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Authors: Christopher Paolini

Legado (50 page)

BOOK: Legado
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Si uno se pinchaba con esas púas que habían estado en contacto con la lana sucia, se le podía infectar la herida.

Dos de los soldados cayeron al suelo después de que Angela les clavara las cardenchas en el costado del cuerpo: las púas habían atravesado sus cotas de malla. La herbolaria era, por lo menos, treinta centímetros más baja que algunos de esos hombres, pero no mostraba miedo ninguno. Más bien al contrario: con el pelo enmarañado, sus gritos de guerra y la funesta expresión de su mirada, era el vivo reflejo de la ferocidad. Los soldados habían rodeado a Angela y se acercaban a ella, ocultándola a la vista de Eragon. Por un momento, él temió que pudieran vencerla. Pero entonces vio que Solembum, procedente de algún lugar del campamento, corría hacia el grupo de soldados con las orejas aplastadas contra la cabeza.

Muchos hombres gato lo seguían: veinte, treinta, cuarenta…, una manada, y todos en su forma animal.

La noche se llenó con una algarabía de bufidos, maullidos y chillidos. Los hombres gato saltaban sobre los soldados y los tumbaban al suelo, clavándoles las uñas y los dientes. Los soldados se defendían todo lo que podían, pero no lograban igualar la ferocidad de esos greñudos gatos.

Toda esa escena, desde la aparición de Angela hasta la intervención de los hombres gato, se desarrolló a tal velocidad que Eragon no tuvo tiempo de reaccionar. Mientras los animales se lanzaban sobre los soldados, solo pudo parpadear y humedecerse los labios resecos. A su alrededor, todo le parecía irreal.

Entonces Saphira dijo, agachándose:

Deprisa, sube.

—Espera —lo detuvo Arya, poniéndole una mano sobre el brazo.

La elfa pronunció unas palabras en el idioma antiguo y, al cabo de un instante, Eragon recuperó la claridad. Ahora volvía a tener el control de su cuerpo. Miró a Arya con agradecimiento. Rápidamente tiró la funda de
Brisingr
sobre lo que quedaba de la tienda y trepó por la pata delantera de Saphira hasta su grupa y se colocó en su lugar habitual, sobre la cruz. Sin silla, las afiladas escamas de la dragona se le clavaban en la parte interior de las piernas: recordaba muy bien esa sensación de la primera vez que había volado con ella.

—Necesitamos la
dauthdaert
—le gritó a Arya.

Ella asintió con la cabeza y corrió hacia su tienda, que se encontraba a varios metros de allí, hacia el lado este del campamento.

Una conciencia que no era la de Saphira se cernió sobre la mente de Eragon, que se replegó en sí mismo para protegerse. Entonces se dio cuenta de que era Glaedr, así que permitió que el dragón dorado atravesara sus defensas.

Voy a ayudaros
—dijo Glaedr.

En sus palabras, Eragon notó una rabia terrible hacia Thorn y Murtagh, una rabia que parecía tan potente como para incendiar el mundo entero.

Unid vuestras mentes con la mía, Eragon, Saphira. Y tú también, Blödhgarm, y tú, Laufin, y el resto de los vuestros. Dejadme ver con vuestros ojos y escuchar con vuestros oídos para que os pueda aconsejar qué hacer y os pueda ofrecer mi fuerza cuando sea necesaria.

Saphira dio un salto hacia delante y pasó por encima de las hileras de tiendas medio volando, medio planeando, en dirección a la enorme masa rubí que era Thorn. Los elfos siguieron matando a todos los enemigos que encontraron por el camino.

La altura le daba una ventaja a Saphira, pues Thorn todavía estaba en el suelo. Eragon sabía que la dragona se dirigía hacia él con la intención de aterrizar en el lomo de Thorn y de clavarle las fauces en el cuello. Pero en cuanto el dragón rojo la vio, emitió un rugido y giró la cabeza hacia ella mientras se agachaba en el suelo, como un perro que está a punto de enfrentarse a otro más grande que él.

Eragon acababa de darse cuenta de que la silla de Thorn estaba vacía cuando este, apoyándose sobre las patas traseras, dio un patada hacia Saphira con una de sus gruesas y musculosas patas delanteras. Su pesada garra surcó el aire provocando un profundo zumbido. En la oscuridad, sus garras se vieron increíblemente blancas.

Saphira viró a un lado contorsionándose para esquivar el golpe.

Eragon vio que el suelo y el cielo se inclinaban hasta el punto de que si levantaba la cabeza veía el campamento encima de él. En ese momento, la punta de una de las alas de Saphira se enganchó con una tienda, rasgándola. La fuerza del giro hizo que Eragon empezara a resbalar y no pudiera sujetarse con las piernas al cuerpo de la dragona, así que se agarró con fuerza a la púa que tenía delante. Pero los movimientos de Saphira eran tan violentos que, al cabo de un segundo, su mano cedió y se encontró girando en el aire sin saber dónde estaba el cielo y dónde el suelo. Mientras caía se aseguró de no soltar
Brisingr
y de mantener la hoja bien alejada de su cuerpo: aunque llevara los escudos mágicos, el hechizo de Rhunön hacía que la espada pudiera hacerle daño.

¡Pequeño!


¡Letta!
—gritó Eragon.

De repente, se quedó inmóvil y suspendido en el aire, a unos tres metros del suelo. El mundo pareció girar todavía unos segundos más a su alrededor, pero pronto vio la brillante silueta de Saphira, que daba vueltas a su alrededor para acudir en su ayuda.

Thorn soltó un bramido y una llamarada que incendió las líneas de tiendas que había entre él y Eragon. Las blanquecinas llamas se levantaban hacia el cielo como si quisieran tocarlo e, inmediatamente, se oyeron los gritos de los hombres que había dentro y que murieron carbonizados.

Eragon levantó una mano para cubrirse el rostro. Sus hechizos lo protegían de recibir una herida grave, pero el calor resultaba incómodo.

Estoy bien. No volváis
—dijo, dirigiéndose no solo a Saphira, sino también a Glaedr y a los elfos—.
Tenéis que detenerlos. Nos encontraremos en el pabellón de Nasuada.

El desacuerdo de Saphira era tangible, pero la dragona continuó en la misma dirección que antes para atacar a Thorn.

Eragon terminó el hechizo y bajó al suelo. Aterrizó sobre los pies con suavidad y empezó a correr entre las tiendas en llamas, muchas de las cuales ya se estaban derrumbando y despedían unas nubes de chispas anaranjadas hacia el cielo.

El humo y el hedor a lana quemada le hacían difícil respirar. Eragon tosió y los ojos se le llenaron de lágrimas, cosa que veló su mirada.

Varios metros por delante, Saphira y Thorn se enfrentaban como dos colosos en medio de la noche. Eragon sintió un miedo primitivo.

¿Por qué estaba corriendo hacia ellos, hacia ese par de criaturas temibles, violentas y enormes, armadas con garras, colmillos y púas más grandes que él? Pero aunque el miedo inicial remitió casi enseguida, todavía le quedó cierto sentimiento de aprensión mientras corría hacia ellos.

Esperaba que Roran y Katrina estuvieran a salvo. Su tienda se encontraba en el otro extremo del campamento, pero Thorn y los soldados podían ir hacia allí en cualquier momento.

—¡Eragon!

Arya saltaba entre las telas y los palos incendiados con la
dauthdaert
en la mano izquierda. La hoja dentada de la lanza despedía un suave halo de color verde, aunque costaba distinguir su brillo en medio de las llamas. Al lado de la elfa corría Orik, que atravesaba las llamaradas de fuego como si no fueran más que nubes de vapor. El enano no llevaba ni camisa ni yelmo, pero sujetaba el antiguo martillo de guerra
Volund
en una mano y un pequeño escudo redondo en la otra. Ambos extremos del martillo estaban manchados de sangre.

Al verlos, Eragon levantó la mano y gritó, contento de tener a sus amigos con él. En cuanto llegó a su lado, Arya le ofreció la lanza, pero Eragon negó con la cabeza.

—¡Llévala tú! —dijo—. Tendremos más posibilidades de hacer frente a Thorn si tú llevas la espada
Niernen
, y yo,
Brisingr
.

Arya asintió con la cabeza y agarró la lanza con puño firme. Por primera vez, Eragon se preguntó si, al ser una elfa, ella sería capaz de matar a un dragón. Pero se quitó esa idea de la cabeza. Si algo sabía de Arya era que siempre hacía lo que era necesario, por difícil que fuera.

En ese momento, Thorn clavó sus garras en Saphira. Eragon sintió su dolor en propia piel. También percibió, a través de la mente de Blödhgarm, que los elfos se encontraban muy cerca de los dragones, luchando contra los soldados. Pero no se atrevían a acercarse más a los dragones por miedo a ser aplastados bajo sus patas.

—Por ahí —dijo Orik, señalando con el martillo un grupo de soldados que avanzaban entre las hileras de tiendas destrozadas.

—Dejémoslos —repuso Arya—. Tenemos que ayudar a Saphira.

Orik gruñó:

—Bien, pues vamos allá.

Los tres se lanzaron hacia delante, pero Eragon y Arya pronto dejaron atrás a Orik. Ningún enano podía correr tanto como ellos, ni siquiera uno tan fuerte y tan en forma como Orik.

—¡Adelante! —gritó Orik desde detrás—. ¡Os sigo tan deprisa como puedo!

Eragon avanzaba esquivando los trozos de tela en llamas que flotaban en el aire. De repente vio a Nar Garzhvog en medio de un grupo de diez soldados. El kull tenía un aspecto grotesco a la rojiza luz del fuego. Descubría los colmillos con una feroz mueca, y las sombras que se proyectaban desde su protuberante entrecejo le daban un aspecto brutal y primitivo, como si su cráneo hubiera sido tallado de un hachazo contra un bloque de piedra. Luchaba solamente con las manos, y acababa de descuartizar a uno de los guerreros con la misma facilidad con la que Eragon hubiera desmembrado un pollo asado.

Unos metros más allá se veían las tiendas en llamas. Al otro lado, todo era confuso.

Blödhgarm y dos de sus hechiceros se encontraban de pie, inmóviles, delante de cuatro hombres vestidos con túnicas negras.

Eragon supuso que se trataba de magos del Imperio. Ni ellos ni los elfos se movían, aunque sus rostros mostraban una profunda tensión.

En el suelo había decenas de soldados muertos, pero muchos otros todavía vivían; por las terribles heridas que soportaban, Eragon supo que eran inmunes al dolor.

No podía ver a los demás elfos, pero sí notaba su presencia al otro lado del pabellón rojo de Nasuada, que se encontraba en medio del infierno.

Los hombres gato perseguían a los soldados de un lado a otro por el claro que se abría delante del pabellón. El rey
Mediazarpa
y su compañera Cazadora de Sombras dirigían un grupo cada uno.

Solembum se encargaba del tercero.

Al lado del pabellón estaba la herbolaria, que mantenía una pelea con un hombre grande y fornido. Ella luchaba con sus cardenchas para cardar lana; él, con un mazo en una mano y un mayal en la otra.

Sus fuerzas parecían bastante parejas, a pesar de la diferencia de sexo, peso, altura, dimensiones y equipo de lucha.

Eragon vio con sorpresa que Elva también estaba allí, sentada en el extremo de un tonel. La niña bruja parecía estar apretándose el estómago con los brazos y tenía aspecto de estar enferma, aunque también ella participaba en la batalla a su manera única. Tenía delante a unos doce soldados y les hablaba rápidamente. Cada uno de los hombres reaccionaba de manera distinta a sus palabras: uno permanecía quieto, aparentemente incapaz de moverse; otro se había arrodillado y se estaba apuñalando a sí mismo con una larga daga; otro había tirado sus armas al suelo y huía del campamento, y otro no dejaba de barbotear palabras ininteligibles como un loco. Ninguno de ellos levantó la espada contra ella ni atacó a nadie más.

Y, cerniéndose por encima de todo ello, como dos montañas vivientes, se encontraban Saphira y Thorn. Se habían movido un poco hacia la izquierda del pabellón, y ahora giraban el uno delante del otro arrasando con las tiendas que encontraban a su paso. Unas llamas bailaban en las fosas nasales y entre los dientes como sables de los dos dragones.

Eragon dudó un momento. Era difícil soportar todo ese ruido y confusión. No sabía cómo actuar.

¿Murtagh?
—preguntó Glaedr.

Todavía no lo hemos encontrado, si es que está aquí. No percibo su mente, pero es difícil saberlo con tanta gente y tantos hechizos en el mismo lugar.

Gracias al vínculo que habían establecido, Eragon se daba cuenta de que el dragón dorado estaba haciendo mucho más que hablar con él. Glaedr escuchaba los pensamientos de Saphira y los de los elfos al mismo tiempo, y además estaba ayudando a Blödhgarm y a sus compañeros en su batalla mental contra los magos del Imperio.

Eragon confiaba en que podrían vencer a los magos, igual que confiaba en la capacidad de Angela y de Elva para defenderse del resto de los soldados. Pero Saphira ya había sufrido varias heridas, y se sentía con la obligación de impedir que Thorn atacara el resto del campamento.

Eragon miró la
dauthdaert
que Arya llevaba en la mano y luego volvió a dirigir la mirada a los descomunales dragones. «Tenemos que matarlo», pensó, y el corazón le pesó en el pecho. Entonces su mirada se tropezó con la figura de Elva y se le ocurrió una idea nueva.

Las palabras de la niña eran más poderosas que cualquier arma; nadie, ni siquiera Galbatorix, podría soportarlas. Si Elva tenía la oportunidad de hablar con Thorn, era posible que lo ahuyentara de allí.

¡No!
—gruñó Glaedr—.
Pierdes el tiempo, jovencito. Ve con tu dragona, ¡ahora! Necesita tu ayuda. Debes matar a Thorn, no asustarle con sentimientos. Está roto, y no hay nada que puedas hacer para ayudarlo.

Eragon miró a Arya, y ella le devolvió la mirada.

—Elva sería más rápida —dijo.

—Tenemos la
dauthdaert

—Demasiado peligroso. Demasiado difícil.

Arya dudó un momento, pero luego asintió. Los dos se encaminaron hacia Elva. Pero antes de que llegaran hasta ella, Eragon oyó un grito ahogado. Se dio la vuelta y vio, horrorizado, que Murtagh salía del pabellón rojo y llevaba a Nasuada a rastras.

Nasuada tenía el cabello revuelto. Una de sus mejillas mostraba una fea herida, y su vestido amarillo estaba roto por varios sitios. Le dio una patada a Murtagh en la rodilla, pero se encontró con un escudo mágico y el pie le rebotó sin haber podido hacer ningún daño.

Murtagh apretó su sujeción con crueldad y le dio un golpe en la sien con la empuñadura de
Zar’roc
. Nasuada perdió la conciencia.

Eragon soltó un grito y corrió hacia ellos.

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