Authors: Christopher Paolini
¡Glaedr! ¿Qué es eso?
—preguntó, mostrándole los gusanos al dragón—.
¿Cómo se llaman en el idioma antiguo?
Me resultan absolutamente desconocidos
—respondió Glaedr, para decepción de Eragon—.
No los he visto nunca, ni he oído hablar de ellos. Son nuevos en Vroengard, y nuevos en Alagaësia. No dejes que te toquen; pueden ser más peligrosos de lo que parecen.
Cuando ya estaban a un par de metros de Eragon, los gusanos sin nombre dieron un salto mayor que los anteriores y con un
¡scriii, scro!
volvieron a hundirse en el musgo. Al tocar el suelo se dividieron, dando origen a un enjambre de milpiés verdes que enseguida desaparecieron entre las enmarañadas hebras de musgo.
Hasta aquel momento, Eragon no volvió a respirar.
No deberían ser
—dijo Glaedr, que parecía agitado.
Lentamente, el chico levantó la bota del musgo y volvió al otro lado del tronco. Al examinar el musgo con mayor atención, vio que lo que en principio había tomado por las puntas de unas viejas ramas asomando por entre la alfombra de vegetación en realidad eran fragmentos de costillas y astas de ciervo: los restos de uno o más animales.
Tras reflexionar un momento, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, esta vez asegurándose de evitar cualquier capa de musgo por el camino, tarea nada fácil.
Fuera lo que fuera lo que parloteaba en el bosque, no valía la pena arriesgar la vida para descubrirlo, especialmente porque sospechaba que sería algo peor que los gusanos acechando entre los árboles. La palma de la mano aún le picaba y, por experiencia, sabía que aquello significaba que aún había «algo» peligroso cerca.
Cuando tuvo el prado a la vista y pudo ver escamas azules de Saphira entre los troncos de los abetos, giró a la derecha y se dirigió al arroyo. El musgo cubría la orilla, así que fue pasando de tronco en tronco y de piedra en piedra hasta situarse sobre una roca lisa en medio del agua.
Allí se agachó, se quitó los guantes y se lavó las manos, la cara y el cuello. El contacto del agua helada resultaba tonificante, y al cabo de unos momentos sintió la sangre que le fluía por todo el cuerpo, calentándolo.
Mientras se secaba las últimas gotas del cuello, al otro lado del arroyo oyó un sonoro parloteo.
Moviéndose lo mínimo posible, levantó la vista hacia la copa de los árboles de la orilla opuesta.
A diez metros de altura había cuatro Sombras sentados sobre una rama. Los Sombras tenían largos penachos colgando en todas direcciones desde los óvalos negros que constituían sus cabezas. En el centro de cada óvalo brillaban un par de ojos blancos, rasgados e inclinados, y tenían una mirada tan hueca que resultaba imposible determinar adónde miraban. Lo más desconcertante de todo era que los Sombras, como cualquier Sombra, no tenían profundidad. Cuando se giraban a un lado desaparecían.
Sin perderlas de vista, Eragon cruzó la mano por delante del cuerpo y agarró
Brisingr
por la empuñadura.
La Sombra situada más a la izquierda agitó los penachos y emitió aquel parloteo estremecedor que había tomado por la voz de una ardilla. Otros dos de los espectros hicieron lo propio, y el bosque resonó con el estridente clamor de sus chillidos.
Eragon se planteó la posibilidad de entrar en contacto con sus mentes, pero se acordó del Fanghur de camino a Ellesméra, y descartó la idea por descabellada.
—
Eka aí fricai un Shur’tugal
—dijo: «Soy un Jinete y un amigo».
Le dio la impresión de que los Sombras fijaban la vista en él y, por un momento, todo quedó en silencio, salvo el leve murmullo del arroyo. Entonces empezaron a parlotear de nuevo, y sus ojos se volvieron cada vez más luminosos, hasta adquirir el brillo de un hierro candente.
Cuando pasaron unos minutos y vio que las Sombras no habían mostrado intención ninguna de atacarle ni de irse de allí, Eragon se puso en pie y, con mucho cuidado, alargó un pie hacia la piedra que tenía detrás.
El movimiento pareció alarmar a los espectros, que chillaron todos a la vez, se encogieron de hombros y se sacudieron, y en su lugar aparecieron cuatro grandes búhos, con el mismo plumaje rodeándoles el rostro. Abrieron sus picos amarillos y parlotearon en dirección a él, como habrían hecho las ardillas; luego emprendieron el vuelo y se dirigieron hacia los árboles, para perderse tras una pantalla de pobladas ramas.
—
Barzûl
—dijo Eragon. Volvió corriendo por donde había venido y llegó al prado, parándose únicamente para recoger unas cuantas ramas caídas.
En cuanto llegó a la altura de Saphira, dejó la madera en el suelo, se arrodilló y empezó a formular hechizos de defensa, todos los que se le ocurrieron. Glaedr le recomendó uno que se le había pasado por alto.
Ninguna de esas criaturas estaban aquí cuando Oromis y yo regresamos tras la batalla
—le dijo entonces—.
No son como deberían ser. La magia de este lugar ha alterado la tierra y a los que viven en ella. Ahora este es un lugar maligno.
¿Qué criaturas?
—preguntó Saphira, abriendo los ojos y bostezando. Su enorme boca abierta creaba una imagen intimidatoria.
Eragon compartió sus recuerdos con ella, que dijo:
Deberías haberme llevado contigo. Me habría comido los gusanos y los pájaros Sombra, y no tendrías nada que temer de ellos.
¡Saphira!
La dragona puso los ojos en blanco.
Tengo hambre. Sean mágicos o no, ¿hay algún motivo por el que no debiera comerme esas cosas extrañas?
Porque quizás ellas te comerían a ti, Saphira Bjartskular
—contestó Glaedr—.
Conoces la primera ley de la caza igual que yo: no vayas en busca de presas hasta que estés segura de que son presas. Si no, puedes acabar convirtiéndote tú en la comida de alguien.
—Yo tampoco me molestaría en buscar ciervos —advirtió Eragon—. Dudo de que queden muchos. Además, ya es casi de noche, y aunque no lo fuera, no estoy seguro de que ir de caza por aquí sea seguro.
Ella emitió un suave gruñido.
Muy bien. Entonces seguiré durmiendo. Pero por la mañana cazaré, por peligroso que sea. Tengo la barriga vacía, y debo comer antes de volver a cruzar el mar.
Saphira cerró los ojos y enseguida volvió a dormirse.
Eragon encendió una pequeña hoguera, cenó frugalmente y vio que el valle se iba cubriendo de negro. Glaedr y él hablaron de sus planes para el día siguiente, y el dragón le contó más cosas sobre la historia de la isla, remontándose a antes de la llegada de los elfos a Alagaësia, cuando Vroengard era territorio exclusivo de los dragones.
Antes de que hubiera desaparecido el último rastro de luz del horizonte, el viejo dragón dijo:
¿Te gustaría ver Vroengard tal como era en tiempos de los Jinetes?
Claro que sí.
Pues mira
—dijo Glaedr.
Eragon sintió que el dragón se hacía con su mente y vertía en ella un flujo de imágenes y sensaciones. El campo visual del chico se transformó, y en lo alto de las colinas apareció una imagen gemela del valle. El recuerdo era del valle al atardecer, igual que en aquel momento, pero el cielo estaba limpio de nubes y una plétora de estrellas brillaba sobre el gran anillo de montañas de fuego, el Aras Thelduin. Los árboles de antaño se veían más altos, más rectos y menos lúgubres, y por todo el valle se levantaban los edificios de los Jinetes intactos, brillando como pálidas balizas en el crepúsculo, a la suave luz de los faroles sin llama de los elfos. Sobre la piedra ocre había menos hiedra y musgo, y los pabellones y las torres reflejaban una nobleza que las ruinas habían perdido. Y por los caminos adoquinados y en las alturas, Eragon distinguió las brillantes formas de numerosos dragones: elegantes colosos cubiertos con el tesoro de mil reyes.
La aparición duró un momento más; luego Glaedr liberó la mente de Eragon, y el valle volvió a presentarse tal como era.
Era bonito
—comentó Eragon.
Lo era, pero ya no lo es.
El chico siguió escrutando el valle, comparándolo con lo que le había mostrado Glaedr, y frunció el ceño cuando vio una hilera de luces redondas —farolillos, pensó— en la ciudad abandonada. Con un murmullo, pronunció un hechizo para agudizar la vista y distinguió una fila de siluetas encapuchadas con largas túnicas que caminaban lentamente por entre las ruinas. Aquellas figuras solemnes parecían de otro mundo, y la cadencia rítmica de sus pasos y el balanceo constante de sus faroles creaban una imagen propia de un ritual.
¿Quiénes son?
—le preguntó a Glaedr. Tenía la sensación de que estaba presenciando algo que no debía ver.
No lo sé. A lo mejor son los descendientes de los que se escondieron durante la batalla. Tal vez son hombres de tu raza que decidieron ocupar este lugar tras la caída de los Jinetes. O quizá sean los que rinden culto a los dragones y a los Jinetes como dioses.
¿Hay alguien que lo haga?
Lo había. Nosotros les dijimos que no lo hicieran, pero aun así era una práctica habitual en las zonas más aisladas de Alagaësia… Creo que has hecho bien en montar esas defensas.
Eragon observó aquellas figuras encapuchadas que se abrían paso por la ciudad, en lo que tardaron casi una hora. Cuando llegaron al otro extremo, los faroles se apagaron uno a uno, y no pudo ver dónde se habían ido sus portadores, ni siquiera con ayuda de la magia.
Apagó el fuego echándole unos puñados de tierra y se metió bajo la manta a descansar.
¡Eragon! ¡Saphira! ¡Despertad!
El chico abrió los ojos de golpe. Irguió la espalda y echó mano de
Brisingr
.
Todo estaba oscuro, salvo por el tenue brillo rojizo de las brasas a su derecha y una franja de cielo estrellado al este. Pese a la poca luz, Eragon pudo distinguir las formas del bosque y del prado…, y el caracol de enorme tamaño que avanzaba por la hierba en dirección a ellos.
Soltó un grito apagado y retrocedió a trompicones. El caracol —cuyo caparazón medía más de metro y medio de altura— vaciló, y luego se deslizó hacia él a una velocidad equivalente a la carrera de un hombre. De la boca salió un siseo como de serpiente; sus ojos globosos, que se agitaban en el aire, tenían el tamaño de un puño.
Eragon se dio cuenta de que no tendría tiempo de ponerse en pie, y tendido de espaldas no tenía el espacio necesario para desenvainar
Brisingr
. Se preparó para formular un hechizo, pero antes de que pudiera hacerlo la cabeza de Saphira pasó a su lado como una flecha y agarró al caracol por en medio con las mandíbulas. El caparazón del animal crujió entre sus colmillos con el ruido que habría hecho una pizarra al romperse, y la criatura emitió un leve quejido tembloroso.
Volviendo el cuello, Saphira lanzó el caracol al aire, abrió la boca todo lo que pudo y se tragó a la criatura entera, ladeando la cabeza dos veces, como haría un pajarillo al tragarse una lombriz.
Eragon miró más allá y vio otros cuatro caracoles gigantes colina abajo. Una de las criaturas se había retirado al interior de su caparazón; los otros huían reptando sobre sus cuerpos ondulantes.
—¡Por ahí! —gritó Eragon.
Saphira dio un salto adelante. Todo su cuerpo se separó del suelo y fue a caer de cuatro patas junto al primero, que levantó de un mordisco; luego hizo lo mismo con los otros tres. El último caracol, el que se ocultaba en su caparazón, no se lo comió, pero echó la cabeza atrás y lo envolvió en un chorro de fuego azul y amarillo que iluminó el campo en decenas de metros a la redonda.
Mantuvo la llama apenas un par de segundos; luego recogió el humeante caracol entre las mandíbulas con la delicadeza con que una gata agarraría a sus gatitos y lo llevó hasta Eragon. Lo dejó caer a sus pies, y él se lo quedó mirando con desconfianza. Efectivamente, parecía estar muerto y bien muerto.
Ahora ya tienes desayuno
—anunció Saphira.
Él se la quedó mirando y luego se echó a reír, y siguió riéndose hasta caer plegado en dos de la risa, de cuatro patas en el suelo, haciendo esfuerzos incluso para respirar.
¿Qué resulta tan divertido?
—preguntó la dragona, olisqueando el caparazón cubierto de hollín.
Sí. ¿De qué te ríes, Eragon?
—preguntó Glaedr.
Él sacudió la cabeza y siguió jadeando. Por fin logró decir:
—Porque…
Y entonces pasó a hablar con la mente para que Glaedr también pudiera oírle:
Porque…, ¡huevos con caracol!
—Y empezó a reírse de nuevo, sintiéndose muy tonto—.
¡Bistec de caracol…! ¿Tienes hambre?
¡Cómete una antena! ¿Estás cansado? ¡Cómete un ojo! ¿Quién necesita hidromiel cuando tienes baba de caracol…?
—Se reía tan fuerte que le resultó imposible seguir, y cayó de rodillas mientras jadeaba intentando respirar, con el rostro cubierto de lágrimas de la risa.
Saphira entreabrió la boca en una especie de sonrisa poblada de dientes y luego emitió un tenue chasquido con la garganta.
A veces eres muy raro, Eragon
—concluyó, y él sintió que se le contagiaba el buen humor. Saphira volvió a olisquear de nuevo el caparazón—.
No estaría mal un poco de hidromiel.
—Por lo menos tú has comido —dijo él, a la vez con la mente en voz alta.
No mucho, pero lo suficiente para regresar con los vardenos.
Cuando acabaron las risas, Eragon le dio una patadita de reconocimiento al caracol con la punta de la bota.
Hace tanto tiempo que no hay dragones en Vroengard que no debe de haberse dado cuenta de lo que eras, y habrá pensado que yo era una presa fácil… Desde luego habría sido una muerte lamentable, acabar convertido en la cena de un caracol.
Lamentable, pero memorable
—observó Saphira.
Pero memorable
—coincidió él, divertido.
¿Y cuál os he dicho que es la primera ley de la caza, jovencitos?
—preguntó Glaedr.
No vayas en busca de presas hasta que estés seguro de que son presas
—respondieron Eragon y Saphira al mismo tiempo.
Muy bien
—dijo Glaedr.
Gusanos saltarines, pájaros Sombra y ahora caracoles gigantes
—observó Eragon—. ¿
Cómo pueden haberlos creado los hechizos formulados en la batalla?
Los Jinetes, los dragones y los Apóstatas perdieron una enorme cantidad de energía durante el conflicto. Gran parte se empleó en hechizos pero mucha otra, no. Los que vivieron para contarlo decían que, durante un tiempo, el mundo se volvió loco y que no podían confiar en nada de lo que veían u oían. Parte de esa energía debió arraigar en los antepasados de los gusanos y de los pájaros que has visto hoy, alterándolos. No obstante, te equivocas incluyendo a los caracoles en el mismo saco. Los snalglís, como se les llama, viven en Vroengard desde siempre. Eran uno de nuestros alimentos preferidos, de los dragones, por motivos que seguro que Saphira comprende.