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Authors: Christopher Paolini

Legado (99 page)

BOOK: Legado
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Tardó unos segundos —llenos de respiraciones entrecortadas y de un par de impactos que le provocaron un nuevo moratón en el codo—hasta que entendió la verdad y, cuando lo hizo, le pareció obvia. Tenía que haber algo en la vida de Murtagh, algo que cambiaría con aquel duelo y que era tan importante para él que se veía obligado a ganar por todos los medios, aunque aquello supusiera matar a su hermanastro. Fuera lo que fuera —y Eragon tenía sus sospechas, algunas más inquietantes que otras— significaba que Murtagh nunca se rendiría. Implicaba que lucharía como un animal acorralado hasta el último suspiro, y suponía que Eragon nunca podría derrotarlo por los medios convencionales, porque el duelo no significaba tanto para él como para Murtagh. Para Eragon, el duelo era una distracción necesaria, y le importaba poco quién ganara o perdiera, mientras pudiera enfrentarse a Galbatorix a continuación. Pero para Murtagh el duelo significaba mucho más, y por propia experiencia sabía que superar a alguien con esa determinación solo con la fuerza era algo muy difícil, si no imposible.

La cuestión, pues, era cómo detener a un hombre decidido a luchar a muerte e imponerse independientemente de los obstáculos que se encontrara por el camino.

Aquello le planteó un problema en apariencia irresoluble hasta que, por fin, Eragon se dio cuenta de que el único modo de vencer a Murtagh era darle lo que quería. Para conseguir lo que deseaba, tendría que aceptar la derrota.

Pero no del todo. No podía dejar que Murtagh hiciera lo que Galbatorix quería. Eragon le daría su victoria, pero luego él se tomaría la suya.

Saphira, mientras tanto, escuchaba sus pensamientos y cada vez estaba más preocupada:

No, Eragon. Tiene que haber otro modo.

Pues dime cuál
—dijo él—,
porque yo no lo veo.

Ella rebufó, y Espina le devolvió el gruñido desde el otro lado de la superficie iluminada.

Elige sabiamente
—le rogó Arya.

Eragon entendió lo que quería decir.

Murtagh se le echó encima y las hojas de sus espadas se cruzaron con un gran ruido metálico. Luego se liberaron y se detuvieron un momento para recuperar fuerzas. Cuando se lanzaban de nuevo al ataque, Eragon se desplazó hacia la derecha de Murtagh, dejando que la espada se le separara del costado, fingiendo agotamiento o un descuido. Era un movimiento mínimo, pero sabía que su rival lo notaría y que intentaría aprovechar el hueco que le dejaba.

En aquel momento, Eragon no sentía nada. Seguía percibiendo el dolor de sus heridas, pero en la distancia, como si aquellas sensaciones no fueran las suyas propias. Su mente era como una balsa de aguas profundas en un día sin brisa, lisa e inmóvil, y que, sin embargo, reflejaba todo lo que le rodeaba. Lo que vio lo registró mentalmente sin ser consciente. Ya no necesitaba hacerlo. Entendía todo lo que tenía delante, y seguir dándole vueltas solo serviría para complicar las cosas.

Tal como esperaba, Murtagh se lanzó hacia él, directo al vientre.

En el momento justo, Eragon se movió. No lo hizo ni rápido ni lento, sino a la velocidad exacta que requería la situación. Era como un movimiento programado, como si fuera la única acción posible.

En lugar de darle en el vientre, como pretendía Murtagh,
Zar’roc
impactó contra los músculos del costado derecho de Eragon, justo por debajo de las costillas. El impacto fue como un martillazo, y Eragon oyó un roce metálico cuando la espada atravesó los eslabones rotos de la malla y se introdujo en la carne. El frío del metal le causó una impresión mayor que el dolor en sí mismo.

La punta de la hoja topó con la cota de malla al salir del cuerpo por la espalda.

Murtagh se quedó mirando, aparentemente sorprendido.

Y antes de que pudiera recuperarse, Eragon soltó el brazo y le clavó
Brisingr
en el abdomen, cerca del ombligo, provocándole una herida mucho más grave que la que acababa de recibir.

El rostro de Murtagh perdió toda expresión. La boca se le abrió como si fuera a hablar, y cayó de rodillas, sin soltar a
Zar’roc
.

En un extremo, Espina soltó un rugido.

Eragon liberó su espada y luego dio un paso atrás con una mueca de dolor; contuvo un grito al sentir cómo
Zar’roc
iba saliendo de su cuerpo.

Se oyó un repiqueteo metálico: Murtagh había soltado su espada, que cayó al suelo. Luego se llevó los brazos a la cintura, se dobló sobre sí mismo y apoyó la cabeza sobre la piedra pulida.

Ahora era Eragon el que miraba, con un ojo cubierto de sangre.


Naina
—dijo Galbatorix desde su trono, y decenas de lámparas cobraron vida por toda la cámara, dejando de nuevo a la vista las columnas y las tallas de las paredes y el bloque de piedra donde estaba Nasuada, encadenada.

Eragon se acercó a Murtagh, trastabillando, y se arrodilló a su lado.

—Y el ganador es Eragon —anunció el rey, llenando el gran salón con su sonora voz.

Murtagh levantó la mirada hacia su hermanastro, con el rostro cubierto de sudor y retorciéndose del dolor.

—No podías dejarme ganar sin más, ¿verdad? —murmuró—. No puedes vencer a Galbatorix, pero aun así tenías que demostrar que eres mejor que yo… ¡Ah! —Se estremeció y empezó a balancearse a un lado y al otro.

Eragon le puso una mano en el hombro.

—¿Por qué? —dijo, seguro de que Murtagh entendería la pregunta.

La respuesta llegó en forma de susurro apenas audible:

—Porque esperaba ganarme su favor para poder «salvarla». —Las lágrimas empañaban los ojos de Murtagh, que apartó la mirada.

Abatido, Eragon se dio cuenta de que su hermanastro había dicho la verdad en un principio.

Pasó otro momento. Eragon era consciente de que Galbatorix los observaba muy interesado.

—Me has engañado —dijo Murtagh.

—Era el único modo.

—Esa ha sido siempre la diferencia entre tú y yo —respondió Murtagh, rebufando, y le miró a los ojos—. Siempre has estado dispuesto a sacrificarte. Yo no… Antes no.

—Pero ahora sí.

—No soy el que era. Ahora tengo a Espina, y… —Murtagh vaciló, y se encogió un poco de hombros—. Ya no lucho solo por mí… No es lo mismo. —Cogió aire con dificultad e hizo una mueca de dolor—. Antes pensaba que eras un idiota al jugarte la vida constantemente…

Ahora no. Entiendo… por qué. Lo entiendo. —Abrió los ojos y la mueca desapareció, como si el dolor quedara olvidado, y sus rasgos faciales adoptaron un brillo que parecía emanar de su interior—. Lo entiendo. «Lo entendemos» —murmuró, y Espina emitió un extraño ruido a medio camino entre un gimoteo y un gruñido.

Galbatorix se agitó en el trono, incómodo.

—Ya basta de parloteo —decidió, con voz dura—. El duelo ha terminado, y Eragon ha ganado. Ha llegado la hora de que nuestros visitantes se arrodillen y me juren fidelidad… Acercaos, vosotros dos.

Curaré vuestras heridas y podemos seguir.

Eragon se dispuso a levantarse, pero Murtagh le agarró por el brazo, deteniéndolo.

—¡Ahora! —insistió Galbatorix, juntando sus pobladas cejas—. O dejaré que sufráis el dolor de vuestras heridas hasta que hayamos acabado.

«Prepárate», le dijo Murtagh a Eragon solo articulando con la boca, sin hablar.

Eragon vaciló; no sabía qué esperar, pero asintió y advirtió a Arya, Saphira, Glaedr y a los otros eldunarís.

Entonces Murtagh lo empujó a un lado y se irguió sobre las rodillas, aún apretándose el vientre. Miró a Galbatorix. Y pronunció la «palabra» en voz alta.

Galbatorix se echó atrás y levantó una mano, como para protegerse.

A voz en grito, Murtagh pronunció otras palabras en el idioma antiguo, demasiado rápido como para que Eragon entendiera el objetivo del hechizo.

Unos destellos rojos y negros rodearon a Galbatorix, y por un instante su cuerpo quedó envuelto en llamas. Se oyó un sonido como el de un vendaval agitando las ramas de un bosque de abetos.

Entonces Eragon oyó una serie de tenues chillidos, al tiempo que doce esferas de luz rodeaban la cabeza de Galbatorix y salían despedidas hacia el exterior, atravesando las paredes de la estancia y desapareciendo. Parecían espíritus, pero duraron tan poco que Eragon no podía estar seguro.

Espina dio un brinco —igual de rápido que un gato al que le hubieran pisado la cola— y se abalanzó sobre el inmenso cuello de Shruikan. El dragón negro emitió un aullido y se echó atrás, agitando la cabeza para intentar librarse de Espina. Sus rugidos tenían un volumen insoportable, y el suelo tembló con el peso de ambos dragones.

En los escalones de la tarima, los dos niños se pusieron a chillar y se taparon los oídos con las manos.

Eragon vio que Arya, Elva y Saphira daban un salto adelante, liberadas ya de la magia de Galbatorix. Arya, blandiendo la
dauthdaert
, se dirigió al trono, al tiempo que Saphira se lanzaba hacia donde Shruikan se debatía, presa del mordisco de Espina. Elva se llevó una mano a la boca y dijo algo, pero Eragon no pudo oírlo con el ruido de los dragones.

Unas gotas de sangre como puños cayeron por todas partes, humeando al alcanzar el suelo.

Eragon se levantó del lugar donde había ido a parar empujado por Murtagh y se fue tras Arya, hacia el trono.

Entonces Galbatorix dijo el nombre del idioma antiguo, junto a la palabra «
letta
». Unas ataduras invisibles bloquearon los miembros de Eragon, y se hizo el silencio en toda la estancia: el hechizo del rey dejó a todos inmóviles, incluso a Shruikan.

Eragon bullía de rabia y frustración. Habían estado muy cerca de asestarle un duro golpe al rey, y aun así estaban indefensos ante sus hechizos.

—¡Cogedle! —gritó, con la mente y con la lengua a la vez.

Ya habían intentado atacar a Galbatorix y Shruikan; el rey mataría a los dos niños tanto si seguían como si no. El único camino que les quedaba a Eragon y a los suyos —la única esperanza de victoria que restaba— era abrirse paso a través de las barreras mentales de Galbatorix y tomar el control de sus pensamientos.

Con la ayuda de Saphira, Arya y los eldunarís que habían traído, Eragon extendió su conciencia en dirección al rey, volcando todo su odio, su rabia y su dolor en un único rayo candente que dirigió al centro del ser de Galbatorix.

Por un instante, estableció contacto con la mente del rey; era un panorama terrible y cubierto de sombras, dominado por un frío desolador y un calor abrasador, cercado por barrotes de hierro, duros y resistentes, que separaban los diferentes espacios de su mente.

Entonces los dragones que Galbatorix tenía a sus órdenes, los mismos que aullaban enloquecidos, atacaron la mente de Eragon y le obligaron a retirarse para evitar acabar destrozado.

A sus espaldas, oyó que Elva decía algo, pero apenas había empezado a hacerlo cuando Galbatorix exclamó: «
¡Theyna!
», haciéndola parar con un sonido ahogado.

—¡Le he desprovisto de sus defensas! —gritó Murtagh—. Está…

Galbatorix dijo algo, demasiado rápido y bajo como para que Eragon lo distinguiera, pero fuera lo que fuera hizo callar a Murtagh y, un momento más tarde, le oyó caer al suelo con el sonido metálico de la malla y de su casco al golpear el suelo.

—Tengo muchas defensas —replicó Galbatorix, con su rostro aguileño negro de la ira—. No podéis hacerme daño.

Se levantó del trono y bajó los escalones de la tarima en dirección a Eragon, con la capa ondeando a su alrededor y en la mano su espada,
Vrangr
, blanca y letal.

En el poco tiempo que tenía, Eragon intentó capturar la mente de al menos uno de los dragones que asediaban su conciencia, pero había demasiados, y acabó debatiéndose para repeler a la horda de eldunarís antes de que subyugaran por completo sus pensamientos.

Galbatorix se detuvo a menos de medio metro y se lo quedó mirando con una gruesa vena bifurcada muy marcada en la frente y los músculos de la mandíbula tensos.

—¿Piensas desafiarme, «chico»? —gruñó, escupiendo de la rabia—. ¿Crees que estás a mi altura? ¿Qué podrías someterme y robarme el trono? —Los tendones del cuello de Galbatorix se le marcaban como las hebras de una soga retorcida. Se agarró el extremo de la capa—. Me hice este manto con las alas del propio Belgabad, y también los guantes. —Levantó
Vrangr
y situó su pálida hoja ante los ojos de Eragon—. Cogí esta espada de la mano de Vrael, y esta corona de la cabeza del quejumbroso infeliz que la llevó antes que yo. ¿Y tú crees que me puedes superar? ¿A mí? Vienes a mi castillo, matas a mis hombres y te comportas como si fueras mejor que yo. Como si fueras más noble o virtuoso.

Eragon oyó ruidos por todas partes, y vio una constelación de motas de color rojo intenso revoloteando ante sus ojos en el momento en que Galbatorix le golpeó en la mejilla con el pomo de
Vrangr
, arañándole la piel.

—Necesitas que te den una lección de humildad, muchacho —dijo Galbatorix, acercándose aún más, hasta que sus brillantes ojos quedaron a unos centímetros de los de Eragon.

Lo golpeó en la otra mejilla, y por un segundo lo único que pudo ver Eragon fue un inmenso espacio negro salpicado de luces de colores.

—Disfrutaré teniéndote a mi servicio —soltó Galbatorix que, bajando la voz, dijo «
Gánga
», y el acoso de los eldunarís que presionaban la mente de Eragon cedió, lo que le permitió pensar libremente de nuevo.

Sin embargo, a los demás no les ocurrió lo mismo, tal como reflejaba la tensión en sus rostros.

Entonces una flecha de pensamiento, afilada hasta el límite, penetró en la conciencia de Eragon y se instaló en lo más profundo de su ser. La hoja de la flecha giró y, como una semilla espinosa enredada en una tela de fieltro, iba rasgando el tejido de su mente, intentando destruir su voluntad, su identidad, su propia conciencia.

Fue un ataque diferente a todos los que había experimentado; le hizo encogerse y concentrarse en un único pensamiento —venganza—, haciendo un esfuerzo por protegerse. A través de aquel contacto, sentía las emociones de Galbatorix: rabia, sobre todo, pero también un salvaje deleite por poder hacerle daño y por verle retorcerse de angustia.

Eragon se dio cuenta de que si a Galbatorix se le daba tan bien penetrar en las mentes de sus enemigos, era porque aquello le producía un placer perverso.

La hoja se hundió más y más en su ser, y Eragon soltó un alarido, incapaz de defenderse.

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