Legado (49 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Esa idea lo divirtió mucho, aunque de una manera un tanto morbosa.

Además de buscar en la catedral y de llevarse el cuerpo de Wyrden, Eragon había hecho otra cosa importante en Dras-Leona, después de su captura. Con el consentimiento de Nasuada, había liberado a todos los esclavos de la ciudad, y había ido en persona a las casas de venta para soltar a los hombres, mujeres y niños que estaban allí encadenados. Aquello le había proporcionado una gran satisfacción, y esperaba que sirviera para mejorar la vida de las personas que había liberado.

Al acercarse a la tienda, vio que Arya lo estaba esperando ante la puerta. Apretó el paso hacia ella, pero antes de que tuviera tiempo de saludarla, alguien gritó:

—¡Asesina de Sombra!

Eragon se dio la vuelta y vio que uno de los pajes de Nasuada corría hacia ellos.

—¡Asesina de Sombra! —repitió el chico, casi sin aliento. Saludó con un gesto a Arya y dijo—: Lady Nasuada quiere que vayas a su tienda una hora antes del amanecer para hablar con ella. ¿Qué le respondo, lady Arya?

—Dile que estaré allí, tal como desea —contestó la elfa.

El paje volvió a bajar la cabeza en señal de respeto, dio media vuelta y salió corriendo por donde había venido.

—Ahora que los dos hemos matado a un Sombra, resulta un poco confuso —comentó Eragon sonriendo ligeramente.

Arya también sonrió, aunque su rostro era casi invisible en la oscuridad.

—¿Hubieras preferido que hubiera dejado a Varaug con vida?

—No…, no, para nada.

—Hubiera podido hacerlo mi esclavo, para que cumpliera mis órdenes.

—Me estás tomando el pelo —dijo Eragon.

Arya rio por lo bajo.

—Quizá debería llamarte princesa…, princesa Arya —dijo, repitiendo la palabra y disfrutando de cómo sonaba.

—No debes llamarme así —repuso Arya, de repente seria—. No soy una princesa.

—¿Por qué no? Tu madre es reina. ¿Cómo puede ser que no seas princesa? Tiene el título de
dröttning
, y tú el de
dröttningu
. Uno significa «reina», y el otro…

—No significa «princesa» —repuso Arya—. No exactamente. En este idioma no existe un verdadero equivalente.

—Pero si tu madre muriera o dejara de ocupar el trono, tú tomarías su lugar como dirigente de los tuyos, ¿no?

—No es tan sencillo.

Arya no parecía dispuesta a dar más explicaciones, así que Eragon dijo:

—¿Quieres que entremos?

—Sí —contestó ella.

Eragon abrió la cortina de la tienda, y Arya se agachó para cruzarla. El chico, después de echar un vistazo rápido a Saphira —que estaba enroscada en el suelo y a punto de quedarse dormida—, la siguió. Se acercó al poste que había en el centro de la tienda y murmuró:


Istalrí
.

No había empleado la palabra «
Brisingr
» para que su espada no prendiera. El interior de la tienda se iluminó con una luz cálida que le dio un ambiente acogedor, a pesar de su austeridad. Los dos se sentaron.

—Encontré esto entre las cosas de Wyrden, y pensé que podríamos disfrutarlo juntos —dijo Arya.

La elfa buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó una botellita de madera tallada que tenía el mismo tamaño que la mano de Eragon, aproximadamente. Se lo ofreció. Eragon lo abrió y olió el contenido. Al notar el fuerte y dulce aroma del licor, arqueó las cejas.

—¿Es faelnirv? —preguntó, refiriéndose a la bebida que los elfos elaboraban con bayas de saúco y, según afirmaba Narí, rayos de luna.

Arya se rio. Su voz sonó como el del metal bien templado:

—Sí, pero Wyrden le añadió otra cosa.

—¿Ah, sí?

—Las hojas de una planta que crece en la parte oriental de Du Weldenvarden, a las orillas del río Röna.

Eragon frunció el ceño.

—¿Conozco el nombre de esa planta?

—Probablemente sí, pero no tiene importancia. Adelante: bebe. Te gustará, te lo prometo.

Y Arya volvió a reír, lo cual hizo dudar a Eragon. Nunca había visto así a la elfa: se mostraba exultante y atrevida, y él se sorprendió al darse cuenta de que estaba un poco achispada. Eragon no sabía qué hacer, y se preguntó si Glaedr los estaría observando. Al final se llevó la botellita a los labios y dio un trago de faelnirv. Ese licor tenía un sabor ligeramente distinto al que él conocía: era potente y almizclado, con un olor muy parecido al de la marta o el armiño. Cuando se lo tragó, le quemó tanto en la garganta que hizo una mueca. Pero tomó otro trago y, luego, se lo pasó a Arya, que también bebió.

Ese día había sido sangriento y terrible. Eragon había luchado, había matado, incluso había estado a punto de perder la vida, y necesitaba un alivio… Necesitaba olvidar. La tensión que sentía era demasiado profunda para que se pudiera relajar solo con un truco mental. Hacía falta algo más. Algo que viniera del exterior. La violencia de la que había formado parte había procedido de allí, en su mayor parte. Así que cuando Arya le volvió a ofrecer la botellita, él dio un largo trago. Luego soltó una carcajada, incapaz de reprimirse. La elfa lo observó con atención, aunque un tanto divertida. Arqueó una ceja y preguntó:

—¿Qué te resulta tan gracioso?

—Esto… Nosotros… El hecho de que todavía estemos vivos, y ellos… —hizo un gesto con la mano en dirección a Dras-Leona— no lo estén. La vida me divierte. La vida y la muerte.

Eragon empezaba a sentir un agradable calor en el estómago y un leve picor en la punta de las orejas.

—Es agradable estar vivo —dijo Arya.

Continuaron pasándose la botellita el uno al otro hasta que la vaciaron. Entonces Eragon le puso el tapón, tarea que requirió varios intentos por su parte, pues sentía los dedos torpes y le parecía que el catre se inclinaba a un lado como si fuera un barco en alta mar.

Cuando lo consiguió, se la dio a Arya y, aprovechando el momento en que ella alargaba la mano, Eragon se la cogió y le dio la vuelta poniéndola a la luz. Volvía a tener la piel suave y no se le veía ninguna señal del daño que se había hecho.

—¿Blödhgarm te curó? —le preguntó.

Arya asintió con la cabeza, y Eragon le soltó la mano.

—Casi. Vuelvo a moverla bien —dijo, abriéndola y cerrándola para demostrárselo—. Pero todavía hay un trozo de piel en la base del pulgar que no tiene sensibilidad —añadió, señalando el punto con el dedo índice de la mano izquierda.

Eragon alargó la mano y le acarició donde ella señalaba.

—¿Aquí?

—Aquí —dijo ella, moviéndole la mano un poco hacia la derecha.

—¿Y Blödhgarm no ha podido hacer nada?

Arya negó con la cabeza.

—Lo intentó con seis hechizos distintos, pero los nervios no se querían unir de nuevo. —Hizo un gesto con la mano, quitándole importancia—. No pasa nada. Todavía puedo empuñar una espada y dar un puñetazo. Eso es lo único que importa.

Eragon dudó un momento y dijo:

—Ya sabes… lo agradecido que estoy por lo que hiciste…, lo que intentaste hacer. Lo único que me duele es que te haya quedado esto de forma permanente. Ojalá hubiera podido evitarlo de alguna manera…

—No te sientas mal. Es imposible pasar por la vida sin recibir ningún rasguño. Tampoco es deseable. Por las heridas que acumulamos podemos conocer tanto nuestras locuras como nuestros logros.

—Angela dijo algo parecido refiriéndose a los enemigos…, que si uno no los tenía, era porque era un cobarde o algo peor.

Arya asintió con la cabeza.

—Hay cierta verdad en eso.

Arya y Eragon continuaron charlando y riendo, y la noche avanzó.

Los efectos del faelnirv, en lugar de menguar, se fueron acentuando.

Él empezó a sentirse un poco mareado, y se dio cuenta de que las sombras del interior de la tienda parecían dar vueltas. Además, su campo de visión se había llenado de unas extrañas lucecitas parpadeantes, muy parecidas a las que veía cuando cerraba los ojos.

Sentía las orejas muy calientes, y la espalda le picaba como si un ejército de hormigas caminara por encima de su piel. Además, algunos sonidos parecían más intensos que antes: el canto rítmico de los insectos a la orilla del río, por ejemplo, y el crepitar de la antorcha que había fuera de la tienda. Esos sonidos habían cobrado tanta importancia que le era difícil oír los otros ruidos de la noche.

«¿Me he envenenado?», se preguntó.

—¿Qué sucede? —preguntó Arya, que había percibido su alarma.

Eragon se humedeció los labios, que sentía terriblemente secos, y le explicó lo que le estaba pasando. Arya se rio y se recostó sobre la espalda.

—Todo eso es normal. Esas sensaciones se te pasarán hacia el amanecer. Hasta entonces, relájate y disfruta.

Él dudó unos momentos. No sabía si debía pronunciar un hechizo para que se le aclarase la mente, si es que podía hacerlo. Pero al final decidió confiar en Arya y seguir su consejo.

Al ver que todo a su alrededor se transformaba, Eragon tomó conciencia de hasta qué punto dependía de sus sentidos para determinar qué era real y qué no lo era. Hubiera jurado que esas luces parpadeantes eran reales, aunque su sentido común le decía que solo eran un efecto del faelnirv. Arya y él continuaron charlando, pero su conversación se fue haciendo cada vez más incoherente y sin sentido.

A pesar de ello, a él le parecía que todo lo que decían era de la máxima importancia, aunque no hubiera podido decir el porqué.

Tampoco era capaz de recordar de qué habían estado hablando un minuto antes.

Al cabo de un rato, oyó el sonido de algo parecido a un clarinete procedente de algún lugar del campamento. Al principio le pareció que esa melodía era producto de su imaginación, pero entonces vio que Arya ladeaba la cabeza y se volvía hacia el lugar de donde parecía proceder la música, como si ella también la hubiera oído.

Eragon no sabía quién estaba tocando ni por qué lo hacía.

Tampoco le importaba. Era como si esa melodía surgiera de la misma oscuridad de la noche, igual que el viento, solitaria y desamparada. La escuchó con la cabeza echada hacia atrás y los ojos casi cerrados.

Su mente se llenó con unas imágenes fantásticas, imágenes provocadas por el faelnirv pero a las que la música daba forma. La melodía se fue haciendo cada vez más salvaje, y sus notas lastimosas se hicieron apremiantes mientras avanzaban a un ritmo tan rápido, insistente y complicado, tan «alarmante» que Eragon empezó a temer que el músico pudiera sufrir algún daño. Tocar tan deprisa y con tanta habilidad no era natural, ni siquiera para un elfo.

El ferviente tono de la música hizo reír a Arya, que se puso en pie y levantó los brazos en el aire. Dio unos golpes en el suelo con los pies y unas palmadas —una, dos, tres—. Sus movimientos eran lentos al principio, casi lánguidos, pero pronto empezaron a ganar velocidad hasta que se pusieron al mismo ritmo que la música.

La canción llegó a su punto álgido y luego empezó a bajar de intensidad mientras el clarinete repetía y resolvía las frases de la melodía. Pero antes de que la música terminara, Eragon sintió un repentino escozor en la palma de la mano. Al cabo de un momento notó un cosquilleo en la parte más profunda de su mente y se dio cuenta de que uno de sus escudos mágicos se había activado, anunciando algún peligro.

Al cabo de un segundo, un dragón rugió en el cielo.

Eragon sintió un terror helado.

El rugido no era de Saphira.

La palabra de un Jinete

Eragon cogió
Brisingr
, y él y Arya salieron de la tienda. En cuanto hubo atravesado la puerta, el chico sintió que el suelo se inclinaba a un lado y cayó sobre una rodilla, agarrándose a un puñado de hierba y esperando a que se le pasara el mareo. Al cabo de un momento, levantó la mirada. La luz de las antorchas era tan brillante que los ojos le dolieron; las llamas se retorcían en el aire como si no tocaran los trapos que las alimentaban.

«He perdido el equilibrio —pensó Eragon—. No puedo fiarme de lo que veo. Tengo que aclararme la cabeza. Tengo que…»

Algo se movió cerca de él. Se agachó. La cola de Saphira le pasó por encima de la cabeza a muy pocos centímetros de distancia y fue a golpear la tienda, rompiendo los postes que la sostenían. La dragona soltó un gruñido y dio unos latigazos más con la cola mientras se esforzaba por ponerse en pie. Luego se quedó quieta un momento, confundida.

Pequeño, ¿qué…?

Un ruido como el de una fuerte ráfaga de viento la interrumpió, y de la oscuridad del cielo emergió Thorn, rojo como la sangre y brillante como un millón de estrellas titilantes. El dragón aterrizó al lado del pabellón de Nasuada y la tierra tembló bajo su peso.

Eragon oyó que los guardias de Nasuada gritaban. Luego Thorn arrastró la pata delantera por el suelo dibujando un círculo y la mitad de las voces que gritaban dejaron de oírse. Thorn llevaba unas cuerdas alrededor del cuerpo, y por ellas bajaron varias decenas de soldados que, rápidamente, se desplegaron y empezaron a acuchillar las tiendas y a los vigilantes que corrían hacia ellos.

Los cuernos sonaron en todo el campamento. Al mismo tiempo, se oyó un ruido de lucha procedente de los extremos: debía de tratarse de otro combate que se acaba de iniciar en la parte norte. «¿Cuántos soldados habrá? —se preguntó—. ¿Estamos rodeados?» Le invadió un pánico tan atroz que estuvo a punto de perder el sentido común y de lanzarse a correr a ciegas en medio de la noche. Lo único que se lo impidió fue saber que el faelnirv era el responsable de esa reacción.

Susurró un rápido hechizo de sanación con la esperanza de que contrarrestara los efectos del licor, pero sin éxito. Decepcionado, se puso en pie despacio, desenfundó la espada y se colocó al lado de Arya para hacer frente a cinco soldados que ya corrían hacia ellos.

Eragon no sabía cómo serían capaces de rechazarlos, no en esas condiciones.

Los hombres estaban ya a menos de cinco metros cuando Saphira soltó un gruñido y dio un latigazo en el suelo con la cola. Los soldados cayeron al suelo. Eragon —que había percibido lo que Saphira iba a hacer— se había sujetado a Arya. La elfa había hecho lo mismo, y así habían conseguido mantenerse en pie a pesar del temblor en el suelo.

Entonces Blödhgarm y otro elfo, Laufin, salieron corriendo de entre las tiendas y mataron a los cinco soldados antes de que estos se hubieran puesto en pie. Los demás elfos aparecieron detrás de ellos enseguida.

Otro grupo de soldados, de más de veinte hombres, corrió hacia Eragon y Arya. Parecía que supieran dónde encontrarlos. Los elfos se colocaron formando un muro delante de ellos dos, pero antes de que los soldados llegaran hasta allí, de una de las tiendas salió corriendo Angela y cargó contra el grupo de soldados con un grito de guerra, cosa que les pilló por sorpresa. La herbolaria llevaba puesto un camisón rojo, y tenía el pelo revuelto. Con cada mano sujetaba una cardencha para cardar lana. Medían casi un metro de largo y tenían dos hileras de púas de acero en los extremos. Eran más largas que el antebrazo de Eragon y tenían la punta afilada como la de las agujas.

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