Legado (110 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Entre su posición y el horizonte no vio nada más que hierba, tierra y algunos árboles solitarios agitados por el viento. Escrutó una zona más amplia, pero siguió sin ver nada de interés.

Qué…
—empezó a preguntar, pero se interrumpió. La vista se le fue al cielo.

En el cielo apareció un brillo de fuego verde, como una esmeralda iluminada por el sol. El punto de luz trazó un arco por el manto azul del cielo, acercándose a toda velocidad, brillante como una estrella en plena noche.

Eragon dejó caer la daga de piedra y, sin apartar la vista del punto de luz, se subió a la grupa de Saphira y fijó las correas de las piernas.

Quería preguntarle qué creía que era aquella luz —obligarla a traducir en palabras lo que él ya sospechaba—, pero a ninguno de los dos les salían las palabras.

Saphira se quedó inmóvil, aunque abrió las alas y las extendió a medias, levantándolas para preparar el despegue.

Al ir aumentando de tamaño, el brillo creció, dividiéndose en un grupo de decenas, luego de cientos y por fin de miles de minúsculos puntos de luz. Al cabo de unos minutos distinguieron por fin la forma real que componían, y vieron que era un dragón.

Saphira no podía esperar más. Emitió un rugido triunfal, como una corneta, saltó desde el repecho, colina abajo, y agitó las alas.

Eragon se aferró a la púa del cuello que tenía delante mientras Saphira ascendía casi en vertical, desesperada por ir al encuentro del otro dragón lo antes posible. La emoción que experimentaban tanto Eragon como ella iba acompañada de un sentimiento de preocupación originado por las muchas batallas que llevaban a sus espaldas. Y, siendo precavidos, agradecieron tener el sol a la espalda.

Saphira siguió ascendiendo hasta encontrarse ligeramente por encima del dragón verde, momento en que se niveló y centró sus esfuerzos en ganar velocidad.

Ya más de cerca, Eragon vio que el dragón, aunque bien formado, aún mostraba el típico aspecto de la juventud —sus miembros aún no habían adquirido la robustez de los de Glaedr o Espina— y era más pequeño que Saphira. Las escamas de sus costados eran de un verde oscuro como el de los bosques, mientras que las del vientre y las almohadillas de las patas eran más claras, y las más pequeñas casi blancas. Cuando tenía las alas pegadas al cuerpo, tomaban el color de las hojas de acebo, pero cuando la luz del sol las atravesaba, adquirían el de las hojas de roble en primavera.

En la grupa, junto al cuello, había una silla parecida a la de Saphira, y sobre la silla una figura que parecía Arya, con la oscura melena al viento. Aquella imagen llenó a Eragon de alegría, y el vacío que había sentido durante tanto tiempo desapareció como la oscuridad de la noche al salir el sol.

En el momento en que los dragones pasaron uno junto al otro, Saphira rugió y el otro dragón respondió con otro rugido. Dieron la vuelta y se pusieron a volar en círculo, como si se persiguieran mutuamente. Saphira estaba aún algo por encima del dragón verde, que no hacía ningún intento por elevarse por encima de ella. Si lo hubiera hecho, Eragon se habría temido que estuviera intentando situarse en posición de ventaja para atacar.

Eragon sonrió y gritó al viento. Arya devolvió el grito y levantó un brazo. Entonces el chico contactó con su mente, solo para asegurarse, y al instante «supo» que era realmente Arya, y que ni el dragón ni ella suponían ningún peligro. Al cabo de un momento retiró el contacto mental, porque habría sido de mala educación prolongarlo sin el consentimiento de ella; ya respondería a sus preguntas cuando estuvieran en tierra.

Saphira y el dragón verde volvieron a rugir, y este agitó la cola como un látigo; luego se persiguieron el uno al otro por el aire hasta llegar al río Ramr. Allí, Saphira encabezó el descenso hasta aterrizar en el mismo saliente donde Eragon y ella habían estado esperando antes.

El dragón verde aterrizó a unos treinta metros y se estiró mientras Arya bajaba de la silla.

Eragon se soltó las ataduras de las piernas y saltó al suelo; la vaina de
Brisingr
le golpeó en la pierna. Salió corriendo hacia Arya, y ella hacia él, y se encontraron entre los dos dragones, que los siguieron a un ritmo más tranquilo, pisando el terreno con fuerza.

Al irse acercando, Eragon observó que, en lugar de la tira de cuero que Arya solía llevar para recogerse el cabello, llevaba un aro de oro sobre la frente. En el centro del aro brillaba un diamante en forma de lágrima con una luz que no procedía del sol, sino de las profundidades de la propia piedra. Del cinto le colgaba una espada de empuñadura verde, con una funda del mismo color, que reconoció como
Támerlein
, la misma espada que el lord elfo Fiolr le había ofrecido a él en sustitución de
Zar’roc
y que en su día había pertenecido al Jinete Arva.

No obstante, la empuñadura tenía un aspecto diferente al que él recordaba, más ligera y estilizada, y la vaina era más estrecha.

Eragon tardó un momento en darse cuenta de lo que significaba la diadema. Miró a Arya con asombro:

—¡Tú!

—Yo —dijo ella, e inclinó la cabeza—.
Atra esterní ono thelduin
, Eragon.


Atra du evarínya ono varda
, Arya…
¿Dröttning?
—No se le escapó el detalle de que ella había decidido saludarle en primer lugar.


Dröttning
—confirmó ella—. Mi pueblo decidió otorgarme el título de mi madre, y yo decidí aceptar.

Por encima de ellos, Saphira y el dragón verde acercaron las cabezas y se olisquearon mutuamente. Saphira era más alta; el dragón verde tuvo que estirar el cuello para alcanzarla.

Por mucho que Eragon quisiera hablar con Arya, no podía evitar mirar al dragón verde.

—¿Y él? —preguntó, haciendo un gesto hacia arriba con la cabeza.

Arya sonrió, y luego le sorprendió cogiéndole de la mano y llevándole hacia el dragón verde, que rebufó y bajó la cabeza hasta situarla justo por encima de ellos. De sus orificios nasales púrpura aún salían restos de humo y vapor.

—Eragon —dijo ella, apoyando la mano de él sobre el cálido morro del dragón—, este es Fírnen. Fírnen, este es Eragon.

El chico levantó la mirada y la fijó en los brillantes ojos de Fírnen; las bandas del interior del iris del dragón eran de color verde pálido y amarillo, como las briznas de hierba tierna.

Encantado de conocerte, Eragon-amigo Asesino de Sombra
—dijo Fírnen. Su voz mental era más profunda de lo que esperaba, más aún que la de Espina o Glaedr, o la de cualquiera de los eldunarís de Vroengard—.
Mi Jinete me ha hablado mucho de ti
—añadió, y parpadeó una vez, con un leve chasquido agudo, como el de una concha al golpear con una piedra.

En la mente abierta e iluminada por el sol de Fírnen, poblada de sombras transparentes, Eragon percibía la emoción del dragón. Se quedó maravillado ante aquella revelación.

—Yo también me alegro de conocerte, Fírnen-finiarel. Nunca pensé que viviría para verte fuera del huevo y libre de los hechizos de Galbatorix.

El dragón esmeralda soltó un ligero bufido. Tenía un porte orgulloso y enérgico, como el de un ciervo en otoño. Luego volvió la mirada hacia Saphira. Ambos compartieron muchas cosas; a través de Saphira, Eragon sentía el flujo de pensamientos, emociones y sensaciones, lento al principio, pero cada vez mayor, hasta convertirse en un torrente.

Arya esbozó una sonrisa.

—Parece que se llevan bien.

—Desde luego.

Guiados por un entendimiento mutuo, Eragon y Arya echaron a andar, dejando a Saphira y Fírnen con sus cosas. La dragona no estaba sentada como siempre, sino más bien agazapada, como si estuviera a punto de saltar sobre un ciervo. Fírnen estaba igual. De vez en cuando movían la punta de la cola.

Arya tenía buen aspecto; Eragon no la había visto tan bien desde aquella vez que habían estado juntos en Ellesméra. A falta de una palabra más apropiada, habría podido decir que parecía ser feliz.

Pasaron un rato sin hablar, observando a los dragones. Entonces ella dijo:

—Te pido disculpas por no haberme puesto en contacto contigo antes. Debes de haber pensado que soy una desconsiderada por no deciros nada a ti y a Saphira en tanto tiempo y por mantener en secreto la existencia de Fírnen.

—¿Recibiste mi carta?

—Sí —dijo ella y, para sorpresa de Eragon, metió la mano bajo la túnica y sacó un cuadrado de pergamino manoseado que, pasados unos segundos, Eragon reconoció—. Habría respondido, pero Fírnen ya había nacido y no quería mentirte, ni siquiera por omisión.

—¿Por qué lo has mantenido oculto?

—Aún quedan muchos siervos de Galbatorix merodeando por ahí, y con los pocos dragones que quedan no quería correr el riesgo de que nadie supiera lo de Fírnen hasta que hubiera crecido lo suficiente como para defenderse solo.

—¿Realmente crees que algún humano podría haberse colado en Du Weldenvarden y haberlo matado?

—Hemos visto cosas más raras. Los dragones aún están en peligro de extinción, así que era un riesgo que no podíamos correr. De haber podido, habría mantenido a Fírnen en Du Weldenvarden los próximos diez años, hasta que fuera lo suficientemente grande como para que nadie se atreva a atacarle. Pero él quería salir, y yo no podía negárselo. Además, ha llegado la hora de que me presente ante Nasuada y Orik en mi nueva posición.

Eragon notaba que Fírnen le estaba contando a Saphira la primera vez que había cazado un ciervo en el bosque de los elfos. Sabía que Arya también era consciente del diálogo entre los dragones, porque observó una mueca divertida en su rostro en respuesta a una imagen de Fírnen saltando tras un cervatillo asustado después de que este hubiera tropezado con una rama.

—¿Y cuánto tiempo hace que eres reina?

—Desde un mes después de mi regreso. No obstante, Vanir no lo sabe. Ordené que no se los informara ni a él ni a nuestro embajador ante los enanos para poder concentrarme en criar a Fírnen sin tener que preocuparme por asuntos oficiales que me habrían tenido muy ocupada… Quizá te guste saber que lo he criado en los riscos de Tel’naeír, donde vivían Oromis y Glaedr. Me pareció el lugar más indicado.

Se hizo el silencio entre ellos. Entonces Eragon señaló la diadema de Arya y a Fírnen, y dijo:

—¿Cómo ha ocurrido todo esto?

—Al regresar a Ellesméra, observé que Fírnen empezaba a agitarse dentro del cascarón, pero no le di importancia, porque Saphira también lo había hecho en su tiempo. No obstante, cuando llegamos a Du Weldenvarden y atravesamos las defensas del bosque, salió del cascarón. Estaba anocheciendo, y yo llevaba el huevo en el regazo, como hice con el de Saphira, y le estaba hablando sobre el mundo, tranquilizándole, diciéndole que estaba seguro. Entonces sentí que el huevo se agitaba y… —Se estremeció y se echó el cabello hacia atrás, con los ojos humedecidos—. El vínculo es tal como me lo imaginaba. Cuando nos tocamos… Siempre quise ser Jinete de Dragón, Eragon, para poder proteger a mi pueblo y vengar la muerte de mi padre a manos de Galbatorix y los Apóstatas, pero hasta que no vi la primera grieta en el huevo de Fírnen, nunca me atreví a pensar que pudiera llegar a pasar.

—Cuando os tocasteis…

—Sí. —Levantó la mano izquierda y le mostró la marca plateada en la palma, un gedwëy ignasia idéntico al suyo—. Fue como… —Se detuvo, buscando las palabras.

—Como el contacto con el agua helada, un cosquilleo y un escalofrío —sugirió él.

—Exactamente —respondió ella y, sin darse cuenta, cruzó los brazos, como si le hubiera dado frío.

—Así que volvisteis a Ellesméra —dijo Eragon.

Ahora Saphira le estaba hablando a Fírnen de cuando ambos habían nadado en el lago Leona de camino a Dras-Leona con Brom.

—Así que volvimos a Ellesméra.

—Y te fuiste a vivir a los riscos de Tel’naeír. Pero ¿por qué aceptaste ser reina si ya eras una de los Jinetes?

—No fue idea mía. Däthedr y los otros ancianos de nuestra raza vinieron a la casa de los riscos y me pidieron que ocupara el trono de mi madre. Yo me negué, pero volvieron al día siguiente, y el día después, y cada día durante una semana, y cada vez con nuevos argumentos sobre los motivos por los que debería aceptar la corona.

Al final me convencieron de que sería lo mejor para nuestro pueblo.

—Pero ¿por qué tú? ¿Fue porque eras la hija de Islanzadí, o porque habías pasado a ser uno de los Jinetes?

—No fue porque Islanzadí fuera mi madre, aunque eso influyó. Ni tampoco por ser Jinete. Nuestra política es mucho más complicada que la de los humanos o la de los enanos, y elegir un nuevo monarca nunca es fácil. Implica obtener el consentimiento de decenas de casas y familias, así como de varios de los ancianos de nuestra raza, y cada decisión que toman forma parte de un juego sutil al que los nuestros llevan jugando desde hace milenios… Había muchos motivos por los que querían que fuera la reina, no todos ellos evidentes.

Eragon se agitó, mirando alternativamente a Saphira y Arya, incapaz de asumir la decisión de la elfa.

—¿Cómo puedes ser Jinete y a la vez reina? Se supone que los Jinetes no deben dar prioridad a ninguna raza por encima de las demás. Sería imposible que los pueblos de Alagaësia confiaran en nosotros si lo hiciéramos. ¿Y cómo puedes contribuir a la reconstrucción de nuestra orden y a criar a la próxima generación de dragones si estás ocupada con tus responsabilidades en Ellesméra?

—El mundo ha cambiado —dijo ella—. Y los Jinetes tampoco se pueden mantener al margen como antes. Somos demasiado pocos como para aislarnos, y pasará mucho tiempo hasta que vuelva a haber los suficientes como para que volvamos a estar en el lugar que ocupábamos antes. En cualquier caso, tú has jurado fidelidad a Nasuada y a Orik y al Dürgrimst Ingeitum, pero no a nosotros, los älfakyn. Es justo que nosotros también tengamos un Jinete y un dragón.

—Sabes que Saphira y yo lucharíamos por los elfos igual que por los enanos o los humanos —protestó él.

—Lo sé, pero otros no lo harían. Las apariencias importan, Eragon.

No puedes cambiar el hecho de que le has dado tu palabra a Nasuada y de que le debes lealtad al clan de Orik… Mi pueblo ha sufrido mucho los últimos cien años, y aunque a ti quizá no te lo parezca, no somos lo que fuimos. La decadencia de los dragones también ha traído la nuestra. Hemos tenido menos niños y nuestras fuerzas se han visto mermadas. Algunos dicen incluso que nuestras mentes ya no son lo agudas que eran antes, aunque eso es difícil de saber.

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