Legado (75 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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Entonces la llanura desapareció, al igual que gran parte de su sufrimiento, y se recordó: «Solo está en mi mente. No me rendiré. No soy un animal; mi carne será débil, pero yo soy fuerte».

A su alrededor apareció una oscura gruta iluminada por unas setas verdes luminiscentes. Durante unos minutos, oyó a una enorme criatura olisqueando y caminando por las sombras, entre las estalagmitas, y luego sintió su cálido aliento en la nuca, y el olor a carroña.

Se echó a reír de nuevo, y siguió riéndose mientras Galbatorix la obligaba a afrontar un horror tras otro en un intento por encontrar la combinación de dolor y miedo que la hiciera desmoronarse. Ella se reía porque sabía que su fuerza de voluntad era más fuerte que la imaginación de él, y porque sabía que podía contar con la ayuda de Murtagh, y que con él como aliado no debía temer las espectrales pesadillas en las que la sumergía Galbatorix, por muy terribles que le pudieran parecer en aquel momento.

Una cuestión de personalidad

Eragon resbaló al pisar un trozo de musgo y cayó de golpe dando con el costado en la hierba húmeda. Soltó un gruñido e hizo una mueca al sentir el impacto en la cadera. Sin duda le dejaría un cardenal.


Barzûl
—dijo, mientras se ponía en pie de nuevo con cuidado.

«Por lo menos no he aterrizado sobre
Brisingr
», pensó, mientras se quitaba unos restos de barro frío de las calzas.

Apesadumbrado y cabizbajo, volvió a caminar hacia el edificio en ruinas donde habían decidido acampar, convencidos de que sería más seguro que el bosque.

Al abrirse paso por la hierba, asustó a unas cuantas ranas toro que salieron de su escondrijo y se apartaron saltando hacia ambos lados.

Eran extrañas criaturas con una protuberancia en forma de cuerno sobre sus ojos, rojizos, y del centro de la frente les salía un apéndice curvado —como una caña de pesca— de cuyo extremo colgaba un pequeño órgano carnoso que de noche brillaba con una luz blanca o amarilla. La luz permitía a las ranas toro deslumbrar a cientos de insectos voladores que cazaban con la lengua y, al tener fácil acceso a la comida, adquirían un tamaño enorme. Había visto algunas del tamaño de una cabeza de oso, unas enormes masas carnosas con grandes ojos y una boca de dos palmos.

Las ranas le recordaron a Angela, la herbolaria, y de pronto sintió el deseo de que estuviera allí, en la isla de Vroengard, con ellos. «Si alguien puede decirnos nuestros verdaderos nombres, apuesto a que es ella», pensó. Por algún motivo, siempre había tenido la sensación de que la herbolaria podía mirar en su interior, como si lo supiera todo de él. Era una sensación desconcertante, pero en aquel momento le habría venido muy bien.

Habló con Saphira y decidieron confiar en Solembum y quedarse en Vroengard otros tres días como máximo mientras intentaban descubrir sus nombres verdaderos. Glaedr había dejado la decisión en sus manos.

Conocéis a Solembum mejor que yo
—dijo—.
Quedaos, o no lo hagáis. En cualquier caso, el riesgo es grande. Ya no hay vías seguras.

Los hombres gato nunca servirían a Galbatorix
—decidió Saphira finalmente—. V
aloran demasiado su libertad. Yo confiaría en su palabra antes que en la de ninguna otra criatura, incluso la de un elfo.

De modo que se quedaron.

Se pasaron el resto del día, y la mayor parte del siguiente, sentados, pensando, hablando, compartiendo recuerdos, examinándose la mente el uno al otro y probando diversas combinaciones de palabras en el idioma antiguo, con la esperanza de que pudieran descubrir de forma consciente sus verdaderos nombres o —con un poco de suerte— dar con ellos accidentalmente.

Glaedr les ofreció su ayuda cuando se la pidieron, pero la mayor parte del tiempo se mantuvo al margen y dio intimidad a Eragon y a Saphira para sus conversaciones, muchas de las cuales habrían provocado que Eragon se avergonzara un poco de tener que compartirlas con el viejo dragón.

La búsqueda del nombre verdadero es algo que hay que hacer solo
—explicó Glaedr—.
Si se me ocurre el de alguno de los dos, os lo diré, puesto que no tenemos tiempo que perder, pero sería mejor que lo descubrierais por vuestra cuenta.

De momento, ninguno de los dos lo había conseguido.

Desde que Brom les había hablado de los nombres verdaderos, Eragon había querido saber el suyo. El conocimiento, sobre todo de uno mismo, siempre resultaba útil, y esperaba que saber su nombre verdadero le permitiera dominar mejor sus pensamientos y sus sensaciones. Aun así, no podía evitar sentir cierto temor ante lo que pudiera descubrir.

Eso, suponiendo que «pudiera» descubrir su nombre en los días siguientes, algo de lo que no estaba completamente seguro. Esperaba conseguirlo, por el éxito de su misión y porque no quería que fueran Glaedr o Saphira quienes lo descubrieran. Si tenía que oír una palabra o una frase que revelara todo su ser, quería alcanzar ese conocimiento personalmente, en lugar de que alguien lo hiciera por él.

Eragon suspiró mientras subía los cinco escalones rotos que llevaban al edificio. Aquella estructura había sido una casa nido, o eso es lo que decía Glaedr, y comparada con lo que se veía en Vroengard era tan pequeña que pasaba desapercibida. Aun así, las paredes tenían más de tres plantas de altura y el interior era lo bastante grande como para que Saphira pudiera moverse holgadamente. La esquina sureste se había hundido hacia el interior, llevándose consigo parte del techo, pero por lo demás el edificio parecía sólido.

Los pasos de Eragon resonaron al atravesar el vestíbulo abovedado y avanzar por el suelo vidriado de la sala principal. En el interior del material transparente había unos remolinos de color que componían un diseño abstracto de una complejidad que mareaba. Cada vez que lo miraba, le daba la impresión de que las líneas iban a transformarse en alguna forma reconocible, pero eso nunca ocurría.

El suelo estaba cubierto por una fina red de grietas que se extendían hacia el exterior desde los escombros bajo el agujero donde habían cedido las paredes. De los bordes del techo roto colgaban largos tentáculos de hiedra como sogas con nudos. De los extremos de los tallos goteaba agua formando charcos informes y poco profundos, y el ruido de las gotas al caer resonaba por todo el edificio con un ritmo constante e irregular que Eragon pensó que le volvería loco si se quedaba escuchando unos cuantos días.

Contra la pared que daba al norte había un semicírculo de piedras que Saphira había arrastrado y colocado de aquel modo para proteger su campamento. Cuando Eragon llegó a la barrera, se subió de un salto al bloque más próximo, que medía más de dos metros de altura.

Luego se dejó caer por el otro lado, y aterrizó ruidosamente.

Saphira dejó por un momento de lamerse la pata delantera, y Eragon percibió una interrogación por su parte. Negó con la cabeza, y ella siguió con su aseo.

El chico se desabrochó la capa y se acercó a la hoguera que había encendido junto a la pared. Extendió la prenda empapada en el suelo y luego se quitó las botas rebozadas de fango y también las puso a secar.

¿Te parece que va a volver a llover?
—preguntó Saphira.

Probablemente.

Él se puso en cuclillas junto al fuego un momento; luego se sentó sobre el saco de dormir y se apoyó en la pared. Observó a Saphira mientras se pasaba la lengua escarlata alrededor de la cutícula flexible que tenía en la base de cada espolón. Se le ocurrió una idea, y murmuró una frase en el idioma antiguo, pero no sintió ningún cambio de energía en las palabras, ni observó reacción ninguna en Saphira, como había sucedido con Sloan cuando había pronunciado su nombre verdadero.

Eragon cerró los ojos y echó la cabeza atrás.

Era frustrante no poder averiguar el nombre verdadero de Saphira.

Podía aceptar no llegar a comprenderse a sí mismo del todo, pero conocía a la dragona desde el día en que había salido del huevo, y había compartido con ella casi todos sus recuerdos. ¿Cómo podía ser que hubiera algo en ella que aún fuera un misterio para él? ¿Cómo podía ser que le hubiera resultado más fácil entender a un asesino como Sloan que a su propia compañera, unida a él por la magia?

¿Tenía que ver con que ella fuera una dragona y él un ser humano?

¿Sería porque la identidad de Sloan era más simple que la de Saphira?

Eragon no lo sabía.

Uno de las cosas que habían hecho Saphira y él —por recomendación de Glaedr— era decirse el uno al otro los defectos observados: él los de ella y ella los de él. Había sido todo un ejercicio de humildad. Glaedr también compartió con ellos sus observaciones, y aunque el dragón se mostró amable, Eragon no pudo evitar una sensación de orgullo herido al oír su lista de defectos de boca de Glaedr, pese a que también necesitaba tomar en cuenta aquello para intentar descubrir su verdadero nombre.

Para Saphira lo más difícil de admitir era su vanidad, defecto que se negó a reconocer como tal durante un buen rato. En el caso de Eragon, lo que más le costó fue admitir la arrogancia de la que, según Glaedr, hacía gala a veces, sus sentimientos hacia los hombres que había matado y la petulancia, el egoísmo, la rabia y otras carencias de las que era víctima ocasionalmente, como tantas otras personas.

Aun así, pese a haberse examinado con toda la sinceridad de la que fueron capaces, su introspección no había dado ningún resultado.

Hoy y mañana, eso es todo lo que tenemos.
—La idea de volver junto a los vardenos con las manos vacías le deprimía—.
¿Cómo se supone que vamos a sacarle ventaja a Galbatorix?
—se preguntó, como había hecho tantas veces—.
Unos días más y nuestras vidas dejarán de ser nuestras. Seremos esclavos, como Murtagh y Espina.

Soltó un improperio entre dientes y dio un puñetazo contra el suelo.

Tranquilo, Eragon
—dijo Glaedr, y el chico observó que el dragón estaba protegiendo sus pensamientos para que Saphira no le oyera.

¿Cómo voy a estarlo?
—gruñó él.

Es fácil mantener la calma cuando no hay nada de lo que preocuparse, Eragon. Cuando realmente pones a prueba tu autocontrol es cuando tienes que mantener la calma en una situación complicada. No puedes permitir que la ira o la frustración nublen tus pensamientos. Ahora no. En este momento lo que necesitas es tener la mente clara.

¿Tú siempre has mantenido la calma en momentos como este?

El viejo dragón emitió algo parecido a un chasquido con la boca.

No. Yo solía gruñir, morder, derribar árboles y abrir el suelo. Una vez, arranqué la cima de una montaña de las Vertebradas; los otros dragones se enfadaron bastante conmigo. Pero tuve muchos años para aprender que perder los nervios raramente sirve de ayuda. Tú no has vivido tanto, pero deja que mi experiencia te sirva de guía en esto. Deshazte de tus preocupaciones y concéntrate solo en la tarea que tienes delante. El futuro será el que tenga que ser, y preocupándote por él solo aumentarás la probabilidad de que tus miedos se hagan realidad.

Lo sé
—suspiró Eragon—,
pero no es fácil.

Por supuesto que no. Las cosas que valen la pena no suelen serlo
—respondió Glaedr, que se retiró y le dejó en el silencio de sus pensamientos.

Eragon cogió su cuenco de las alforjas, saltó sobre el semicírculo de piedras y se encaminó, descalzo, hacia uno de los charcos bajo la abertura del techo. Había empezado a caer una fina llovizna que había cubierto aquella parte del suelo con una resbaladiza capa de agua. Se agachó junto al borde del charco y se puso a llenar el cuenco de agua con las manos desnudas.

Cuando lo tuvo lleno, Eragon se retiró un par de metros y lo colocó sobre una piedra que tenía la altura de una mesa. Luego visualizó a Roran mentalmente y murmuró:


Draumr kópa.

El agua del cuenco vibró, y apareció una imagen de Roran contra un fondo de un blanco puro. Estaba caminando junto a Horst y Albriech, y su caballo
Nieve de Fuego
le seguía. Los tres hombres parecían cansados de caminar, pero aún iban armados, por lo que Eragon supo que el Imperio no los había capturado.

A continuación visualizó a Jörmundur y luego a Solembum —que estaba desplumando un tordo recién cazado—, y luego a Arya, pero las defensas de la elfa le impidieron verla, y en su lugar solo apareció un fondo negro.

Por fin puso fin al hechizo y volvió a verter el agua en el charco. En el momento en que trepaba a la barrera que rodeaba el campamento, Saphira se estiró y bostezó, arqueándose como un gato.

¿Cómo están?

Sanos y salvos, por lo que parece.

Dejó caer el cuenco sobre sus alforjas y luego se tendió en el saco de dormir, cerró los ojos y volvió a escrutar sus recuerdos en busca de alguna pista sobre su nombre verdadero. Cada pocos minutos se le ocurría una posibilidad diferente, pero ninguna le provocaba sensaciones especiales, así que las descartó y volvió a empezar de nuevo. Todos los nombres contenían algunas constantes: el hecho de que fuera un Jinete; su afecto por Saphira y Arya; su deseo de vencer a Galbatorix; sus relaciones con Roran, Garrow y Brom; y la sangre que compartía con Murtagh. Pero cualquiera que fuera el orden en que colocaba aquellos elementos, el nombre no le decía nada. Era evidente que estaba pasando por alto algún aspecto crucial de sí mismo, así que empezó a elaborar nombres cada vez más largos con la esperanza de dar con lo que fuera que estaba pasando por alto.

Cuando los nombres empezaron a volverse tan largos que tardaba más de un minuto en pronunciarlos, se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. Tenía que revisar sus presuposiciones de partida.

Estaba convencido de que su error consistía en haber pasado por alto algún defecto, o en no haberle dado suficiente importancia a alguno del que ya era consciente. Sabía que a la gente le cuesta reconocer sus propias imperfecciones, y que lo mismo le pasaría a él. De algún modo tenía que curarse de aquella ceguera mientras tuviera tiempo.

Era una ceguera nacida del orgullo y del instinto de supervivencia, ya que le permitía crearse una mejor imagen de sí mismo y vivir mejor.

No obstante, en aquel momento no podía permitirse aquel autoengaño.

Así que pensó y siguió pensando mientras iba pasando el día, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos.

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