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Authors: Christopher Paolini

Legado (68 page)

BOOK: Legado
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Sin embargo, Glaedr salió en su ayuda. Aliviado, Eragon sintió aligerarse su carga al notar la fuerza procedente del dragón, un flujo de calor, como una fiebre, que acabó con su somnolencia y le devolvió el vigor.

Y así siguieron adelante.

Por fin, Saphira detectó que el viento amainaba un poco —no era mucho, pero la diferencia era ostensible— y empezó a prepararse para escapar de la corriente de aire.

Antes de que pudiera hacerlo, las nubes que tenían encima se aclararon y Eragon descubrió unos puntos brillantes: estrellas, blancas y plateadas, más brillantes que nunca.

Mira
—dijo él.

Entonces las nubes se abrieron a su alrededor y Saphira se elevó por encima de la tormenta y se quedó flotando en un precario equilibrio sobre la columna de viento.

Bajo sus pies, Eragon vio la tormenta al completo, que se extendía por lo que le parecieron más de cien kilómetros en cada dirección. El centro adquiría desde allí la forma de una cúpula redondeada, como el sombrerillo de una seta, sobre cuya superficie soplaban violentos vientos cruzados de oeste a este, amenazando con derribar a Saphira de las alturas. Las nubes, tanto las más próximas como las más lejanas, tenían una textura lechosa y eran casi luminosas, como si tuvieran una fuente de luz en su interior. Eran unas formaciones de una belleza casi inofensiva, una imagen absolutamente contraria a la violencia que contenían en su interior.

Entonces Eragon vio el cielo y se quedó sin aliento, porque contenía más estrellas de las que podía imaginarse. Rojas, azules, blancas, doradas…, cubrían el firmamento como puñados de purpurina. Las constelaciones que conocía estaban allí, pero esta vez rodeadas de miles de estrellas más tenues que contemplaba por primera vez. Y no solo las estrellas brillaban más, sino que el vacío entre ellas parecía más oscuro. Era como si, todas las veces que había contemplado el cielo anteriormente, lo hubiera hecho con un velo ante los ojos que le impidiera ver las estrellas en todo su esplendor.

Se quedó observando aquel espectáculo unos momentos, admirado ante aquel misterio espléndido e insondable. Hasta que no bajó la mirada no se le ocurrió pensar que aquel horizonte de tonos púrpura tenía algo raro. En lugar de ver el mar y el cielo unidos por una línea recta —como debía ser y como siempre había sido—, la unión entre ambos era una curva, como el límite de una esfera de unas dimensiones inimaginables.

Era algo tan raro que Eragon tardó unos segundos en entender lo que estaba viendo, y cuando lo hizo el vello se le puso de punta y sintió como si le faltara el aire.

—El mundo es redondo —murmuró—. El cielo es hueco y el mundo es redondo.

Eso parece
—dijo Glaedr, que no parecía impresionado—.
Había oído hablar de ello a un dragón salvaje, pero nunca pensé que lo vería personalmente.

Al este, un leve resplandor amarillo teñía parte del horizonte, presagiando el regreso del sol. Eragon supuso que si Saphira mantenía su posición cuatro o cinco minutos más lo verían salir, aunque aún debían pasar horas hasta que sus cálidos rayos, fuente de vida, llegaran al agua de la superficie.

Saphira se mantuvo en equilibrio aún un momento y los tres quedaron suspendidos entre las estrellas y la Tierra, flotando en el silencio del crepúsculo como espíritus incorpóreos. Estaban en un punto entre dos mundos, que no pertenecía al cielo ni a la tierra: una mota de polvo pasando por la frontera entre dos inmensidades.

Entonces Saphira bajó el morro y, medio volando y medio cayendo al vacío —ya que nada más salir de la tromba de aire ascendente el aire era tan ligero que sus alas no podían soportar el peso de su cuerpo—, inició el descenso.

Mientras se precipitaban hacia la superficie, Eragon tuvo una idea:
Si tuviéramos suficientes joyas y si almacenáramos suficiente energía en ellas, ¿crees que podríamos volar hasta la Luna?

¿Quién sabe lo que es posible?
—dijo Glaedr.

Cuando Eragon era un niño, todo lo que conocía era Carvahall y el valle de Palancar. Había oído hablar del Imperio, claro, pero nunca le había parecido demasiado real hasta que empezó a viajar por él. Más tarde, su mapa mental del mundo se había ampliado y ya incluía el resto de Alagaësia y, de un modo más vago, los otros territorios de los que había sabido por los libros. Y ahora se daba cuenta de que lo que antes consideraba tan grande en realidad no era más que una pequeña parte de un todo mucho mayor. Era como si, en unos segundos, su punto de vista hubiera pasado de ser el de una hormiga al de un águila.

Porque el cielo era infinito, y el mundo era redondo.

Aquello le hizo considerar y clasificarlo todo de nuevo. La guerra entre los vardenos y el Imperio parecía algo sin importancia comparado con la dimensión real del mundo, y pensó en lo ridículo de la mayoría de las ofensas y preocupaciones que afectaban a la gente, vistas desde aquella altura.

Si todo el mundo pudiera ver lo que hemos visto nosotros
—le dijo a Saphira—,
a lo mejor habría menos guerras en el mundo.

No puedes esperar que los lobos se conviertan en ovejas.

No, pero los lobos tampoco tienen por qué ser crueles con las ovejas.

Muy pronto Saphira volvió a sumirse en la oscuridad de las nubes, pero consiguió evitar caer de nuevo en otra serie de corrientes ascendentes y descendentes. Planeó durante muchos kilómetros, aprovechando las corrientes ascendentes más bajas y aprovechándolas para ahorrar energía.

Una o dos horas más tarde, la niebla desapareció y salieron de la inmensa masa de nubes que formaba el centro de la tormenta.

Descendieron casi rozando los extremos de la borrasca, que iban perdiendo altura gradualmente hasta convertirse en una manta que cubría todo lo que había a la vista, con la única excepción del yunque.

Cuando por fin apareció el sol sobre el horizonte, ni Eragon ni Saphira tenían fuerzas para prestar demasiada atención a su alrededor. Ni tampoco había nada bajo sus pies que pudiera atraer su atención.

Fue Glaedr, pues, quien habló:

Saphira, ahí, a tu derecha. ¿Lo ves?

Eragon desenterró la cabeza de entre los brazos y entreabrió los ojos, deslumbrado por la luz.

A unos kilómetros al norte, un anillo de montañas emergía por encima de las nubes. Las cumbres estaban cubiertas de nieve y hielo, y en conjunto creaban la imagen de una antigua corona crestada situada sobre un cojín de nubes. Las escarpaduras, orientadas al este, brillaban intensamente a la luz del sol de la mañana, mientras que unas largas sombras azules cubrían las laderas occidentales e iban afilándose a lo lejos, como dagas tenebrosas sobre la blanca llanura nevada.

Eragon irguió la espalda, sin creerse del todo que pudieran estar cerca del final del viaje.

Contemplad eso
—dijo Glaedr—,
Aras Thelduin, las montañas de fuego que protegen el corazón de Vroengard. Vuela rápido, Saphira, ya nos queda muy poco.

Gusano barrenador

La atraparon en el cruce entre dos pasillos idénticos, ambos flanqueados por columnas y antorchas y con banderolas escarlata con la sinuosa llama dorada que era insignia de Galbatorix.

Nasuada realmente no esperaba escapar, pero no podía evitar sentirse decepcionada por su fracaso. Por lo menos esperaba haber llegado más lejos antes de que la pillaran.

No dejó de resistirse cuando los soldados la arrastraron de nuevo a la cámara que había sido su prisión. Los hombres llevaban petos y brazales, pero aun así consiguió arañarles la cara y morderles la mano, provocando heridas bastante graves a un par de ellos.

Los soldados pronunciaron exclamaciones de consternación cuando entraron en la Sala del Adivino y vieron lo que le había hecho al carcelero. Con cuidado de no pisar el charco de sangre, la llevaron hasta el pedestal de piedra, le ataron las correas y se alejaron, dejándola a solas con el cadáver.

Ella gritó con la mirada en el techo y se revolvió, furiosa consigo misma por no haberlo hecho mejor. Aún rabiosa, echó un vistazo al cuerpo tendido en el suelo y enseguida apartó la mirada. Pese a estar muerto, la mirada de aquel hombre parecía acusatoria, y no podía soportar verla.

Después de robar la cuchara, se había pasado horas raspando el extremo del mango contra la piedra. La cuchara estaba hecha de hierro blando, así que no le costó darle forma.

Había pensado que Galbatorix y Murtagh serían los primeros en ir a verla, pero el que se presentó fue el carcelero, que le traía la cena.

Había empezado a soltarle las ataduras para escoltarla después al retrete, y en el momento en que le soltó la mano izquierda, ella le apuñaló por debajo de la barbilla con el mango afilado de la cuchara, clavándole el utensilio entre los pliegues de la papada. El hombre chilló, emitiendo un horrible sonido agudo que le recordó al del cerdo en la matanza, y giró sobre sí mismo tres veces, agitando los brazos, para caer luego al suelo, donde quedó tirado, dando patadas al aire y taconazos al suelo mientras escupía espuma durante un rato inusitadamente largo.

Matarle le había afectado. No pensaba que aquel hombre fuera malvado —no estaba segura de lo que era—, pero era tan simple que tenía la sensación de haberse aprovechado de él. Aun así, había hecho lo que había que hacer, y aunque ahora le resultara desagradable pensar en ello, seguía convencida de que sus acciones estaban justificadas.

Con el carcelero aún retorciéndose en su agonía, ella se había soltado el resto de las ataduras y había bajado del pedestal.

Entonces, con nervios de acero, le había arrancado la cuchara del cuello, lo que había liberado un chorro de sangre —como si le hubiera quitado el tapón a una barrica de vino— que le había hecho dar un brinco y reprimir una maldición.

Los dos guardias del exterior de la Sala del Adivino no habían supuesto un gran problema. Los había pillado por sorpresa y había matado al de la derecha del mismo modo que al carcelero. Luego le había quitado el puñal del cinto y había atacado al otro cuando este se disponía a cargar contra ella con la lanza. En distancias cortas, una lanza no era rival para un puñal, y antes de que tuviera ocasión de escapar o dar la voz de alarma ya había dado cuenta de él.

Después de aquello no había llegado muy lejos. Fuera a causa de los hechizos de Galbatorix o por pura mala suerte, dio de frente con un grupo de cinco soldados que enseguida la redujeron, aunque les supuso cierto esfuerzo.

No debía de haber pasado más de media hora cuando oyó a un grupo numeroso de hombres con botas metálicas acercándose a la puerta de la cámara, por donde entró Galbatorix seguido de varios guardias.

Como siempre, se detuvo en un extremo de su campo visual, y allí permaneció, una figura oscura con el rostro anguloso, aunque solo podía ver su silueta. Vio que se daba la vuelta y contemplaba la escena y, luego, con voz fría, preguntó:

—¿Cómo ha ocurrido esto?

Un soldado con un penacho en el casco corrió a situarse frente a Galbatorix, plantó una rodilla en el suelo y le tendió la cuchara afilada.

—Señor, hemos encontrado esto clavado en uno de los hombres de fuera.

El rey cogió la cuchara y la examinó.

—Ya veo —dijo, y se acercó a su lado. Agarró los extremos de la cuchara y, aparentemente sin esfuerzo, la dobló hasta partirla en dos pedazos—. Sabías que no podías escapar, y sin embargo, has querido probarlo. No permitiré que mates a mis hombres solo por molestarme. No tienes derecho a quitarles la vida. No tienes derecho a hacer «nada» a menos que yo lo permita —sentenció, y tiró los trozos de metal por el suelo. Entonces se giró y salió a toda prisa de la Sala del Adivino, con la pesada capa aleteando tras él.

Dos de los soldados se llevaron el cuerpo del carcelero y luego limpiaron la sangre, maldiciéndola mientras frotaban el suelo.

Cuando se fueron y volvió a quedarse sola, soltó un suspiro, liberando en parte la tensión acumulada.

Lamentó no haber tenido ocasión de comer, porque ahora que los nervios habían pasado, se dio cuenta de que tenía hambre. Y peor aún, sospechaba que pasarían horas antes de que le dieran la próxima comida, suponiendo que Galbatorix no decidiera castigarla dejándola en ayunas.

Pero sus cavilaciones sobre pan, asados y grandes vasos de vino no duraron mucho, ya que de nuevo oyó el ruido de numerosas botas en el pasillo junto a su celda. Sobresaltada, intentó prepararse mentalmente para cualquier cosa desagradable, porque sin duda sería desagradable, de eso estaba segura.

La puerta de la cámara se abrió de un portazo y resonaron en la sala octogonal los pasos de dos personas: Murtagh y Galbatorix, que se dirigieron hacia el lugar donde estaba. Murtagh se situó donde solía estar antes, aunque no tenía el brasero para entretenerse; se cruzó de brazos, se apoyó en la pared y fijó la mirada en el suelo. Lo que veía de su expresión bajo aquella máscara plateada no le reconfortó en absoluto; los rasgos de su rostro parecían más duros aún que de costumbre, y había algo en la forma de su boca que le heló la sangre.

En lugar de sentarse, como de costumbre, Galbatorix se quedó de pie detrás de ella, hacia un lado, donde podía sentir su presencia más que verla realmente.

Extendió sus largas manos como garras sobre ella. Nasuada vio que sostenían una cajita con tiras de asta tallada que quizá formaran glifos del idioma antiguo. Lo más desconcertante de todo era un leve chirrido procedente del interior, suave como los arañazos de un ratón, pero perfectamente audible.

Con la yema del pulgar, Galbatorix abrió la tapa corrediza de la caja, metió los dedos dentro y sacó algo parecido a un gran gusano de color marfil. La criatura medía casi ocho centímetros de longitud y tenía una minúscula boca en un extremo, por la que emitía el chirrido que había oído antes, anunciando así al mundo su contrariedad. Era grueso, con pliegues horizontales, como una oruga, pero, si tenía patas, eran tan pequeñas que resultaban invisibles.

La criatura se retorcía en un intento vano de liberarse de los dedos de Galbatorix.

—Esto es un gusano barrenador. No es lo que parece. Pocas cosas lo son, pero en el caso de los gusanos barrenadores eso es especialmente cierto. Solo se encuentran en un lugar de Alagaësia y son mucho más difíciles de capturar de lo que te pueda parecer.

Tómatelo, pues, como una señal de consideración hacia ti, Nasuada, hija de Ajihad, que me digne a usarlo contigo. —Su voz se volvió más grave, aún más próxima—. No obstante, no querría encontrarme en tu lugar.

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