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Authors: Christopher Paolini

Legado (112 page)

BOOK: Legado
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—Mis sentimientos no cambiarán —dijo, seguro de sí mismo.

Ella escrutó su rostro durante un buen rato. Entonces Eragon vio un cambio en sus ojos.

—Si no cambian…, quizá, con el tiempo… —Arya le puso una mano sobre la mejilla—. Ahora no puedes pedirme más. No quiero cometer un error contigo, Eragon. Eres demasiado importante, tanto para mí como para el resto de Alagaësia.

Eragon intentó sonreír, pero le salió una mueca.

—Pero… no tenemos tiempo —dijo, con la voz entrecortada. Sentía una presión en el estómago.

Arya frunció el ceño y bajó la mano.

—¿Qué quieres decir?

Él miró al suelo, intentando pensar cómo decírselo. Al final, lo dijo tan simplemente como pudo. Explicó lo difícil que les estaba resultando a Saphira y a él encontrar un lugar seguro para los huevos y los eldunarís, y luego le contó el plan de Nasuada de formar un grupo de magos para controlar al resto de los magos humanos.

Habló durante varios minutos, y concluyó diciendo:

—Así que Saphira y yo hemos decidido que lo único que podemos hacer es abandonar Alagaësia y criar a los dragones en otro sitio, lejos de la gente. Es lo mejor para nosotros, para los dragones, para los Jinetes y para el resto de las razas de Alagaësia.

—Pero los eldunarís… —objetó Arya, sorprendida.

—Los eldunarís tampoco se pueden quedar. Nunca estarían a salvo, ni siquiera en Ellesméra. Mientras permanezcan en esta tierra, habrá gente que quiera robarlos o usarlos para su propio interés. No, necesitamos un lugar como Vroengard, un lugar donde nadie pueda encontrar los dragones, donde no puedan hacerles daño y donde los dragones jóvenes y los salvajes no puedan herir a nadie. —Eragon intentó sonreír otra vez, pero no pudo hacerlo—. Por eso he dicho que no tenemos tiempo. Saphira y yo pensamos irnos lo antes posible, y si tú te quedas… No sé si volveremos a vernos nunca.

Arya bajó la mirada hacia el fairth que aún tenía en las manos, confusa.

—¿Renunciarías a la corona para venir con nosotros? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta.

Ella levantó la mirada.

—¿Renunciarías tú a tu responsabilidad para con los huevos?

—No. —Eragon sacudió la cabeza.

Durante un rato permanecieron en silencio, escuchando el soplo del viento.

—¿Cómo encontrarás candidatos a Jinete?

—Dejaremos algunos huevos (os los dejaremos a vosotros, supongo) y, cuando salgan del cascarón, vendrán con sus Jinetes y nosotros os enviaremos más huevos.

—Debe de haber otra solución que no suponga que Saphira y tú, así como todos los eldunarís, abandonéis Alagaësia.

—Si la hubiera, la adoptaríamos, pero no la hay.

—¿Y que hay de los eldunarís? ¿Qué hay de Glaedr y Umaroth?

¿Habéis hablado de esto con ellos? ¿Están de acuerdo?

—Aún no hemos hablado con ellos, pero estarán de acuerdo. Lo sé.

—¿Estás seguro de esto, Eragon? ¿Realmente es el único modo?

¿Dejar todo atrás y a todos los que conoces?

—Es necesario, y estábamos predestinados a marcharnos. Angela lo predijo cuando me leyó el futuro en Teirm, y he tenido tiempo de hacerme a la idea. —Levantó la mano y tocó a Arya en el pómulo—. Te lo pregunto de nuevo: ¿vendrás con nosotros?

Una fina capa de lágrimas le cubrió los ojos. Se llevó el fairth al pecho y lo abrazó.

—No puedo.

Él asintió y apartó la mano.

—Entonces… nuestros caminos se separan —dijo, él también con lágrimas en los ojos, haciendo esfuerzos por mantener la compostura.

—Pero aún no —susurró ella—. Aún nos queda algo de tiempo para estar juntos. No os iréis inmediatamente.

—No, no de inmediato.

Y allí se quedaron, de pie uno junto al otro, mirando al cielo y esperando el regreso de Saphira y Fírnen. Al cabo de un rato, ella le rozó la mano y él se la tomó, y aunque era un consuelo mínimo, le ayudó a aliviar el dolor que sentía en su interior.

Un hombre con conciencia

Un cálido haz de luz atravesaba las ventanas a la derecha del pasillo, iluminando trozos de la pared donde colgaban estandartes, pinturas, escudos, espadas y las cabezas de varios ciervos entre oscuras puertas talladas distribuidas a intervalos regulares.

Mientras se dirigía al estudio de Nasuada, Eragon miró hacia las ventanas y, más allá, a la ciudad. Oía a los bardos y los músicos que tocaban en el patio, junto a las mesas del banquete celebrado en honor de Arya. La fiesta no había cesado desde el momento en que Arya había llegado a Ilirea acompañada de Fírnen, Saphira y él mismo, el día anterior. Pero los festejos tocaban a su fin y había llegado el momento de que se reuniera con Nasuada.

Hizo un gesto con la cabeza a los guardias de las puertas del estudio, que le hicieron pasar.

Una vez en el interior, vio a Nasuada sentada en un diván, escuchando a un músico que tocaba el laúd y cantaba una bonita canción de amor algo triste. En el otro extremo del diván estaba la niña bruja, Elva, absorta en un bordado y, en una silla, Farica, la criada personal de Nasuada. Y en el regazo de Farica descansaba el hombre gato Ojos Amarillos en su forma animal. Parecía muy dormido, pero Eragon sabía por experiencia que probablemente estuviera despierto.

El chico esperó junto a la puerta hasta que el músico acabó la pieza.

—Gracias. Puedes irte —le dijo Nasuada al músico—. Ah, Eragon.

Bienvenido.

Él insinuó una reverencia y saludó a la niña:

—Elva.

La chica lo miró sin levantar la cabeza.

—Eragon.

El hombre gato agitó la cola.

—¿De qué deseas hablar? —preguntó Nasuada, y a continuación dio un sorbo a un cáliz apoyado en una mesita auxiliar.

—Quizá podríamos hablar en privado —propuso Eragon, e indicó con un gesto las puertas de cristal situadas tras la reina, que daban a un balcón con vistas a un jardín rectangular con una fuente.

Nasuada se lo pensó un momento. Luego se levantó y se dirigió hacia el balcón, arrastrando la cola de su vestido púrpura tras ella.

Eragon la siguió y se situaron uno junto al otro, observando el chorro de agua de la fuente, frío y gris, a la sombra procedente del edificio.

—Qué bonita tarde —comentó Nasuada, respirando hondo. Parecía más en paz que la última vez que la había visto, solo unas horas antes.

—Parece que la música te ha puesto de buen humor —observó él.

—No, no la música: Elva.

—¿Y eso? —Eragon ladeó la cabeza.

Una sonrisa misteriosa apareció en el rostro de Nasuada.

—Tras mi reclusión en Urû’baen, después de todo lo que soporté… y perdí, y después de los atentados contra mi vida, me daba la impresión de que el mundo había perdido todo su color. No me sentía bien conmigo misma, y nada de lo que hacía conseguía arrancarme de mi tristeza.

—Es la impresión que tenía yo —reconoció él—, pero no sabía qué podía hacer o decir para ayudarte.

—Nada. Nada de lo que hubieras dicho o hecho me habría ayudado. Podría haber seguido así durante años, de no haber sido por Elva. Ella me dijo…, ella me dijo lo que necesitaba oír, supongo. Fue el cumplimiento de una promesa que me había hecho, años atrás, en el castillo de Aberon.

Eragon frunció el ceño y volvió la vista hacia la sala, donde Elva seguía sentada, bordando. Pese a todo lo que habían pasado juntos, seguía sin inspirarle confianza y se temía que estuviera manipulando a Nasuada de un modo egoísta, para sus propios fines.

Nasuada le tocó el brazo con la mano.

—No tienes que preocuparte por mí, Eragon. Me conozco a mí misma lo suficiente como para que Elva pueda desequilibrarme.

Galbatorix no pudo doblegarme; ¿crees que ella sí podría?

Él la miró a los ojos con dureza.

—Sí.

Nasuada volvió a sonreír.

—Agradezco que te preocupes, pero en este caso tus temores son infundados. Déjame que disfrute de mi buen humor; ya me plantearás tus sospechas más adelante.

—De acuerdo. —Eragon cedió—. Me alegro de que te encuentres mejor.

—Gracias. Yo también… ¿Siguen tonteando Saphira y Fírnen como antes? Ya no los oigo.

—Sí, pero ahora están sobre el saliente rocoso —respondió Eragon, que se ruborizó un poco al contactar con la mente de Saphira.

—Ah. —Nasuada apoyó las manos, una encima de la otra, sobre la balaustrada de piedra, cuya parte superior estaba tallada en forma de lirios—. Bueno, ¿por qué querías verme? ¿Ya has tomado una decisión con respecto a mi oferta?

—Sí.

—Excelente. Entonces podemos proceder con nuestros planes. Ya he…

—He decidido no aceptar.

—¿Qué? —respondió Nasuada, incrédula—. ¿Por qué? ¿A quién si no confiarías ese puesto?

—No lo sé —dijo él, con tono amable—. Eso es algo que Orrin y tú tendréis que decidir.

—¿Ni siquiera nos ayudarás a elegir a la persona adecuada? —respondió, levantando las cejas—. ¿Y esperas que me crea que obedecerías a quien pusiera en el cargo?

—No me has entendido —precisó Eragon—. No quiero dirigir a los magos, y tampoco me voy a unir a ellos.

Nasuada se lo quedó mirando un momento; luego dio unos pasos y cerró las puertas de cristal del balcón para que Elva, Farica y el hombre gato no pudieran oír su conversación. Se volvió de nuevo hacia Eragon.

—¡Eragon! Pero ¿en qué estás pensando? Sabes que tienes que unirte al grupo. Todos los magos de mi reino tienen que hacerlo. No puede haber excepciones. ¡Ni una! No puedo dejar que la gente piense que me dejo llevar por favoritismos. Muy pronto se levantarían voces discrepantes entre los magos, y eso es exactamente lo que «no» quiero. Mientras seas un súbdito de mi reino, tendrás que acatar sus leyes; de lo contrario, mi autoridad no significaría «nada». No debería tener que decírtelo, Eragon.

—No tienes que hacerlo. Soy muy consciente de ello. Ese es el verdadero motivo de que Saphira y yo hayamos decidido abandonar Alagaësia.

Nasuada apoyó una mano sobre la barandilla, como si necesitara agarrarse para mantener el equilibrio. Por unos momentos, el murmullo del agua en el patio fue el único sonido que se oyó.

—No lo entiendo.

Una vez más, tal como había hecho con Arya, expuso los motivos por los que los dragones —y, por tanto, también Saphira— no podían quedarse en Alagaësia.

—Yo nunca habría podido ser el jefe de los magos. Saphira y yo tenemos que criar a los dragones y entrenar a los Jinetes, y eso tiene prioridad por encima de todo lo demás. Aunque tuviera tiempo, no podría dirigir a los Jinetes y seguir respondiendo ante ti: las otras razas nunca lo aceptarían. A pesar de la decisión de Arya de ser reina, los Jinetes tienen que mantener la máxima imparcialidad posible. Si «nosotros» empezamos a dejarnos llevar por favoritismos..., eso destruirá Alagaësia. Lo único que haría que me planteara aceptar el cargo sería que en ese grupo de magos se incluyeran a los de todas las razas (incluidos los úrgalos), pero eso no va a ocurrir. Además, aún quedaría sin resolver el problema de qué hacer con los huevos y con los eldunarís.

Nasuada frunció el ceño.

—No pretenderás que crea que, con todo tu poder, no puedes proteger los dragones aquí, en Alagaësia.

—A lo mejor podría, pero no podemos confiar solo en la magia para salvaguardarlos. Precisamos barreras físicas; necesitamos murallas y fosos y despeñaderos tan altos que ni hombres ni elfos ni enanos ni úrgalos puedan escalarlos. Tenemos que hacer tan difícil el acceso que hasta los enemigos más decididos pierdan las ganas de intentarlo. Pero no pienses en eso. Suponiendo que pudiera proteger a los dragones, el problema seguiría siendo cómo evitar que se comieran el ganado (el nuestro, el de los enanos o el de los úrgalos).

¿Quieres tener que explicar al rey Orik por qué sus rebaños de Feldûnost van desapareciendo, o quieres tener que aplacar constantemente a los granjeros que han perdido a sus animales? No, la única solución es marcharse de aquí.

Eragon fijó la mirada en la fuente.

—Y aunque hubiera algún lugar en Alagaësia para los huevos y los eldunarís, yo no podría quedarme.

—¿Y eso por qué?

—Conoces la respuesta tan bien como yo —respondió él, sacudiendo la cabeza—. Me he vuelto «demasiado» poderoso.

Mientras yo esté aquí, tu autoridad (y la de Arya, la de Orik y la de Orrin) siempre estará en entredicho. Si se lo pidiera, la mayoría de los habitantes de Surda, Teirm y de tu propio reino me seguirían. Y con los eldunarís de mi lado, nadie podría plantarme cara, ni siquiera Murtagh o Arya.

—Tú nunca te volverías en nuestra contra. No eres así.

—¿No? En todos los años que pueda vivir —y podrían ser muchos—, ¿de verdad crees que nunca decidiría interferir con los gobiernos del territorio?

—Si lo hicieras, estoy segura de que sería por un buen motivo, y estoy segura de que agradeceríamos tu ayuda.

—¿De verdad? No hay duda de que yo creería que mis motivos son justos, pero esa es precisamente la trampa, ¿no? La convicción de que tengo razón y de que, dado que tengo ese poder a mi disposición, tengo también la responsabilidad de actuar —Eragon recordó las palabras de Nasuada y se las repitió—: por el bien de la mayoría. Si estuviera equivocado, ¿quién iba a detenerme? Y podría acabar convirtiéndome en Galbatorix, a pesar de mi buena intención. Tal como están las cosas, mi poder hace que la gente tienda a mostrarse de acuerdo conmigo. Lo he visto en mis viajes por el Imperio… Si tú estuvieras en mi lugar, ¿podrías resistir la tentación de intervenir, aunque solo fuera un poco, para mejorar las cosas? Mi presencia aquí desequilibra la situación, Nasuada. Si quiero evitar convertirme en lo que odio, tengo que marcharme.

Nasuada levantó la barbilla.

—Podría ordenarte que te quedaras.

—Espero que no lo hagas. Preferiría marcharme como amigo, no con hostilidad.

—¿Así que no responderás ante nadie que no seas tú mismo?

—Responderé ante Saphira y ante mi conciencia, como siempre he hecho.

Nasuada tensó los labios.

—Un hombre con conciencia… Lo más peligroso del mundo.

Una vez más, el murmullo de la fuente llenó el espacio dejado por su conversación. Nasuada interrumpió el silencio:

—¿Crees en los dioses, Eragon?

—¿Qué dioses? Hay muchos.

—En cualquiera. En todos. ¿Crees en algún poder más elevado que tú mismo?

—¿Aparte de Saphira? —Sonrió como disculpa; Nasuada frunció el ceño—. Lo siento —Se lo pensó seriamente un rato—. Quizás existan. No lo sé. Yo vi… No sé muy bien lo que vi, pero quizá viera a Gûntera, dios de los enanos, en Tronjheim durante la coronación de Orik. En todo caso, si hay dioses no me merecen muy buena opinión, después de haber dejado a Galbatorix en el poder durante tanto tiempo.

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