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Authors: Christopher Paolini

Legado (115 page)

BOOK: Legado
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—¡Déjame! ¡Déjame! —gritó Katrina. El bebé, en sus brazos, se puso a llorar.

Sin apartar la vista de la mujer que tenía delante, Roran se soltó el cinto y lo dejó caer al suelo, con la daga y el martillo, que uno de los vardenos había encontrado en las calles de Ilirea poco después de la muerte de Galbatorix. Entonces se abrió la túnica por delante y descubrió su pecho cubierto de vello.

—Eragon, quítame las defensas.

—Yo…

—¡Quítamelas!

—¡Roran, no! —gritó Katrina—. ¡Defiéndete!

«Está loco», pensó Eragon, pero no se atrevió a interferir. Si detenía a Birgit, avergonzaría a su primo y la gente del valle de Palancar le perdería todo el respeto. Y sabía que Roran preferiría la muerte antes que aquello.

Sin embargo, Eragon no tenía ninguna intención de permitir que Birgit matara a Roran. Le permitiría cobrarse su precio, pero nada más.

Murmurando en el idioma antiguo —de modo que nadie pudiera oír las palabras que usaba— hizo lo que Roran le había pedido, pero activó otras defensas en su lugar: una para protegerle la columna vertebral de roturas; otra para evitar que se le abriera el cráneo; y otra para proteger sus órganos. Todo lo demás suponía que podría curarlo, en caso necesario, siempre que Birgit no empezara a cortarle brazos y piernas.

—Ya está.

Roran asintió y le dijo a Birgit:

—Cóbrate tu precio, pues, y pon fin a esta disputa entre los dos.

—¿No combatirás conmigo?

—No.

La mujer se lo quedó mirando un momento; luego tiró el escudo al suelo, cruzó los dos o tres metros que le separaban de Roran y apoyó la punta de la espada contra el pecho de Roran. Con un volumen de voz solo audible para Roran —y para Eragon y Arya, gracias a su percepción felina—, dijo:

—Yo quería a Quimby. Era mi vida, y murió por tu culpa.

—Lo siento —susurró Roran.

—Birgit —suplicó Katrina—. Por favor…

Nadie se movió, ni siquiera los dragones. Eragon aguantaba la respiración. Se oyó el llanto nervioso del bebé por encima de cualquier otro sonido.

Entonces Birgit levantó la espada del pecho de Roran. La dirigió hacia su mano derecha y le atravesó con ella la palma. Roran hizo una mueca de dolor al sentir que la hoja le penetraba en la mano, pero no la retiró.

Una línea roja apareció sobre su piel. La sangre le llenó la palma y se derramó por el suelo, donde cayó y penetró, formando un oscuro charquito en la tierra.

Birgit tiró de la espada, pero se detuvo a medio camino, reteniéndola en la palma de Roran un momento más. Luego dio un paso atrás y bajó el arma. Roran cerró los dedos y apretó el puño bañado en sangre, y se llevó la mano a la cintura.

—Ya me he cobrado mi precio —anunció Birgit—. Nuestra disputa ha terminado.

Entonces se dio la vuelta, recogió su escudo y volvió a la ciudad, con Nolfavrell tras ella.

Eragon soltó a Katrina, que fue corriendo al lado de Roran.

—¡Inconsciente! —exclamó ella, con amargura—. ¡Eres como una mula, tozudo e inconsciente! Déjame ver.

—Era lo único que podía hacer —dijo Roran, sintiéndose muy lejos de todo aquello.

Katrina frunció el ceño mientras examinaba el corte en la mano de Roran con gesto adusto.

—Eragon, deberías curarle esto.

—No —dijo Roran de pronto, y volvió a cerrar la mano—. No, conservaré esta cicatriz. —Miró alrededor—. ¿Alguien tiene un trozo de tela que pueda usar como venda?

Tras un momento de confusión, Nasuada señaló a uno de sus guardias y le dijo:

—Córtate el bajo de la túnica y dáselo.

—Espera —dijo Eragon, mientras Roran empezaba a vendarse la mano—. No te lo curaré, pero al menos déjame que formule un hechizo para evitar que el corte se te infecte. ¿De acuerdo?

Roran duró, pero luego asintió y le tendió la mano.

Eragon solo tardó unos segundos en formular el hechizo.

—Ya está —dijo—. Ahora no se te pondrá verde y morada, ni se te hinchará como la vejiga de un cerdo.

Roran respondió con un gruñido.

—Gracias, Eragon —dijo Katrina.

—¿Nos vamos, entonces? —preguntó Arya.

Los cinco se subieron a los dragones. Arya ayudó a Roran y a Katrina a situarse en la silla de Fírnen, que habían modificado con correas y cinchas para que cupieran más pasajeros. Cuando todos estuvieron perfectamente sentados sobre el dragón verde, Arya levantó una mano.

—¡Hasta la vista, Nasuada! ¡Adiós, Eragon y Saphira! ¡Os esperamos en Ellesméra!

¡Adiós!
—dijo Fírnen con su voz profunda. Extendió las alas y despegó de un salto, aleteando rápidamente para poder levantar el peso de las cuatro personas que llevaba a la espalda, ayudado por la fuerza de los dos eldunarís que Arya llevaba consigo.

Saphira se despidió con un rugido, y Fírnen respondió con una especie de toque de corneta antes de tomar rumbo al sureste y hacia las distantes montañas Beor.

Eragon, sobre su silla de montar, saludó con la mano a Nasuada, Elva, Jörmundur y Jeod. Ellos agitaron la mano a su vez, y Jörmundur gritó:

—¡Toda la suerte para los dos!

—Adiós —gritó Elva.

—¡Adiós! —exclamó Nasuada—. ¡Id con cuidado!

Eragon respondió a sus buenos deseos y luego les dio la espalda.

No soportaba más aquello. Saphira se encogió un momento y saltó, emprendiendo el vuelo hasta la primera escala de su larguísimo viaje.

La dragona fue ganando altura en círculos. Por debajo, Eragon vio a Nasuada y a los otros agrupados junto a las murallas. Elva sostenía un pañuelito blanco que se agitaba con las ráfagas de viento que levantaba el aleteo de Saphira.

Promesas, antiguas y nuevas

Desde Ilirea, Saphira voló hacia la finca cercana donde Blödhgarm y los elfos a su mando estaban empaquetando los eldunarís para el transporte. Los elfos cabalgarían hacia el norte con ellos hasta llegar a Du Weldenvarden, y atravesarían el enorme bosque hasta llegar a la ciudad élfica de Sílthrim, a orillas del lago Ardwen. Allí esperarían a que Eragon y Saphira regresaran de Vroengard; luego, juntos, iniciarían su viaje más allá de Alagaësia, siguiendo el curso del río Gaena hacia el este, a través del bosque y de las llanuras. Todos ellos, salvo Laufin y Uthinarë, que habían decidido quedarse atrás, en Du Weldenvarden.

La decisión de los elfos de acompañarlos había sorprendido a Eragon, pero en cualquier caso estaba agradecido. Tal como Blödhgarm había dicho, no podían abandonar los eldunarís. Los necesitaban, y también los pequeños, una vez que salieran del cascarón.

Eragon y Saphira se pasaron media hora debatiendo con Blödhgarm sobre el modo más seguro de transportar los huevos.

Luego Eragon reunió los eldunarís de Glaedr, Umaroth y otros dragones; Saphira y él necesitarían su fuerza en Vroengard.

Se despidieron de los elfos y se dirigieron al noroeste. Saphira agitaba las alas a un ritmo constante y tranquilo en comparación con su primer viaje a Vroengard.

Mientras volaban, la tristeza se apoderó de Eragon y, por primera vez, se sintió abatido y se dejó llevar por la autocompasión. Saphira también estaba triste por haberse separado de Fírnen, pero el día era luminoso y el viento suave, y muy pronto se animaron. Aun así, una leve sensación de pérdida teñía todo lo que rodeaba a Eragon, que observaba el paisaje con una mirada nueva, consciente de que nunca más volverían a ver aquellos parajes.

Dejaron atrás muchas leguas de verdes praderas. La sombra de Saphira espantaba a las aves y las bestias del suelo. Cuando cayó la noche, no siguieron adelante, sino que se detuvieron y acamparon junto a un riachuelo que corría por el fondo de un pequeño desfiladero.

Se sentaron, observando las estrellas sobre sus cabezas y hablando de todo lo vivido y lo que les depararía el futuro.

Al atardecer del día siguiente llegaron al poblado úrgalo que se levantaba junto al lago Fläm, donde sabían que encontrarían a Nar Garzhvog y a las Herndall, el consejo de hembras úrgalas que gobernaban su pueblo.

A pesar de las protestas de Eragon, los úrgalos insistieron en organizar un fastuoso banquete en su honor y en el de Saphira, de modo que se pasó la noche bebiendo con Garzhvog y sus guerreros.

El vino que hacían los úrgalos, con bayas y cortezas de árbol, a Eragon le pareció más fuerte que el más potente hidromiel de los enanos. A Saphira le gustó más que a él —para su gusto, sabía a cerezas podridas—, pero igualmente se lo bebió para agradar a sus anfitriones.

Muchas de las hembras úrgalas se les acercaron, curiosas por conocerlos, ya que pocas de ellas habían participado en la lucha contra el Imperio. Eran algo más delgadas que sus hombres, pero igual de altas, y con cuernos algo más cortos y más delicados, aunque también contundentes. Con ellas vinieron sus hijos: los más jóvenes no tenían cuernos; los mayores, unas prominencias escamosas sobre la frente que sobresalían entre tres y quince centímetros. Sin sus cuernos, guardaban un parecido sorprendente con los humanos, a pesar de las diferencias en el color de la piel y de los ojos. Era evidente que algunos de los pequeños eran kull, porque incluso los más jóvenes eran más altos que sus compañeros y, en algunos casos, que sus mismos padres. Por lo que pudo ver Eragon, no había ningún patrón que determinara qué padres tenían kull y cuáles no. Según parecía, los padres que eran kull tan pronto tenían úrgalos de estatura normal como gigantes de su talla.

Eragon y Saphira pasaron toda la noche de juerga con Garzhvog, y el chico se sumió en sus sueños de vigilia mientras escuchaban a un bardo úrgalo recitando la historia de la victoria de Nar Tulkhqa en Stavarosk, o aquello fue lo que le dijo Garzhvog, porque Eragon no entendía una palabra del idioma de los úrgalos, que a sus oídos hacía que la lengua de los enanos sonara dulce como el vino y la miel.

Por la mañana, se encontró cubierto de una docena de morados, resultado de los golpetazos y abrazos amistosos que había recibido de los kull durante la fiesta.

Le dolía la cabeza, igual que el cuerpo, pero aun así fue con Saphira y Garzhvog a hablar con las Herndall. Las doce hembras recibían en una cabaña circular baja llena de humo de enebro y cedro.

El umbral de la puerta, de mimbre, apenas permitía el paso de la cabeza de Saphira, y sus escamas brillaban con destellos de color azul en el oscuro interior.

Las úrgalas eran muy viejas, muchas de ellas ciegas y desdentadas. Llevaban túnicas con nudos similares a las correas entretejidas que colgaban en el exterior de todos los edificios, donde se exhibía la divisa del clan correspondiente. Cada una de las Herndall blandía un bastón tallado con formas que no tenían ningún sentido para Eragon, aunque estaba convencido de que significarían algo.

Con Garzhvog de traductor, Eragon les contó la primera parte de su plan para evitar futuros conflictos entre los úrgalos y las otras razas; se trataba de que los úrgalos celebraran unos juegos periódicamente, juegos de fuerza, velocidad y agilidad con los que los jóvenes úrgalos podrían conseguir la gloria que necesitaban para emparejarse y hacerse un lugar en la sociedad. Los juegos, propuso Eragon, estarían abiertos a todas las razas, lo que también les proporcionaría a los úrgalos un medio para ponerse a prueba contra los que habían sido sus enemigos.

—El rey Orik y la reina Nasuada ya han dado su aprobación —dijo Eragon—, y Arya, que es ahora reina de los elfos, también se lo está planteando. Confío en que ella también dará su bendición a los juegos.

Las Herndall discutieron varios minutos; luego, la más anciana, una úrgala de cabellos blancos con los cuernos ya desgastados, habló.

Garzhvog volvió a traducir:

—Tu idea es buena, Espada de Fuego. Debemos hablar con nuestros clanes para decidir cuándo celebrar esas competiciones, pero lo haremos.

Satisfecho, Eragon hizo una reverencia y les dio las gracias.

Entonces habló otra de las úrgalas:

—Eso nos gusta, Espada de Fuego, pero no creemos que con ello se eviten las guerras entre nuestros pueblos. Tenemos la sangre demasiado caliente como para que unos simples juegos la enfríen.

¿Y la de los dragones no?
—preguntó Saphira.

Una de las úrgalas se tocó los cuernos.

—No cuestionamos la ferocidad de tu raza, Lengua en Llamas.

—Sé que tenéis la sangre caliente, más que la mayoría —admitió Eragon—. Por eso tengo otra idea.

Las Herndall escucharon en silencio mientras se explicó, aunque Garzhvog se sentía agitado, inquieto, y emitió un gruñido profundo.

Cuando Eragon hubo acabado, las Herndall no hablaron ni se movieron durante varios minutos, y él empezó a sentirse incómodo ante la mirada impertérrita de las que aún veían bien.

Cuando la úrgala más a su derecha agitó el bastón, un par de anillos de piedra colgados de la vara entrechocaron sonoramente en la cabaña llena de humo. Habló despacio, con una voz gruesa y pastosa, como si tuviera la lengua hinchada.

—¿Tú harías eso por nosotros, Espada de Fuego?

—Lo haría —dijo Eragon, con una nueva reverencia.

—Si lo hacéis, Espada de Fuego y Lengua en Llamas, seréis los mejores amigos que han tenido nunca los Urgralgra, y recordaremos vuestros nombres para la eternidad. Los tejeremos en todos nuestros thulqna y los grabaremos en nuestras columnas, y se los enseñaremos a nuestros jóvenes cuando les asomen los cuernos.

—¿Eso es un sí?

—Lo es.

Garzhvog hizo una pausa y —hablando por sí mismo, supuso Eragon—, dijo:

—Espada de Fuego, no sabes cuánto significa esto para mi pueblo.

Siempre estaremos en deuda contigo.

—No me debéis nada —contestó él—. Lo único que quiero es evitar que tengáis que volver a la guerra.

Habló con las Herndall un rato más, discutiendo sobre los detalles del acuerdo. Entonces Saphira y él se despidieron y reemprendieron su viaje a Vroengard.

Cuando las toscas cabañas del poblado ya no eran más que unos puntitos a sus espaldas, Saphira dijo:

Serán buenos Jinetes.

Espero que tengas razón.

El resto de su vuelo a la isla de Vroengard no registró ninguna incidencia. No encontraron tormentas sobre el mar; las únicas nubes que aparecieron eran finas e inconsistentes y no les planteaban ningún peligro, ni a ellos ni a las gaviotas con las que compartían el cielo.

Saphira aterrizó en Vroengard, delante de la misma casa nido en ruinas donde habían pernoctado en su anterior visita. Y allí esperó mientras Eragon se adentraba en el bosque y paseaba por entre los oscuros árboles cubiertos de líquenes hasta encontrar a varios de los pájaros sombra como los que había visto antes y, después, un manto de musgo infestado de las orugas saltarinas que Galbatorix llamaba gusanos barreneros, tal como le había contado Nasuada. Con el nombre de nombres, Eragon les dio a ambos animales un nombre propio en el idioma antiguo. A los pájaros sombra los llamó
sundavrblaka
y a los gusanos barreneros
ílgrathr
. El segundo de estos nombres le hizo cierta gracia, ya que significaba «hambre mala».

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