Authors: Christopher Paolini
—Tú, Saphira, Arya y yo, todos juntos y seguros de que nada podría detenernos…
En un rincón de su mente, Eragon notaba que Saphira y Espina estaban hablando. Sabía que su dragona le contaría más tarde lo que se habían dicho.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó a Murtagh.
—Sentarme a pensar. A lo mejor construyo un castillo. Me sobra tiempo.
—No tienes por qué irte. Sé que sería… difícil, pero tienes familia: yo, y también Roran. Es tu primo, igual que lo es mío, y nunca os habéis llegado a conocer… Carvahall y el valle de Palancar son tu casa, tanto como lo es Urû’baen, o quizá más.
Murtagh sacudió la cabeza y siguió mirando las ortigas.
—No funcionaría. Espina y yo necesitamos estar solos un tiempo, para curarnos. Si nos quedamos, estaremos demasiado ocupados como para pensar en nosotros.
—La buena compañía y la actividad a menudo son el mejor remedio para curar las dolencias del alma.
—No para lo que nos hizo Galbatorix… Además, resultaría doloroso estar cerca de Nasuada ahora mismo, tanto para ella como para mí.
No, tenemos que irnos.
—¿Cuánto tiempo crees que estaréis lejos?
—Hasta que el mundo no esté tan lleno de odio y hasta que no sintamos ganas de derribar montañas y llenar el mar de sangre.
Eragon no tenía respuesta para aquello. Se quedaron mirando al río, tras una hilera de sauces. El murmullo de las ortigas, agitadas por el viento del oeste, se hizo más intenso.
—Cuando ya no queráis estar solos, venid a buscarnos —dijo Eragon—. Siempre seréis bienvenidos, allá donde estemos.
—Lo haremos. Lo prometo. —Y, para sorpresa de Eragon, los ojos de Murtagh se iluminaron por un momento—. Ya sabes que nunca pensé que lo consiguieras…, pero me alegro de que lo hicieras.
—Tuve suerte. Y no habría sido posible sin tu ayuda.
—Aun así… ¿Encontrasteis los eldunarís en las alforjas?
Eragon asintió.
—Bien.
¿Se lo contamos?
—le preguntó Eragon a Saphira, con la esperanza de que ella estuviera de acuerdo.
La dragona se lo pensó un momento.
Sí, pero no le digas dónde. Tú se lo dices a él y yo se lo digo a Espina.
Como quieras
—dijo Eragon.
Luego se dirigió a Murtagh:
—Hay algo que deberías saber.
Murtagh lo miró de costado.
—El huevo que tenía Galbatorix… no es el único de Alagaësia. Hay más, ocultos en el mismo sitio donde encontramos los eldunarís que trajimos.
Murtagh lo miró, con expresión incrédula. Al mismo tiempo, Espina arqueó el cuello y emitió un alegre bramido que espantó a un banco de golondrinas que estaban posadas entre las ramas de un árbol cercano.
—¿Cuántos más?
—Cientos.
Por un momento, Murtagh se quedó sin habla.
—¿Qué harás con ellos? —dijo luego.
—¿Yo? Creo que Saphira y los eldunarís tendrán algo que decir al respecto, pero probablemente buscaremos algún lugar seguro para que nazcan los dragones, y volveremos a tener Jinetes.
—¿Los entrenaréis Saphira y tú?
—Estoy seguro de que los elfos colaborarán —dijo Eragon, encogiéndose de hombros—. Vosotros también podríais hacerlo, si queréis.
Murtagh echó la cabeza atrás y suspiró con fuerza.
—Así que los dragones van a volver, y los Jinetes también —dijo, y soltó una risita—. El mundo está a punto de cambiar.
—Ya ha cambiado.
—Sí. De modo que Saphira y tú os convertiréis en los nuevos líderes de los Jinetes, mientras que Espina y yo viviremos en la naturaleza.
Eragon intentó decir algo para reconfortarlo, pero Murtagh le detuvo con la mirada.
—No, así es como debe ser. Saphira y tú seréis mucho mejores maestros que nosotros.
—Yo no estoy tan seguro de eso.
—Mmm… Pero prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Cuando les enseñéis, enseñadles a no tener miedo. El miedo es bueno en pequeñas cantidades, pero cuando es una constante, un compañero inseparable, te merma y te resulta difícil hacer lo que sabes que debes hacer.
—Lo intentaré.
Entonces Eragon observó que Saphira y Espina ya no estaban hablando. El dragón rojo se giró hacia un lado, rodeando a Saphira, hasta tener a Eragon enfrente. Con una voz mental que resultaba sorprendentemente musical, le dijo:
Gracias por no matar a mi Jinete, Eragon, hermano de Murtagh.
—Sí, gracias —dijo Murtagh, seco.
—Me alegro de no haber tenido que hacerlo —respondió Eragon, mirando a uno de los ojos de Espina, brillante y rojo como la sangre.
El dragón rebufó, bajó el morro y tocó con el morro la cabeza de Eragon, dándole unos golpecitos en el casco.
Que siempre tengas el viento y el sol a la espalda.
—Y tú también.
De pronto Eragon sintió la presencia de unos intensos sentimientos enfrentados: era la conciencia de Glaedr, que se había hecho presente en su mente y, en apariencia, también en la de Murtagh y Espina, porque de repente se pusieron tensos, como si estuvieran a punto de entrar en combate. Eragon se había olvidado de que Glaedr y los otros eldunarís —ocultos en su bolsa de espacio invisible— estaban presentes y los escuchaban.
Ojalá yo pudiera darte las gracias por el mismo motivo
—dijo Glaedr, con un tono amargo como la bilis—.
Mataste mi cuerpo y a mi Jinete.
La afirmación era llana y simple, y eso era lo que le daba mayor peso.
Murtagh dijo algo mentalmente, pero Eragon no supo lo que era, porque iba dirigido solo a Glaedr.
No, no puedo
—respondió Glaedr—.
No obstante, entiendo que fue Galbatorix quien te llevó a hacerlo y quien movió tu brazo, Murtagh… No puedo perdonar, pero Galbatorix está muerto y con él mi deseo de venganza. Tu camino siempre ha sido difícil, desde tu nacimiento. Pero hoy has demostrado que tus desgracias no han podido contigo. Te volviste contra Galbatorix cuando eso solo podía traerte dolor, y con ello hiciste posible que Eragon lo matara. Espina y tú habéis demostrado hoy que sois dignos de ser reconocidos Shur’tugal de pleno derecho, aunque nunca hayáis contado con la instrucción y la guía necesarias. Eso es… admirable.
Murtagh inclinó la cabeza levemente.
Gracias, Ebrithil
—dijo Espina.
Eragon lo oyó. El uso del
Ebrithil
honorífico por parte de Espina debió de sorprender a Murtagh, porque se volvió a mirar al dragón y abrió la boca, como si fuera a decir algo.
Entonces fue Umaroth quien habló:
Conocemos muchas de las dificultades que habéis tenido que atravesar, Espina, Murtagh, porque os hemos observado desde la distancia, del mismo modo que observamos a Eragon y a Saphira. Hay muchas cosas que podríamos enseñaros cuando estéis listos, pero hasta entonces os diremos esto: en vuestras andaduras, evitad los túmulos de Anghelm, donde vive el rey úrgalo Kulkarvek. Evitad también las ruinas de Vroengard y de Elharím. Protegeos de las profundidades del mar, y no paséis por donde el suelo es negro y áspero y el aire huele a azufre, porque en esos lugares mora el mal. Haced lo que os decimos y, a menos que tengáis muy mala suerte, no encontraréis peligros que no podáis afrontar.
Murtagh y Espina le dieron las gracias a Umaroth. El chico lanzó una mirada en dirección a Urû’baen y anunció:
—Tenemos que irnos. —Luego volvió a mirar a Eragon—. ¿Recuerdas aún el nombre del idioma antiguo, o todavía tienes la mente nublada por los hechizos de Galbatorix?
—Casi lo recuerdo, pero… —Eragon sacudió la cabeza, confuso.
Entonces Murtagh dijo el nombre de nombres dos veces: la primera para anular el hechizo que Galbatorix había lanzado sobre Eragon; la segunda para que Eragon y Saphira pudieran aprender el nombre.
—Yo no lo compartiría con nadie más —sugirió Murtagh—. Si todos los magos supieran el nombre del idioma antiguo, sería peor que si el idioma en sí no tuviera efecto.
Eragon asintió. Estaba de acuerdo.
Entonces Murtagh le tendió la mano y se agarraron del antebrazo.
Se quedaron así un momento, mirándose a los ojos.
—Cuídate —dijo Eragon.
—Tú también…, hermano.
Eragon vaciló, y luego asintió de nuevo:
—Hermano.
Murtagh comprobó las correas del arnés de Espina una vez más antes de subirse a la silla. Cuando el dragón extendió las alas y empezó a moverse, Murtagh se dirigió a Eragon por última vez:
—Encárgate de que Nasuada esté protegida. Galbatorix tenía muchos siervos, más de los que me llegó a decir, y no todos ellos estaban vinculados a él únicamente por la magia. Buscarán venganza por la muerte de su amo. No bajes nunca la guardia. ¡Entre ellos los hay más peligrosos aún que los Ra’zac!
Entonces Murtagh levantó una mano a modo de despedida. Eragon también lo hizo, y Espina dio tres largas zancadas, alejándose del mar de ortigas, y despegó dejando tras él unas profundas huellas en la tierra blanda.
La criatura, de un rojo brillante, sobrevoló la zona en círculos una, dos, tres veces, y luego puso rumbo al norte, moviendo las alas con una cadencia lenta y regular.
Eragon fue a reunirse con Saphira en la cima de la colina y juntos observaron a Espina y Murtagh hasta que no fueron más que una mota próxima al horizonte.
Con cierta tristeza, el chico ocupó su sitio a lomos de su dragona y, dejando atrás la loma, emprendieron el camino de vuelta a Urû’baen.
Eragon ascendió lentamente por los erosionados escalones de la torre verde. Estaba a punto de anochecer, y a través de las ventanas abiertas en la pared curva a su derecha veía los edificios de Urû’-baen envueltos en sombras, así como los campos cubiertos de niebla más allá de las murallas y, a medida que seguía la espiral ascendente, la oscura masa de la colina de piedra que se elevaba detrás.
La torre era alta, y él se sentía cansado. Deseó haber podido llegar a la cumbre volando con Saphira. Había sido un día largo, y en aquel momento no había nada que le apeteciera más que sentarse con su dragona y tomarse una taza de té caliente mientras la luz iba desapareciendo tras el horizonte. Pero, como siempre, aún había algo que hacer.
Solo había visto a Saphira dos veces desde que habían aterrizado de nuevo en la ciudadela, tras la partida de Murtagh y Espina. Ella se había pasado la mayor parte de la tarde ayudando a los vardenos a matar o capturar a los demás soldados y, más tarde, a concentrar en campamentos a las familias que habían huido de sus casas y se habían dispersado por el campo por si el saliente de roca se rompía y caía sobre la ciudad.
Tal como le contaron los elfos, eso no había ocurrido por los hechizos que habían aplicado a la piedra en tiempos pasados —cuando Urû’baen aún era conocida como Ilirea— y también por el inmenso tamaño del saliente, que le había permitido soportar la fuerza de la explosión sin sufrir daños significativos.
La colina, por su parte, había contribuido a contener los residuos nocivos de la explosión, aunque una gran parte había escapado por la entrada de la ciudadela, y casi todos los que habían estado en Urû’baen o en sus proximidades necesitarían que se les curara con magia, o muy pronto enfermarían y morirían. Ya muchos habían caído enfermos. Eragon había trabajado con los elfos para salvar a cuantos pudieran; la fuerza de los eldunarís le había permitido curar a una gran parte de los vardenos, así como a muchos habitantes de la ciudad.
En aquel mismo momento, los elfos y los enanos estaban tapiando la parte frontal de la ciudadela para evitar que la contaminación se extendiera. Eso después de haber registrado el edificio en busca de supervivientes, que habían sido muchos: soldados, criados y cientos de prisioneros de las mazmorras subterráneas. La gran cantidad de tesoros acumulados en la ciudadela, entre ellos la inmensa biblioteca de Galbatorix, tendrían que recuperarse más adelante. No sería tarea fácil. Se habían derrumbado las paredes de muchas salas; y otras, aún en pie, estaban tan dañadas que suponían un peligro para cualquiera que se aventurara a acercarse. Es más, habría que hacer uso de la magia para protegerse del veneno que impregnaba el aire, la piedra y todos los objetos situados en cualquier recoveco de la fortaleza. Y también habría que emplear la magia para limpiar cualquier objeto que decidieran sacar.
Una vez precintada la ciudadela, los elfos procederían a purgar la ciudad y los terrenos de los alrededores de los residuos nocivos que se hubieran sedimentado, para que la zona volviera a ser un lugar seguro para vivir. Eragon sabía que también tendría que ayudar en aquella tarea.
Antes de participar en la curación de la gente y en la asignación de defensas a todos los que estaban en Urû’baen y en los alrededores, se había pasado más de una hora usando el nombre del idioma antiguo para detectar y desmantelar los numerosos hechizos formulados por Galbatorix y que afectaban a los edificios y a los habitantes de la ciudad. Algunos de ellos parecían benignos, e incluso útiles —como el hechizo que aparentemente tenía como único objetivo evitar que crujieran las bisagras de una puerta, y que obtenía su energía de un cristal del tamaño de un huevo incrustado en la puerta—, pero Eragon no se atrevía a dejar intacto ninguno de los hechizos del rey, por muy inocuos que parecieran, especialmente los que afectaban a los sirvientes del rey. Entre ellos, los juramentos de fidelidad eran lo más común, pero también había hechizos de defensa que les asignaban habilidades fuera de lo ordinario, y otros hechizos más misteriosos.
En alguna ocasión, al liberar a nobles y plebeyos de sus ataduras, había percibido un grito de angustia, como si les hubiera arrancado algo precioso.
Había habido un momento de crisis, cuando retiró las restricciones impuestas por Galbatorix sobre los eldunarís esclavizados. Los dragones liberados se dedicaron a asaltar las mentes de los habitantes de la ciudad, atacando sin más a amigos y enemigos. El pánico se extendió por todas partes, haciendo que todos, hasta los elfos, se encogieran, pálidos del miedo.
Entonces Blödhgarm y los diez hechiceros que le quedaban ataron el convoy de cajas de metal que contenían los eldunarís a un par de caballos, y se los habían llevado lejos de Urû’baen, donde los pensamientos de los dragones no tendrían un efecto tan potente.
Glaedr insistió en seguir a los dragones enloquecidos, al igual que varios de los eldunarís de Vroengard. Era la segunda vez que Eragon veía a Saphira desde su regreso, cuando tuvo que modificar el hechizo que ocultaba a Umaroth y a sus compañeros, de modo que cinco de los eldunarís pudieran separarse del grupo y ponerse en manos de Blödhgarm. Glaedr y los cinco eldunarís estaban convencidos de que podrían calmar y comunicarse con los dragones que Galbatorix había atormentado durante tanto tiempo. Eragon no estaba tan seguro de ello, pero esperaba que así fuera.