Authors: Christopher Paolini
Quienquiera que hubiera construido el túnel había conseguido ocultar el hechizo de la abertura a todo el que pasara por fuera, lo que hacía pensar que podría haber hecho lo mismo con cualquier hechizo aplicado al arco.
Intercambió una mirada rápida con Saphira y se humedeció los labios, recordando lo que había dicho Glaedr: «Ya no hay vías seguras».
Saphira rebufó, liberando una pequeña llamarada por cada orificio nasal, y luego, como si fueran uno solo, Eragon y la dragona atravesaron el arco.
Eragon notó varias cosas a la vez.
En primer lugar, que se encontraban en un extremo de una cámara circular de más de sesenta metros de anchura con un gran foso en el centro del que radiaba una suave luz anaranjada. En segundo lugar, que el aire era abrasador. En tercero, que en la parte externa de la sala había dos anillos concéntricos de gradas —la de atrás más alta que la de delante— con numerosos objetos oscuros encima. En cuarto lugar, que la pared que se levantaba tras la segunda grada brillaba por muchos puntos, como si estuviera decorada con cristal de colores. Pero no tuvo ocasión de examinar ni la pared ni los objetos oscuros, porque en la zona abierta junto al foso de luz había un hombre con la cabeza de dragón.
El hombre estaba hecho de metal y brillaba como acero pulido. No llevaba más ropas que un taparrabos del mismo material brillante que su cuerpo, y tenía el pecho y las extremidades musculados como los de un Kull. En la mano izquierda llevaba un escudo de metal y, en la derecha, una espada iridiscente que Eragon reconoció como el arma de un Jinete.
Detrás del hombre, en el otro extremo de la sala, el chico distinguió vagamente un trono con las marcas del contorno del cuerpo del hombre en el asiento y el respaldo.
El hombre con cabeza de dragón dio un paso adelante. Su piel y sus articulaciones se movían con la misma ligereza que si fueran de carne, pero cada paso resonaba como si se hubiera apoyado un gran peso en el suelo. Se detuvo a diez metros de Eragon y Saphira y se los quedó mirando con unos ojos que brillaban como un par de llamas de color escarlata. Luego, levantando su cabeza cubierta de escamas, emitió un extraño rugido metálico que resonó, creando la impresión de que era una docena de criaturas las que rugían.
Eragon aún se estaba preguntando si se suponía que tenían que enfrentarse a aquel ser cuando de pronto sintió una mente extraña y poderosa que entraba en contacto con la suya. Era diferente a todas las que se le habían acercado nunca, y parecía contener una gran cantidad de voces, gritos, coros disonantes que le recordaban el ruido del viento en una tormenta.
Antes de que pudiera reaccionar, aquella mente se abrió paso a través de sus defensas y se hizo con el control de sus pensamientos.
Por mucho que hubiera practicado con Glaedr, Arya y Saphira, no pudo detener el ataque; ni siquiera retardarlo. Era como intentar detener la subida de la marea con las manos.
Una luz cegadora y un estruendo incoherente le rodearon mientras aquel coro de lamentos se extendía por todos los recovecos de su ser. Entonces sintió como si el invasor le partiera la mente en media docena de trozos —cada uno de ellos consciente de la presencia de los demás, pero ninguno capaz de actuar con libertad— y su visión se fragmentó como si viera la cámara a través de las facetas de una piedra tallada.
Seis recuerdos diferentes empezaron a tomar posesión de su fracturada conciencia. No los había elegido él; aparecieron sin más, y fueron pasando tan rápido que él no podía siquiera seguirlos. Al mismo tiempo, su cuerpo se dobló y adoptó diferentes posturas, y luego su mano levantó a
Brisingr
hasta la altura de los ojos y contempló seis versiones idénticas de la espada. El invasor incluso le hizo formular un hechizo cuya finalidad él no podía entender, puesto que los únicos pensamientos que tenía eran los que le permitía aquel ser. Tampoco sintió ninguna emoción, más que una leve sensación de alarma.
Durante horas, aquella mente extraña examinó cada uno de sus recuerdos, desde el momento en que había salido de la granja de su familia para cazar ciervos en las Vertebradas —tres días antes de encontrar el huevo de Saphira— hasta el presente. En segundo plano, Eragon notaba que lo mismo le estaba ocurriendo a Saphira, pero saberlo no le servía para nada.
Por fin, mucho después de que abandonara toda esperanza de recuperar el control de sus pensamientos, el coro de voces disonantes volvió a unir las piezas de su mente y se retiró.
Eragon se tambaleó y cayó hacia delante, clavando una rodilla en el suelo; luego recuperó el equilibrio. A su lado, Saphira daba bandazos y lanzaba mordiscos al aire.
«¿Cómo? —pensó—. ¿Quién?» Capturarlos a los dos a la vez, y supuestamente también a Glaedr, era algo de lo que no creía capaz ni siquiera a Galbatorix.
Eragon sintió de nuevo aquella presencia en la mente, pero esta vez no le atacó.
Nuestras disculpas, Saphira. Nuestras disculpas, Eragon, pero teníamos que estar seguros de vuestras intenciones. Bienvenidos a la Cripta de las Almas. Llevamos mucho tiempo esperándoos. Y bienvenido tú también, primo. Nos alegramos de que sigas vivo. ¡Recupera ahora tus recuerdos, sabiendo que por fin has completado tu labor!
Un resplandor de energía brilló entre Glaedr y aquella conciencia.
Un instante más tarde, Glaedr profirió mentalmente un rugido que a Eragon le provocó un intenso dolor en las sienes. Del dragón dorado surgió una maraña de emociones: pesar, triunfo, incredulidad, decepción y, por encima de todas ellas, una sensación de alivio y regocijo tan intensos que el propio Eragon se encontró sonriendo sin saber por qué. Y al buscar el contacto de la mente de Glaedr sintió no solo una mente, sino una multitud de ellas, todas susurrando y murmurando.
—¿Quién…? —susurró Eragon. Ante ellos, el hombre con la cabeza de dragón no se había movido ni un centímetro.
Eragon
—dijo Saphira—.
Mira la pared. Mira…
Miró. Y vio que la pared circular no estaba decorada con cristal, como le había parecido en un principio, sino que estaba cubierta de decenas y decenas de hornacinas, y cada una de ellas contenía una esfera brillante. Algunas eran grandes; otras, pequeñas; pero todas emitían un suave resplandor, como brasas ardiendo en los restos de una hoguera.
El chico sintió que el corazón se le paraba por un momento, y entonces comprendió.
Bajó la mirada hacia los objetos oscuros dispuestos sobre las gradas; eran lisos y ovoides, y parecían esculpidos en piedra de diferentes colores. En cuanto a las esferas, algunas eran más grandes y otras más pequeñas, pero tenían una forma que habría reconocido en cualquier parte.
Una oleada de calor le invadió y las rodillas le temblaron.
No puede ser.
Quería creer lo que veía, pero temía que fuera una ilusión creada para arrebatarle sus esperanzas. Sin embargo, la posibilidad de que lo que veía fuera real le dejó sin respiración, sobrecogido hasta tal punto que no sabía qué decir o hacer. La reacción de Saphira fue similar, o quizás aún más intensa.
Entonces la mente volvió a hablar:
No os equivocáis, jovencitos, ni os engañan vuestros sentidos. Somos la esperanza secreta de nuestra raza. Aquí se encuentran nuestros corazones de corazones (los últimos eldunarís libres de la Tierra), y aquí están los huevos que hemos custodiado durante más de un siglo.
Por un momento, Eragon se quedó paralizado y sin aliento.
Entonces murmuró:
—Huevos, Saphira… Huevos.
Ella se estremeció, como de frío, y las escamas del lomo se le erizaron un poco.
¿Quién eres tú?
—le preguntó a la mente—.
¿Cómo podemos saber que eres de confianza?
Dicen la verdad, Eragon
—intervino Glaedr, en el idioma antiguo—.
Lo sé, porque Oromis estaba entre los que idearon el proyecto para la creación de este lugar.
¿Oromis…?
La otra mente habló antes de que Glaedr pudiera darle más explicaciones:
Me llamo Umaroth. Mi Jinete era el elfo Vrael, líder de nuestra orden antes de que la desgracia cayera sobre nosotros. Hablo por los demás, pero no estoy al mando, porque aunque muchos de nosotros estuvimos vinculados a Jinetes, la mayoría de ellos nunca lo estuvieron, y nuestros congéneres salvajes no reconocen ninguna autoridad que no sea la suya propia. —Y esto último lo dijo con un tono que revelaba cierta exasperación—. Sería muy confuso que habláramos todos a la vez, así que mi voz habla por los demás.
¿Eres tú…?
—preguntó Eragon, señalando al hombre plateado con cabeza de dragón que tenían enfrente.
No
—respondió Umaroth—.
Este es Cuaroc, Cazador del Nïdhwal y Azote de los Úrgalos. Silvarí la Hechicera le hizo el cuerpo que tiene ahora, de modo que tuviéramos un guardián para defendernos en caso de que Galbatorix o algún otro enemigo consiguiera entrar en la Cripta de las Almas.
Mientras Umaroth hablaba, el hombre con cabeza de dragón se echó la mano al pecho, abrió un cierre oculto y se abrió el torso, como si estuviera abriendo la puerta de un armario. El interior de su pecho albergaba un corazón de corazones violeta, rodeado de miles de cables plateados finos como cabellos.
Entonces Cuaroc cerró la placa de su pecho.
No, yo estoy aquí
—dijo Umaroth.
Y dirigió la vista de Eragon hacia una hornacina que contenía un gran eldunarí blanco.
Huevos y eldunarís. Eragon aún no podía creerse lo enorme de aquella revelación. Era como si la mente se le hubiera bloqueado, como si le hubieran dado un porrazo en la cabeza, lo cual no se alejaba mucho de la realidad.
Se dirigió hacia las gradas a la derecha del arco negro cubierto de glifos, hizo una pausa frente a Cuaroc y dijo, a la vez con la voz y con la mente:
—¿Puedo?
El hombre con cabeza de dragón apretó los dientes y se retiró con un par de sonoras pisadas, situándose junto al foso iluminado del centro de la sala. No obstante, no enfundó la espada, algo que a Eragon no le pasó desapercibido.
Maravillado y con cierta sensación de reverencia, el chico se acercó a los huevos. Al inclinarse hacia la grada inferior no pudo reprimir un soplido: allí había un huevo rojo y dorado que medía casi metro y medio de altura. En un movimiento instintivo, se quitó un guante y apoyó la palma de la mano desnuda contra el huevo. Estaba caliente al tacto, y cuando contactó con la mente a través de la mano, percibió la conciencia aletargada del dragón aún por nacer.
Sintió en la nuca el aliento de Saphira, que estaba a su lado.
Tu huevo era más pequeño
—recordó.
Eso es porque mi madre era más joven y más pequeña de tamaño que la dragona que puso este huevo.
Ah. No había pensado en ello.
Repasó el resto de los huevos y sintió un nudo en la garganta.
—Hay muchísimos —susurró.
Apoyó el hombro contra la enorme mandíbula de Saphira y sintió que temblaba. Era evidente que la dragona estaba deseando contactar con las mentes de los suyos, pero a ella también le costaba creer que lo que estaban viendo fuera real.
Rebufó y giró la cabeza para ver el resto de la sala. Luego emitió un rugido que sacudió el polvo del techo.
¿Cómo pudisteis?
—exclamó mentalmente—.
¿Cómo pudisteis escapar de Galbatorix? Los dragones no nos escondemos de la guerra. No somos cobardes que huyamos del peligro. ¡Explicaos!
No grites tanto, Bjartskular, o alterarás a los jóvenes que aún están en sus huevos
—la reprendió Umaroth.
Entonces habla, anciano, y dinos cómo pudo ser
—replicó ella, arrufando el hocico.
Por un momento pareció que aquello le había hecho gracia a Umaroth, pero cuando respondió, lo hizo con dureza y amargura.
Tienes razón: no somos cobardes, y no nos escondemos del combate, pero incluso los dragones pueden esperar su momento para pillar a su presa desprevenida. ¿No estás de acuerdo, Saphira?
Ella volvió a rebufar y agitó la cola de un lado al otro.
No somos como los Fanghurs o las víboras, que abandonan a sus pequeños para que vivan o mueran según dicte el destino. Si hubiéramos participado en la batalla de Doru Araeba, solo habríamos conseguido que nos destruyeran. La victoria de Galbatorix habría sido absoluta (y de hecho, él cree que lo fue) y nuestra raza habría desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.
Cuando se hizo evidente el alcance del poder y de la ambición de Galbatorix
—intervino Glaedr—,
y cuando nos dimos cuenta de que él y los traidores que le secundaban intentaban atacar, Vroengard, Vrael, Umaroth, Oromis y yo y unos cuantos más decidimos que sería mejor esconder los huevos de dragón, así como unos cuantos eldunarís. Resultó fácil convencer a los dragones salvajes; Galbatorix les estaba dando caza y no tenían defensas contra su magia. Vinieron aquí y confiaron a sus crías por nacer a Vrael, y las dragonas que pudieron, pusieron sus huevos (cuando quizás hubieran esperado a más adelante), puesto que sabíamos que la supervivencia de nuestra raza estaba en peligro. Según parece, hicimos bien en tomar esas precauciones.
Eragon se frotó las sienes.
—¿Cómo es que no sabías esto antes? ¿Por qué no lo sabía Oromis? ¿Y cómo es posible ocultar sus mentes? Me dijiste que eso no se podía hacer.
Y no se puede
—respondió Glaedr—,
o por lo menos no con magia de forma exclusiva. En este caso, no obstante, lo que no se puede conseguir con la magia se logra con la distancia. Por eso estamos a tanta profundidad, kilómetro y medio bajo el monte Erolas. Aunque a Galbatorix o a los Apóstatas se les hubiera ocurrido buscar con la mente en un lugar tan poco probable, la roca que hay por medio les habría impedido sentir nada más que un confuso flujo de energía, que habrían atribuido a remolinos en las corrientes de magma de la Tierra que pasan por aquí debajo. Es más, antes de la batalla de Doru Araeba, hace más de cien años, se sumió a todos los eldunarís en un trance tan profundo que simulaba la muerte, lo que dificultaba mucho más aún su localización. Pensábamos despertarlos tras el final de la guerra, pero los que construyeron este lugar también formularon un hechizo que los despertaría del trance tras un número determinado de lunas.