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Authors: Christopher Paolini

Legado (67 page)

BOOK: Legado
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Desde el amanecer, las nubes no habían hecho más que aumentar de tamaño y, vistas de cerca, intimidaban aún más. Por la parte baja eran oscuras y violáceas, y unas cortinas de lluvia conectaban la tormenta con el mar como un ancho cordón umbilical. Más arriba adoptaban el color de una plata deslustrada, mientras que en lo más alto eran de un blanco puro y cegador y daban la misma impresión de solidez que las laderas de Tronjheim. Al norte, por el centro de la tormenta, las nubes habían formado un gigantesco yunque de superficie plana que se elevaba sobre todo lo demás, como si los propios dioses hubieran decidido forjar alguna herramienta extraña y terrible.

Saphira se elevó entre dos voluminosas columnas blancas —a su lado, la dragona se veía diminuta— y el mar desapareció bajo un campo de nubes como algodón, el viento de frente cesó y las ráfagas se volvieron irregulares y violentas y empezaron a azotarles desde todas direcciones. Eragon apretó los dientes para evitar el castañeteo, y el estómago se le encogió cuando Saphira se dejó caer un par de metros para inmediatamente ascender seis o siete metros casi en vertical.

¿Tienes alguna experiencia de vuelo en tormentas, aparte de la vez que te sorprendió aquella entre el valle de Palancar y Yazuac?
—preguntó Glaedr.

No
—dijo Saphira, seca y tajante.

Daba la impresión de que Glaedr se esperaba aquella respuesta, porque sin dudarlo empezó a darle instrucciones sobre cómo afrontar aquel imponente panorama nublado:

Busca patrones de movimiento y toma nota de las formaciones a tu alrededor
—dijo—.
Así puedes adivinar dónde sopla más viento y en qué dirección.

Saphira ya sabía muchas de las cosas que Glaedr le dijo, pero su voz tranquila y regular les tranquilizaron tanto a ella como a Eragon. Si hubieran percibido miedo o alarma en la mente del viejo dragón, les habría generado desconfianza, y Glaedr debía de haberlo pensado.

El viento arrancó un grupo de nubes del resto y las situó en la trayectoria de Saphira. En lugar de rodearlas, la dragona se lanzó hacia ellas, atravesando el cielo como una lanza azul brillante. Al estar rodeados por aquella bruma gris, el sonido del viento les llegaba amortiguado. Eragon hizo una mueca y se puso una mano frente al rostro para protegerse los ojos.

Cuando por fin salieron de la nube, Saphira tenía el cuerpo cubierto de millones de gotas minúsculas que la hacían brillar como si le hubieran pegado diamantes en las escamas, ya brillantes de por sí.

El vuelo proseguía igual de accidentado; Saphira tan pronto estaba en horizontal como se veía arrastrada por una corriente lateral que le hacía ladear el cuerpo, o de pronto una corriente ascendente le levantaba un ala y la hacía virar en dirección contraria. El simple hecho de estar sentado sobre su lomo mientras ella se enfrentaba a las turbulencias resultaba agotador, mientras que para la dragona era una lucha denodada que resultaba aún más frustrante al saber que estaba lejos de acabar y que no tenía otra opción que seguir adelante.

Al cabo de una hora o dos aún no veían el final de la tormenta.

Tenemos que virar
—decidió Glaedr—.
Has ido al oeste hasta los límites de la prudencia, y si tenemos que enfrentarnos a la tormenta en toda su furia, más vale que lo hagamos ahora, antes de que estés más cansada.

Sin decir palabra, Saphira se dirigió hacia el norte, en dirección al enorme muro de nubes iluminadas por el sol que ocupaban el corazón de la colosal tormenta. Al acercarse a aquella pared informe —que era lo más grande que había visto Eragon en su vida, mayor aún que Farthen Dûr—, por entre sus pliegues aparecieron relámpagos azules que se extendían hacia lo más alto del yunque.

Un momento después, un trueno brutal sacudió el cielo. Eragon se tapó los oídos con las manos. Sabía que sus defensas le protegerían de los rayos, pero no estaba seguro de que debieran acercarse al centro de aquellas descargas eléctricas.

Si Saphira tenía miedo, él no lo notaba. Lo único que percibía era determinación. La dragona aceleró el batir de sus alas y, unos minutos más tarde, llegaron a la pared de nubes y la atravesaron en dirección al corazón de la tormenta.

Quedaron rodeados por la penumbra, gris e indeterminada.

Era como si el resto del mundo hubiera dejado de existir. Las nubes hacían imposible que Eragon pudiera calcular cualquier distancia más allá de la punta del morro de Saphira, de su cola y sus alas. Era como estar ciego, y solo podían distinguir arriba y abajo gracias la fuerza de la gravedad.

Eragon abrió la mente y dejó que su consciencia se expandiera todo lo posible, pero no detectó ninguna otra criatura viva aparte de Saphira y Glaedr, ni un pobre pájaro desorientado. Por fortuna, Saphira conservaba el sentido de la orientación; no se perderían. Y con su búsqueda mental de otros seres vivos, fueran plantas o animales, al menos Eragon estaría seguro de que no se estrellarían con la ladera de una montaña.

También lanzó un hechizo que le había enseñado Oromis, que los informaba a él y a Saphira de la distancia exacta a la que estaban del agua —o de tierra— en cualquier momento.

Desde el momento en que penetraron en la nube, las gotas de humedad se fueron acumulando sobre la piel de Eragon y le empaparon las ropas de lana, lastrándolas. Era una molestia que podría haber pasado por alto si no fuera porque la combinación de agua y viento le iba enfriando el cuerpo hasta el punto de que podría llegar a matarle. Así que lanzó otro hechizo que eliminaba la humedad del aire a su alrededor y, a petición de Saphira, también de los ojos de la dragona, pues se le llenaban de agua, cosa que la obligaba a parpadear con demasiada frecuencia.

En el interior del yunque el viento era sorprendentemente suave.

Eragon se lo comentó a Glaedr, pero el viejo dragón se mantuvo tan imperturbable como siempre.

Aún no hemos llegado a lo peor.

Aquel vaticinio se demostró cierto cuando una violenta corriente ascendente golpeó a Saphira por debajo y la lanzó cientos de metros hacia lo alto, donde el aire no tenía el oxígeno suficiente para que Eragon pudiera respirar bien y la humedad se congelaba en innumerables cristalitos minúsculos que se le clavaban en la nariz y en los pómulos, y que cubrían las alas de Saphira como una red de afilados cuchillos.

Plegando las alas contra los costados, la dragona se lanzó en picado hacia delante, intentando escapar de la corriente ascendente.

Al cabo de unos segundos, la presión en el vientre había desaparecido, pero en su lugar apareció una potente corriente descendente que la lanzaba hacia las olas a una velocidad de vértigo.

Al ir cayendo, los cristales de hielo se fundieron, formando grandes gotas de lluvia esféricas que parecían flotar inertes junto a Saphira.

Cerca de allí estalló un relámpago —un fantasmagórico resplandor azul al otro lado del velo que formaban las nubes—, y Eragon soltó un alarido al oír el estruendo del trueno a su alrededor. Los oídos aún le retumbaban; se arrancó dos trocitos del borde de la túnica, los enrolló y se los metió en los oídos lo más profundamente que pudo.

Tuvieron que llegar a la base de las nubes para que Saphira pudiera liberarse de la poderosa corriente. En cuanto lo consiguió, una segunda corriente ascendente se hizo con ella y, como si de una mano gigante se tratara, la lanzó hacia arriba.

A partir de aquel momento, Eragon perdió conciencia del paso del tiempo. El viento, rabioso, era demasiado fuerte para que Saphira pudiera oponer resistencia, y seguía ascendiendo y cayendo sucesivamente, como un trozo de corcho en un remolino. Consiguió avanzar algo —apenas unos kilómetros, con muchos esfuerzos—, pero cada vez que se liberaba de una de aquellas corrientes se encontraba atrapada en otra.

Para Eragon fue un baño de humildad ver que tanto Saphira como Glaedr estaban indefensos y que, por fuertes que fueran, no podían igualar la fuerza de los elementos.

En dos ocasiones, el viento casi consiguió lanzar a Saphira contra las olas. En ambas, la corriente descendente le hizo salir disparada de la parte baja de la tormenta contra los aguaceros que caían al mar.

La segunda vez que ocurrió aquello, Eragon miró por encima del hombro de Saphira y, por un instante, le pareció ver la silueta oscura y alargada del Nïdhwal flotando entre las agitadas aguas. No obstante, cuando estalló el siguiente relámpago la silueta había desaparecido, y se preguntó si los Sombras no le habrían jugado una mala pasada.

Al ir menguando las fuerzas de Saphira, empezó a plantear cada vez menos resistencia al viento y prefirió dejar que le llevara donde quisiera. Solo se enfrentaba a la tormenta cuando llegaba demasiado cerca del agua. El resto del tiempo, dejaba las alas inmóviles y procuraba cansarse lo menos posible. Eragon notó que Glaedr empezaba a transmitirle energía para ayudarla a seguir adelante, pero aquello no bastaba más que para aguantar la posición.

Llegó un momento en que la poca luz que había empezó a desaparecer, y la desesperanza se apoderó de Eragon. Se habían pasado la mayor parte del día zarandeados por la tormenta, y todavía no veían indicios de que fuera a remitir, ni parecía que Saphira se estuviera acercando al final.

Cuando se puso el sol, el chico no podía ver ni a un palmo de sus narices, y no cambiaba nada si tenía los ojos abiertos o si los tenía cerrados. Era como si les hubieran envuelto a los dos en un montón de lana negra. De hecho, parecía realmente que la oscuridad tenía un peso propio, como si fuera una sustancia tangible que les presionaba por todas partes.

Cada pocos segundos, un rayo cortaba la oscuridad, a veces oculto entre las nubes y otras atravesando su campo visual, brillando con la luz de una docena de soles y dejando en el aire un olor a hierro. Tras los hirientes destellos de los rayos más próximos, la noche parecía adquirir una oscuridad aún mayor, y Eragon y Saphira pasaban de la luz cegadora a la oscuridad impenetrable. Algunos rayos pasaban muy cerca, y aunque ninguno cayó sobre Saphira, el constante estruendo les dejaba a ambos conmocionados una y otra vez.

Eragon ya no sabía cuánto tiempo llevaban así.

Entonces, en un momento dado, en plena noche, Saphira penetró en una corriente de aire ascendente mucho mayor y más fuerte que cualquiera de las anteriores. En cuanto sintieron el azote del viento, la dragona empezó a luchar por salir de allí, pero la corriente era tan fuerte que apenas conseguía mantener las alas en posición horizontal.

Ayudadme
—les dijo por fin, en su frustración, a Eragon y Glaedr—.
No puedo hacerlo sola.

Los otros dos unieron sus mentes y, con la energía que le proporcionaba Glaedr, Eragon gritó:


¡Gánga fram!

El hechizo impulsó a Saphira hacia delante, pero muy poco a poco, ya que moverse en ángulo recto en relación con la corriente era como cruzar el río Anora en pleno deshielo. Aunque Saphira avanzaba en horizontal, la corriente seguía arrastrándola hacia arriba a un ritmo de vértigo. Muy pronto Eragon empezó a notar que le faltaba el aliento, y aun así seguían atrapados en la tromba de aire.

Esto está durando demasiado y nos está costando demasiada energía
—dijo Glaedr—.
Pon fin al hechizo.

Pero…

Pon fin al hechizo. No podremos salir antes de que los dos desfallezcáis. Tendremos que dejarnos llevar por el viento hasta que pierda fuerza y Saphira pueda escapar.

¿Cómo?
—preguntó la dragona, mientras Eragon hacía lo que le había dicho Glaedr.

El agotamiento y la sensación de derrota le empañaban la mente, y el chico sintió una punzada de preocupación por ella.

Eragon, tienes que modificar el hechizo que estás usando para calentarte y hacer que nos incluya a Saphira y a mí. Va a hacer cada vez más frío, más que en los inviernos más crudos de las Vertebradas, y sin magia nos congelaremos y moriremos.

¿Tú también?

Yo me resquebrajaré como un trozo de cristal caliente al caer en la nieve. Luego tienes que lanzar otro hechizo para concentrar el aire alrededor de Saphira y de ti y mantenerlo ahí, para que podáis seguir respirando. Pero también tiene que permitir la eliminación del aire usado, o si no os ahogaréis. El hechizo tiene una formulación complicada, y no debes cometer ningún error, así que escucha con atención. Dice así…

Cuando Glaedr hubo recitado las frases necesarias en el idioma antiguo, Eragon se las repitió interiormente y, cuando el dragón quedó satisfecho con su pronunciación, lanzó el hechizo. Entonces modificó el otro, tal como le había indicado Glaedr, para que los tres quedaran protegidos del frío.

Entonces esperaron, mientras el aire les lanzaba cada vez más alto. Pasaron minutos. Eragon empezó a preguntarse si aquello pararía en algún momento o si seguirían elevándose hasta llegar a la altura de la luna y las estrellas.

Se le ocurrió pensar que quizás era así como nacían las estrellas fugaces: un pájaro, un dragón u otra criatura de la Tierra quedaba atrapada en una corriente de aire incontrolable y el viento los lanzaba hacia el cielo a tal velocidad que acababan prendiéndose fuego, como flechas incendiarias. Si era así, supuso que Saphira, él mismo y Glaedr se convertirían en la estrella fugaz más espectacular de la historia, si es que alguien estaba lo suficientemente cerca como para ver su caída mar adentro.

El aullido del viento fue menguando. Incluso el estremecedor ruido de los truenos parecía haber desaparecido cuando Eragon se quitó los trozos de tela de los oídos, le sorprendió el silencio que los rodeaba.

Aún oía un leve susurro de fondo, como el murmullo de un riachuelo en el bosque, pero aparte de eso todo estaba sereno, envuelto en un silencio tranquilizador.

Al desaparecer el ruido de la atroz tormenta, también observó que el esfuerzo que le exigían sus hechizos aumentaba; no tanto el que evitaba que su calor corporal se disipara demasiado rápidamente, pero sí el que recogía y comprimía el aire alrededor de Saphira y de él mismo para que pudieran respirar con normalidad. Por algún motivo, el segundo hechizo le requería una energía mucho mayor, y muy pronto empezó a notar los síntomas que le indicaban que la magia estaba a punto de acabar con la poca fuerza vital que le quedaba: tenía las manos frías, el corazón le latía sin demasiada convicción y sentía unas irrefrenables ganas de dormir, lo que quizá fuera el síntoma más preocupante de todos.

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