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Authors: Christopher Paolini

Legado (108 page)

BOOK: Legado
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Al final, tras varios días de negociaciones, Nasuada cedió a sus exigencias, siempre que Lord Risthart le jurara lealtad como reina suprema, igual que había hecho el rey Orrin, y consintiera aplicar sus leyes con respecto a los magos.

Desde Teirm, Eragon y Saphira acompañaron a los guerreros al sur por la costa hasta que llegaron a la ciudad de Kuasta. Allí se encontraron con el mismo problema que en Teirm, pero, a diferencia de esta, el gobernador de Kuasta cedió y acordó unirse al nuevo reino de Nasuada.

Entonces Eragon y Saphira volaron en solitario hasta Narda, muy al norte, y allí obtuvieron la misma promesa, tras lo cual volvieron por fin a Ilirea, donde se quedaron unas semanas en un pabellón junto al de Nasuada.

En cuanto encontraron el momento, Eragon y Saphira abandonaron la ciudad y se dirigieron al castillo donde Blödhgarm y los otros hechiceros custodiaban los eldunarís rescatados de Galbatorix. Allí colaboraron en la curación de las mentes de los dragones. Hicieron progresos, pero era una tarea lenta, y algunos de los eldunarís respondían más rápido que otros. A Eragon le preocupaba que muchos de ellos no tuvieran ya interés por vivir, o que estuvieran tan perdidos en el laberinto de su mente que era casi imposible comunicarse con ellos y sacarles algo con sentido, aunque quienes lo intentaran fueran los dragones más ancianos, como Valdr. Para evitar que los centenares de dragones enloquecidos aturdieran a los que intentaban ayudarlos, los elfos mantenían a la mayoría de los eldunarís en un estado de trance y trataban solo con unos cuantos cada vez.

Eragon también trabajó junto a los magos de
Du Vrangr Gata
extrayendo los tesoros de la ciudadela. Gran parte del trabajo recayó en él, ya que ninguno de los otros hechiceros tenía los conocimientos o la experiencia necesarios para tratar con muchas de las piezas encantadas que había dejado Galbatorix tras de sí. Pero a Eragon no le importaba; disfrutaba explorando la fortaleza en ruinas y descubriendo los secretos que ocultaba. Galbatorix había acumulado un maravilloso botín a lo largo del último siglo, algunas piezas más peligrosas que otras, pero todas ellas interesantes. La favorita de Eragon era un astrolabio que, al ponérselo junto al ojo, le permitía ver las estrellas, incluso de día.

La existencia de los artefactos más peligrosos se convirtió en un secreto entre él, Saphira y Nasuada, al considerar que era demasiado arriesgado permitir que se extendiera la voz.

Nasuada dio uso de inmediato a los tesoros recuperados, utilizándolos para dar comida y vestido a sus guerreros, así como para la reconstrucción de las defensas de las ciudades capturadas durante su invasión del Imperio. Además, regaló cinco coronas de oro a cada uno de sus súbditos: una cantidad insignificante para los nobles, pero una verdadera fortuna para los granjeros más pobres. Eragon estaba seguro de que aquel gesto le otorgaría el respeto y la fidelidad del pueblo de un modo que Galbatorix nunca habría podido entender.

También recuperaron varios cientos de espadas de Jinetes: espadas de todas las formas y colores, hechas tanto para humanos como para elfos. Fue un hallazgo sobrecogedor. Eragon y Saphira llevaron personalmente las armas al castillo donde estaban los eldunarís, impacientes porque llegara el día en que fueran necesarias de nuevo para armar a los Jinetes.

Eragon pensó que Rhunön estaría contenta de saber que tantas de sus obras habían sobrevivido.

Y luego estaban los cientos de pergaminos y libros que Galbatorix había ido coleccionando, que Jeod y los elfos se encargaron de catalogar, apartando los que contenían secretos sobre los Jinetes o sobre los mecanismos ocultos de la magia.

Mientras clasificaban el inmenso filón de conocimientos que atesoraba Galbatorix, Eragon no perdía la esperanza de encontrar alguna mención al lugar donde el rey había escondido el resto de los huevos de Lethrblaka. No obstante, las únicas menciones a los Lethrblaka o a los Ra’zac que encontró estaban en las obras ancestrales de los elfos y de los Jinetes, en las que hablaban de la oscura amenaza de la noche y se preguntaban qué hacer contra un enemigo que no podían detectar con ningún tipo de magia.

Ahora que Eragon podía hablar abiertamente con Jeod, acabó haciéndolo con regularidad, confiándole todo lo que había ocurrido con los eldunarís y los huevos, e incluso llegando a explicarle el proceso que le llevó a descubrir su nombre verdadero en Vroengard. Hablar con Jeod le resultaba reconfortante, especialmente porque era una de las pocas personas que había conocido a Brom lo suficiente como para poder considerarlo su amigo.

De algún modo, Eragon disfrutaba observando los mecanismos que integraban las labores del reinado de Nasuada y la reconstrucción que había emprendido a partir de los restos del Imperio. El esfuerzo necesario para gestionar un país tan enorme y diverso era tremendo, y la tarea no parecía tener fin; siempre había que hacer algo más.

Eragon sabía que él no soportaría las exigencias del trono, pero Nasuada parecía desenvolverse perfectamente. Ella nunca decaía, y siempre parecía saber cómo enfrentarse a los problemas que se le planteaban. Día a día, vio como aumentaba el respeto que le tenían emisarios, altos oficiales, nobles y campesinos. Parecía perfecta para ocupar el trono, aunque no estaba muy seguro de que, en realidad, fuera feliz, y aquello le preocupaba.

Observó que juzgaba a los nobles que habían colaborado con Galbatorix —voluntariamente o no— y le gustó ver que se mostraba a la vez justa y compasiva. Aprobaba los castigos que imponía en caso necesario, que en la mayoría de los casos suponían la expropiación de tierras, de títulos o de la mayor parte de las riquezas obtenidas de forma ilícita, pero en ningún caso la ejecución, algo que Eragon agradeció.

Estuvo de acuerdo con ella cuando concedió a Nar Garzhvog y a su pueblo amplios territorios en la costa norte de las Vertebradas, así como en las llanuras fértiles entre el lago Fläm y el río Toark, donde apenas vivía gente.

Al igual que el rey Orrin o Lord Risthart, Nar Garzhvog había jurado fidelidad a Nasuada como su reina suprema. No obstante, el enorme Kull le advirtió:

—Mi pueblo está de acuerdo con esto, Señora Acosadora de la Noche, pero los míos tienen la sangre espesa y la memoria corta, y las palabras no les atarán para siempre.

—¿Quieres decir que tu pueblo romperá la paz? —respondió ella, con voz fría—. ¿Debo entender que nuestras razas volverán a ser enemigas?

—No —dijo Garzhvog, sacudiendo su enorme cabeza—. No queremos enfrentarnos a vosotros. Sabemos que Espada de Fuego nos mataría. Pero… cuando nuestros pequeños crezcan, querrán batallas en las que demostrar su valía. Si no hay batallas, las crearán.

Lo siento, Acosadora de la Noche, pero no podemos cambiar nuestra esencia.

Aquella charla inquietó a Eragon —y también a Nasuada—, y pasó varias noches pensando en los úrgalos, intentando resolver el problema que planteaban.

Las semanas iban pasando, y Nasuada siguió enviándolos a él y a Saphira a diversos puntos de Surda y de su reino, en muchos casos usándolos como representantes personales ante el rey Orrin, Lord Risthart y los otros nobles y grupos de soldados por todo el territorio.

Allá donde iban, buscaban un lugar que pudiera servir de hogar a los eldunarís durante los siglos venideros y como nido y terreno de pruebas para los dragones ocultos en Vroengard. Había zonas de las Vertebradas que prometían, pero la mayoría de ellas estaban demasiado cerca de los humanos o de los úrgalos, o demasiado al norte, por lo que Eragon pensó que la vida allí todo el año sería muy dura. Además, Murtagh y Espina habían ido hacia el norte, y Eragon y Saphira no querían provocarles mayores dificultades.

Las montañas Beor habrían sido un lugar perfecto, pero no parecía probable que los enanos acogieran con gusto a cientos de voraces dragones en los límites de su reino. Cualquiera que fuera la zona de las Beor que escogieran, estarían a un corto vuelo de al menos una de las ciudades de los enanos, y eso supondría un problema en cuanto algún joven dragón empezara a lanzarse contra los rebaños de Feldûnost de los enanos (algo que, conociendo a Saphira, era más que probable).

Tal vez los elfos no tendrían objeción en que los dragones vivieran en una de las montañas de Du Weldenvarden, pero a Eragon le preocupaba igualmente la cercanía de las ciudades elfas. Por otra parte, no le gustaba la idea de situar los dragones y los eldunarís dentro del territorio de ninguna de las razas. De hacerlo, parecería que estaban dándole apoyo a esa raza en particular. Los Jinetes del pasado nunca lo habían hecho, y Eragon consideraba que los del futuro tampoco debían.

La única ubicación que estaba lo suficientemente lejos de todas las ciudades y pueblos y que ninguna raza había reclamado aún era el hogar ancestral de los dragones: el corazón del desierto de Hadarac, donde se levantaban las Du Fells Nángoröth o montañas Malditas.

Eragon estaba seguro que sería un buen lugar para sus crías. No obstante, tenía tres inconvenientes. En primer lugar, en el desierto no encontrarían la comida necesaria para alimentar a los jóvenes dragones. Saphira tendría que pasarse la mayor parte del tiempo llevando ciervos y otros animales salvajes a las montañas. Y, por supuesto, una vez que crecieran las crías, tendrían que empezar a volar por su cuenta, lo que los acercaría a las tierras de los humanos, de los elfos o de los enanos. En segundo lugar, todo el que había viajado mucho —y el que no— sabía dónde estaban las montañas. Y en tercer lugar, no era excesivamente difícil llegar a ellas, sobre todo en invierno. Estas dos últimas cuestiones eran las que más le preocupaban, y le hacían preguntarse si serían capaces de proteger los huevos, las crías de dragón y los eldunarís.

Sería mejor si estuviéramos en lo alto de uno de los picos de las Beor, donde solo podemos llegar volando los dragones
—le dijo a Saphira—.
Así nadie podría ir a curiosear, más que Espina, Murtagh o algún otro mago.

Por «algún otro mago» querrás decir todos los elfos de la Tierra…

¡Además, haría frío todo el tiempo!

Pensé que no te importaba el frío.

No me importa. Pero tampoco quiero vivir todo el año entre la nieve.

La arena es mejor para las escamas; me lo dijo Glaedr. Ayuda a pulirlas y a mantenerlas limpias.

Mmh.

Día a día, fue llegando el frío. Los árboles empezaron a soltar sus hojas, las bandadas de pájaros emigraron al sur y el invierno se extendió por el territorio. Fue un invierno duro y cruel, y durante mucho tiempo dio la impresión de que toda Alagaësia hubiera quedado atrapada en un profundo letargo. Al caer los primeros copos de nieve, Orik y su ejército regresaron a los montes Beor. Todos los elfos que seguían en Ilirea —salvo Vanir, Blödhgarm y sus diez hechiceros—también se fueron a Du Weldenvarden. Los úrgalos habían partido semanas antes. Los últimos en irse fueron los hombres gato, que sencillamente desaparecieron; nadie los vio marcharse, y, sin embargo, un día ya no estaban, salvo por un hombre gato grande y gordo llamado Ojos Amarillos, que se quedó sentado en un cojín junto a Nasuada ronroneando, durmiendo y pendiente de todo lo que sucedía en el salón del trono.

Mientras recorría las calles, Eragon contemplaba los copos de nieve que caían de lado bajo la losa de piedra que cubría la ciudad, que sin los elfos y los enanos le parecía terriblemente vacía.

Y Nasuada seguía enviándolos a él y a Saphira a diferentes misiones. Pero nunca los mandó a Du Weldenvarden, el único lugar al que Eragon quería ir. No tenían noticias de los elfos, que no los habían informado de quién había sido elegido sucesor de Islanzadí. Cuando le preguntaron a Vanir, él se limitó a decir:

—No somos un pueblo que viva con prisas. Para nosotros, el nombramiento de un nuevo monarca es un proceso difícil y complicado. En cuanto sepa lo que se ha decidido en nuestros consejos, os lo diré.

Hacía tanto tiempo que Eragon no sabía nada de Arya que se planteó usar el nombre del idioma antiguo para superar las defensas de Du Weldenvarden y poder comunicarse con ella, o por lo menos rastrear su presencia. No obstante, sabía que los elfos no verían con buenos ojos la intrusión, y temía que a Arya no le hiciera ninguna gracia aquel intento de contacto sin que hubiera una necesidad acuciante.

Así pues, en lugar de eso, le escribió una breve carta en la que preguntaba por ella y le contaba parte de lo que habían estado haciendo Saphira y él. Le dio la carta a Vanir, y este prometió que se la enviaría a Arya de inmediato. Eragon estaba seguro de que Vanir mantendría su palabra —puesto que ambos habían hablado en el idioma antiguo—, pero no recibió ninguna respuesta, y con el paso de una luna tras otra, empezó a pensar que, por algún motivo desconocido, Arya había decidido poner fin a su amistad. La idea le dolió terriblemente y decidió concentrarse en el trabajo que le daba Nasuada aún con mayor ahínco, esperando así poder olvidar sus penas.

En lo más crudo del inverno, cuando de la losa que cubría Ilirea colgaban témpanos de hielo como espadas y gruesas capas de nieve tapizaban el paisaje de los alrededores, cuando los caminos estaban prácticamente impracticables y la comida empezaba a escasear en las mesas, tres veces atentaron contra la vida de Nasuada, tal como Murtagh había advertido que podía pasar.

Los atentados fueron inteligentes y elaborados, y el tercero —que consistía en el desprendimiento de una red llena de piedras sobre Nasuada— estuvo a punto de tener éxito. Pero gracias a las defensas de Eragon y Elva, Nasuada sobrevivió, pese a que el último ataque le costó varias fracturas.

Durante el tercer atentado, Eragon y los Halcones de la Noche consiguieron matar a dos de los atacantes de Nasuada, aunque nunca supieron cuántos eran en realidad, pues el resto escapó.

A partir de entonces, Eragon y Jörmundur tomaron medidas extraordinarias para reforzar la seguridad de Nasuada. Aumentaron el número de sus guardias otra vez y, allá donde fuera, iba siempre acompañada de al menos tres hechiceros. La propia Nasuada se volvió más desconfiada, y Eragon vio en ella cierta dureza que antes no mostraba.

No se produjeron más ataques contra Nasuada, pero un mes después de que acabara el invierno y los caminos volvieran a abrirse, un conde llamado Hamlin reunió una tropa compuesta de varios centenares de los antiguos soldados del Imperio y empezó a lanzar ataques contra Gil’ead y contra los viajeros que recorrían los caminos de la región.

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