo siempre responderé a su llamada. No te preocupes, Fírnen y yo no desatenderemos nuestras obligaciones como dragón y Jinete.

Os ayudaremos a patrullar el territorio y a dirimir todas las disputas que podamos, y allá donde se estime conveniente que deban crecer los dragones, los visitaremos y ofreceremos nuestra asistencia del modo en que sea posible, aunque sea en el extremo sur de las Vertebradas.

Las palabras de Arya inquietaron a Eragon, pero hizo lo posible para que no se le notara. Lo que prometía no sería posible si Saphira y él mismo hacían lo que habían decidido durante el vuelo hasta llegar allí. Aunque todo lo que había dicho Arya confirmaba que el camino que habían tomado era el correcto, le preocupaba que fuera un camino que Arya y Fírnen no pudieran seguir.

Asintió con la cabeza, indicando que aceptaba la decisión de Arya de ser reina y que reconocía su derecho a serlo.

—Sé que no dejarás de lado tus responsabilidades —contestó—. Nunca lo haces. —Lo dijo sin malicia; era un hecho, y un motivo de respeto—. Y entiendo que no te pusieras en contacto con nosotros durante tanto tiempo. En tu lugar, yo probablemente habría hecho lo mismo.

—Gracias —dijo ella, sonriendo.

—Imagino que Rhunön modificó
Támerlein
para que se te ajustara mejor —dijo, señalando la espada.

—Sí, aunque no dejó de refunfuñar mientras lo hacía. Decía que la hoja era perfecta tal como era, pero yo estoy muy satisfecha con los cambios que hizo; la espada se me adapta mejor a la mano, y es ligerísima.

Se quedaron allí, observando a los dragones, mientras Eragon buscaba un modo de contarle a Arya sus planes. Pero antes de que pudiera hacerlo Arya le preguntó:

—¿Os ha ido todo bien a Saphira y a ti?

—Sí.

—¿Qué más cosas de interés han pasado desde que me escribiste?

Eragon se lo pensó un minuto y luego le explicó de forma concisa los atentados contra Nasuada, las revueltas del norte y del sur, el nacimiento de la hija de Roran y Katrina, el título nobiliario otorgado a Roran y la cantidad de tesoros recuperados de la ciudadela. Por último, le habló de su regreso a Carvahall y de su visita a la tumba de Brom.

Mientras hablaba, Saphira y Fírnen empezaron a corretear uno tras el otro, agitando las colas más rápido que nunca. Ambos tenían la mandíbula entreabierta, mostrando sus largos dientes blancos, y respiraban con fuerza por la boca, emitiendo unos suaves gañidos, algo que Eragon nunca había oído. Parecía casi como si fueran a atacarse el uno al otro, lo cual le preocupó, pero la sensación que transmitía Saphira no era de rabia ni de miedo. Era…

Quiero ponerlo a prueba
—dijo Saphira. Chasqueó la cola contra el suelo, y Fírnen se quedó inmóvil.

¿Ponerlo a prueba? ¿Para qué?

Para descubrir si tiene hierro en los huesos y fuego en el vientre, como yo.

¿Estás segura?
—preguntó él, que la veía venir.

Ella volvió a chasquear la cola contra el suelo, y Eragon vio que estaba decidida.

Lo sé todo de él…, todo menos esto. Además…
—añadió, de pronto con gesto divertido—
no es que los dragones nos emparejemos de por vida.

Muy bien… Pero ten cuidado.

Apenas había acabado de hablar cuando Saphira se lanzó hacia delante y mordió a Fírnen en el flanco izquierdo, haciéndole sangrar y dar un salto hacia atrás. El dragón verde gruñó, vacilante, y se retiró en el momento en que Saphira se le acercaba de nuevo.

¡Saphira!
—Avergonzado, Eragon se giró hacia Arya, con la intención de disculparse.

La elfa no parecía molesta. Se dirigió a Fírnen, pero permitió que Eragon también la oyera:

Si quieres que te respete, tienes que morderla tú también.

Miró a Eragon con una ceja levantada y él le respondió con una sonrisa de complicidad.

Fírnen echó una mirada a Arya, no muy seguro de sí mismo. Dio otro salto atrás en el momento en que Saphira se lanzaba a morderle de nuevo, rugió y abrió las alas, como para que se le viera más grande, y cargó contra Saphira, alcanzándole en la pata trasera y hundiendo los dientes.

El dolor que sintió Saphira no era dolor.

Saphira y Fírnen volvieron a sus carreras en círculo, gruñendo y aullando cada vez más alto. Entonces Fírnen volvió a saltar sobre ella, aterrizó sobre el cuello de Saphira y le hizo bajar la cabeza al suelo, donde la inmovilizó y la mordisqueó en la base del cráneo.

Saphira no se debatió con la fuerza que Eragon se esperaba, y supuso que había permitido que Fírnen la hubiera pillado, ya que aquello era algo que ni siquiera Espina había conseguido.

—El cortejo de los dragones no es cosa de arrumacos —le dijo a Arya.

—¿Te esperabas palabras de amor y tiernas caricias?

—Supongo que no.

Con un movimiento del cuello, Saphira se desembarazó de Fírnen y se echó atrás. Rugió y pateó el suelo con las garras delanteras, y entonces Fírnen levantó la cabeza al cielo y lanzó una llamarada de fuego verde el doble de larga que su propio cuerpo.

—¡Oh! —exclamó Arya, encantada.

—¿Qué?

—¡Es la primera vez que echa fuego!

Saphira lanzó otra llamarada. Eragon sintió el calor a más de quince metros de distancia. Luego se agazapó y se echó a volar, ascendiendo casi en vertical. Fírnen la siguió un momento después.

Eragon y Arya se quedaron observando el brillo de los dragones, que ascendían en espirales, lanzando bocanadas de fuego. Era una imagen impresionante: salvaje, bella y aterradora a la vez. Eragon se dio cuenta de que estaba observando un ritual ancestral y único, algo que formaba parte del propio tejido de la naturaleza y sin el cual la Tierra perdería su esencia y moriría.

Su conexión con Saphira fue haciéndose cada vez más tenue al ir aumentando la distancia que los separaba, pero aun así sentía el ardor de su pasión, que reducía su campo de visión y anulaba todos los pensamientos, salvo el de la necesidad instintiva a la que están sometidas todas las criaturas, incluso los elfos.

Los dragones fueron haciéndose más pequeños hasta que no fueron más que un par de estrellas brillantes orbitando una alrededor de la otra en la inmensidad del cielo. Pese a su lejanía, a Eragon aún le llegaban sensaciones y pensamientos inconexos de Saphira, y aunque había experimentado muchos momentos similares al compartir los eldunarís sus recuerdos con él, no pudo evitar ruborizarse, y se sintió incapaz de mirar directamente a Arya.

Ella también parecía afectada por las emociones de los dragones, aunque de un modo diferente al de él; se quedó mirando hacia el lugar donde estaban Saphira y Fírnen con una leve sonrisa y con los ojos más brillantes de lo habitual, como si la visión de los dos dragones la llenara de orgullo y felicidad.

Eragon soltó un suspiro. Luego se puso de cuclillas y empezó a dibujar en la tierra con una pajita.

—Bueno, no han perdido el tiempo.

—No —respondió Arya.

Se quedaron así unos cuantos minutos: ella de pie y él de cuclillas, y a su alrededor todo era silencio, salvo por el murmullo del viento.

Por fin Eragon se atrevió a levantar la mirada hacia Arya. Estaba más bella que nunca. Pero más que admirar su belleza, en ella veía a su amiga y aliada; veía quien le había salvado de Durza, que había luchado a su lado contra innumerables enemigos, que había estado presa con él en las mazmorras de Dras-Leona y que, en última instancia, había matado a Shruikan con la
dauthdaert
. Eragon recordó lo que le había contado sobre su vida en Ellesméra cuando estaba creciendo, la difícil relación con su madre y los numerosos motivos que la habían llevado a abandonar Du Weldenvarden y a servir como embajadora de los elfos. También pensó en lo que había tenido que sufrir: a causa de su madre, del aislamiento que había experimentado entre los humanos y los enanos, y sobre todo después de perder a Faolin y al soportar las torturas a las que la había sometido Durza en Gil’ead.

Pensó en todo aquello, y sintió una profunda conexión con ella, y también tristeza, y un deseo repentino de registrar lo que estaba viendo.

Mientras Arya meditaba mirando al cielo, Eragon buscó por el suelo hasta encontrar un trozo de piedra que parecía pizarra. Haciendo el mínimo ruido posible, extrajo la piedra plana y le pasó los dedos por encima hasta limpiarla del todo.

Tardó un momento en recordar los hechizos que había usado en una ocasión, y en modificarlos para extraer los colores que necesitaba del terreno. Articulando las palabras mentalmente, formuló el hechizo.

Un movimiento, como un remolino de aguas fangosas, alteró la superficie de la piedra y sobre la pizarra aparecieron colores —rojo, azul, verde, amarillo— que empezaron a crear líneas y formas, mezclándose para formar nuevos tonos más sutiles. Al cabo de unos segundos apareció la imagen de Arya.

Cuando hubo acabado, puso fin al hechizo y estudió el fairth, satisfecho con el resultado. La imagen representaba fielmente a Arya, a diferencia del fairth que había hecho de ella en Ellesméra. El que sostenía ahora en las manos tenía una profundidad de la que carecía el otro. No era una imagen perfecta en cuanto a la composición, pero estaba orgulloso de haber podido capturar en ella la esencia de su personalidad. En aquella imagen había conseguido concentrar todo lo que sabía de ella, tanto lo claro como lo oscuro.

Se concedió un momento para disfrutar de su logro y luego tiró la tableta a un lado, para que se rompiera contra el suelo.


Kausta
—dijo Arya, y la tableta trazó una curva en el aire y aterrizó en su mano.

Eragon abrió la boca con la intención de explicarse o disculparse, pero se lo pensó mejor y no dijo nada.

Arya se lo quedó mirando, con el fairth en la mano. Eragon le devolvió la mirada, atento a su reacción.

Pasó un largo y tenso minuto.

Entonces Arya bajó el fairth.

Eragon se puso en pie y le tendió la mano para que le devolviera la tabla, pero ella no hizo ningún gesto. Parecía agitada, y a Eragon se le encogió el estómago; su fairth la había contrariado.

Mirándolo directamente a los ojos, Arya dijo en el idioma antiguo:

—Eragon, si lo deseas, me gustaría decirte mi nombre verdadero.

Su propuesta le dejó de piedra. Asintió, abrumado, y haciendo esfuerzos por encontrar las palabras consiguió decir por fin:

—Sería un honor para mí.

Arya dio un paso adelante y situó sus labios junto a la oreja del chico y, en un murmullo apenas audible, le dijo su nombre. Mientras lo pronunciaba, resonó en la mente de Eragon, y de pronto la comprendió mucho mejor. En parte era algo que ya sabía, pero había cosas que entendía que debían de haberle costado mucho compartir.

Entonces Arya dio un paso atrás y esperó su respuesta con una expresión vacía.

El nombre de la elfa le planteó muchas preguntas, pero sabía que no era el momento de formularlas. Lo que tenía que hacer era tranquilizar a Arya, haciéndole entender que aquello no había afectado a la imagen que tenía de ella. Si acaso, había hecho que la tuviera en mayor consideración, porque le había demostrado hasta donde llegaba su altruismo y su dedicación al deber. Sabía que si reaccionaba mal ante su nombre —o incluso si decía algo incorrecto aunque fuera sin querer— podría destruir su amistad.

Miró fijamente a Arya a los ojos y dijo, también en el idioma antiguo:

—Tu nombre…, tu nombre es un buen nombre. Deberías estar orgullosa de ser quien eres. Gracias por compartirlo conmigo. Me enorgullezco de poder llamarte amiga, y te prometo que siempre mantendré tu nombre a buen recaudo. ¿Quieres oír ahora el mío?

—Sí —dijo ella, asintiendo—. Y prometo recordarlo y protegerlo mientras siga siendo tuyo.

Eragon sintió la trascendencia del momento. Sabía que, cuando lo hiciera, no habría vuelta atrás, algo que le daba miedo y al mismo tiempo le fascinaba. Se acercó y, tal como había hecho Arya, apoyó los labios en su oreja y susurró el nombre lo más bajito que pudo.

Todo su ser vibró al reconocer las palabras.

Se echó atrás, de pronto lleno de dudas. ¿Qué opinión despertaría en ella? ¿Buena o mala? Porque desde luego suscitaría una opinión, era algo inevitable.

Arya soltó aire lentamente y se quedó un rato mirando al cielo.

Cuando volvió a mirarle a él, su expresión era más afable que antes.

—Tú también tienes un buen nombre, Eragon —dijo ella, en voz baja—. No obstante, no creo que sea el mismo nombre que tenías cuando saliste del valle de Palancar.

—No.

—Y tampoco creo que sea el nombre que tenías cuanto estuviste en Ellesméra. Has crecido mucho desde que nos conocimos.

—Tuve que hacerlo.

Ella asintió.

—Aún eres joven, pero ya no eres un niño.

—No. Ya no lo soy.

Más que nunca, Eragon se sintió atraído por ella. El intercambio de nombres había creado un vínculo entre ellos, pero no estaba muy seguro de su naturaleza, y la incertidumbre le creaba una sensación de vulnerabilidad. Arya le había visto con todos sus defectos y no se había echado atrás, sino que le había aceptado tal como era, del mismo modo que la había aceptado él. Es más, había visto en su nombre la profundidad de sus sentimientos por ella, y eso tampoco la había ahuyentado.

Eragon no sabía si debía decir algo al respecto, pero no podía dejar escapar la ocasión.

—Arya, ¿qué va a ser de nosotros? —dijo por fin, haciendo acopio de valor.

Ella dudó, pero estaba claro que había entendido lo que quería decir. Procuró elegir bien sus palabras:

—No lo sé… En otro tiempo, ya sabes que habría dicho: «nada», pero… Como he dicho antes, aún eres joven, y los humanos a menudo cambiáis de opinión. Dentro de diez años, o quizá de cinco, puede que ya no sientas lo que sientes ahora.

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