Authors: Christopher Paolini
La tormenta en el interior de Glaedr se apaciguó un tanto, pero continuaba siendo imponente y amenazadora, como si se encontrara al borde de cobrar una fuerza renovada.
Eso…, eso sería muy agradable.
Entonces volaremos juntos muy pronto. Pero, maestro…
¿Sí, jovencita?
Hay una cosa que me gustaría preguntarte, primero.
Pues pregúntalo.
¿Ayudarás a Eragon con la espada? ¿Puedes ayudarlo? No tiene la habilidad que necesita, y no quiero perder a mi Jinete.
Saphira lo dijo con una gran dignidad, pero no pudo evitar cierto tono de súplica en sus palabras. A Eragon se le hizo un nudo en la garganta: las amenazadoras tormentas se replegaron sobre sí mismas, descubriendo un paisaje gris y desolado que le pareció inexpresablemente triste. Glaedr se quedó callado un momento. Unas extrañas e incompletas figuras empezaron a moverse despacio por su horizonte interior, como unos enormes monolitos que Eragon no deseó ver más de cerca.
Muy bien
—dijo Glaedr, al cabo de un rato—.
Haré lo que pueda por tu Jinete, pero cuando hayamos terminado en ese aspecto, tiene que permitir que le enseñe lo que yo considere adecuado.
De acuerdo
—repuso Saphira.
Eragon se dio cuenta de que Arya y los elfos se relajaban un poco, como si hubieran estado aguantando la respiración durante todo el rato.
En ese momento, Trianna y otros magos que prestaban servicio con los vardenos acababan de contactar con él, y Eragon tuvo que separarse un momento de los demás para dedicarles su atención.
Querían saber qué era lo que habían sentido en sus mentes, y qué era lo que había inquietado tanto a los hombres y a los animales. Trianna, elevando la voz por encima de los demás, preguntó:
¿Nos están atacando, Asesino de Sombra? ¿Se trata de Thorn?
¿Es Shruikan?
Su pánico era tan fuerte que Eragon deseó dejar caer la espada y el escudo y correr para ponerse a salvo.
No, todo va bien
—respondió con toda la calma de la que fue capaz. La existencia de Glaedr todavía era un secreto para la mayoría de los vardenos, incluida Trianna y los magos que estaban a su mando. Mentir durante una comunicación mental resultaba extremadamente difícil, pues era casi imposible evitar pensar en aquello que uno deseaba ocultar, así que Eragon se esforzó por que la conversación fuera muy corta—:
Los elfos y yo estamos practicando unos hechizos. Os lo explicaré luego. No os preocupéis, no pasa nada.
Se daba cuenta de que no los había convencido del todo, pero no insistieron más. Se despidieron de él y apartaron sus mentes del ojo interior de Eragon. Arya pareció notar un cambio en su comportamiento, porque se acercó a él y, en voz baja, le preguntó:
—¿Va todo bien?
—Sí, bien —respondió el chico también en voz baja. Hizo un gesto con la cabeza hacia los hombres, que en ese momento estaban recogiendo sus armas—: He tenido que responder a unas cuantas preguntas.
—Ah. Espero que no les hayas dicho que…
—Por supuesto que no.
Tomad vuestras posiciones, como antes
—dijo Glaedr en ese momento, con voz de trueno.
Inmediatamente, Eragon y Arya se separaron y se colocaron a seis metros de distancia el uno del otro. El chico, aunque se daba cuenta de que era un error, no pudo reprimirse y preguntó:
Maestro, ¿de verdad puedes enseñarme lo que necesito saber antes de que lleguemos a Urû’baen? Nos queda muy poco tiempo, y yo…
Te lo puedo enseñar ahora mismo si me escuchas
—respondió Glaedr—.
Pero tendrás que escuchar con más atención que hasta ahora.
Te escucho, maestro.
Sin embargo, Eragon no podía evitar dudar de lo que un dragón sabía sobre la lucha con la espada. Seguramente Glaedr había aprendido mucho de Oromis, al igual que Saphira había aprendido de Eragon, pero a pesar de la experiencia que habían compartido, Glaedr nunca había empuñado una espada: ¿cómo hubiera podido hacerlo?
Que le enseñara a él cómo manejar la espada sería como si Eragon enseñase a un dragón a navegar por las corrientes cálidas que se elevan desde el flanco de una montaña: podía hacerlo, pero nunca sería capaz de explicarlo tan bien como Saphira, pues su conocimiento no era directo y, por mucho que hubiera observado ese fenómeno, siempre estaría en desventaja. Eragon procuró guardar sus dudas para sí. Sin embargo, Glaedr debió de notar algo, pues soltó un bufido divertido —o, más bien, lo imitó con su mente: era difícil olvidar las costumbres del cuerpo— y dijo:
Toda gran lucha es lo mismo, Eragon, igual que todos los grandes guerreros hacen lo mismo. A partir de cierto punto, no importa si uno pelea con una espada, una garra, un diente o una cola. Es verdad que uno ha de tener destreza con su arma, pero cualquiera que disponga de tiempo y de la inclinación necesaria puede conseguir una buena técnica. Pero para llegar a la maestría hace falta arte. Es necesario imaginación y reflexión. Y estas son las cualidades que todos los grandes guerreros comparten, aunque, en apariencia, parezcan completamente distintos.
Glaedr se quedó en silencio un momento, pero al final, dijo:
Bueno, ¿qué fue lo que te dije?
Eragon no necesitó hacer memoria.
Que tenía que aprender a ver lo que estaba mirando. Y lo he intentado, maestro. De verdad.
Pero todavía no lo ves. Fíjate en Arya. ¿Por qué ella es capaz de vencerte una y otra vez? Porque te comprende, Eragon. Ella sabe quién eres y cómo piensas, y es eso lo que le permite ganarte con tanta seguridad. ¿Por qué Murtagh fue capaz de derrotarte en los Llanos Ardientes a pesar de que no era ni remotamente tan fuerte ni tan rápido como tú?
Porque yo estaba cansado y…
¿Y cómo es que consiguió herirte en la cadera la última vez que os encontrasteis, mientras que tú solo fuiste capaz de hacerle un rasguño en la mejilla? Te lo diré, Eragon: no fue porque tú estuvieras cansado y él no. No, fue porque él te comprende, Eragon, y tú no le comprendes a él. Murtagh sabe más que tú, y por eso tiene poder sobre ti, igual que Arya. Mírala, Eragon. Mírala bien. Ella ve quién eres, pero ¿eres tú capaz de ver quién es ella? ¿La ves con la claridad suficiente para derrotarla en la batalla?
Eragon clavó los ojos en los de Arya: vio en ellos una actitud decidida y un tanto defensiva, como si lo desafiara a descubrir sus secretos y, al mismo tiempo, tuviera miedo de lo que podía pasar si él lo hacía. Eragon se sintió inseguro. ¿De verdad la conocía tan bien como creía? ¿O se había engañado a sí mismo al confundir lo superficial con lo profundo?
Te has permitido enojarte más de la cuenta
—dijo Glaedr en tono amable—.
La rabia tiene un lugar, pero en este caso no te ayudará. El camino del guerrero es el camino del conocimiento. Si ese conocimiento requiere que utilices la rabia, entonces lo haces, pero no podrás obtener conocimiento si pierdes la calma. Si lo haces así, el dolor y la frustración serán tu única recompensa.
»Debes ser capaz de encontrar un estado de calma aunque cien voraces enemigos estén pisándote los talones. Vacía tu mente y permite que sea como un tranquilo lago que lo refleja todo y, a pesar de ello, permanece inalterable. La comprensión te llegará en ese estado de vacío, cuando te hayas liberado de los miedos irracionales relacionados con la victoria y la derrota, la vida y la muerte.
»No se pueden prever todas las eventualidades, y no tendrás el éxito garantizado cada vez que te enfrentes a un enemigo, pero si eres capaz de abarcarlo todo sin dejarte nada podrás adaptarte a cualquier cambio. El guerrero que tiene mayor facilidad para adaptarse a lo inesperado es el que vive más tiempo.
»Así pues, mira a Arya, ve lo que estás mirando, y luego sigue el curso de acción que te parezca más adecuado. Y cuando estés en plena lucha, no permitas que los pensamientos te distraigan. Piensa sin pensar, de tal forma que actúes como por instinto y no por la razón. Ve y pruébalo.
Eragon se concentró un instante para reflexionar acerca de todo lo que sabía de Arya: lo que le gustaba y lo que no, sus costumbres y sus gestos, los sucesos más importantes de su vida, lo que temía y lo que deseaba, y, lo más importante de todo, su carácter profundo…, aquello que dirigía su posicionamiento en la vida… y en la lucha.
Eragon pensó en todo eso y a partir de ahí intentó adivinar la esencia de su personalidad. Era una tarea descomunal, pues se trataba de verla de una forma distinta a como la veía habitualmente —una mujer hermosa a quien admiraba y quería— y de descubrir quién era ella en realidad, una persona con sus propias necesidades y deseos. Y de todo ello intentó sacar tantas conclusiones como le fue posible en ese breve instante, aunque temía que estas fueran infantiles y demasiado simples. Luego, apartó de su mente toda duda, dio un paso hacia delante y levantó la espada y el escudo.
Sabía que Arya estaría esperando que intentara algo distinto, así que empezó el combate tal como ya lo había hecho en dos ocasiones anteriores: avanzó en diagonal hacia el hombro derecho de ella, como si quisiera pasar por el lado exterior de su escudo y descargar un golpe en su costado. Esa artimaña no la iba a engañar, pero, por lo menos, la mantendría en la duda de qué era lo que de verdad estaba tramando. Y cuanto más tiempo pudiera mantenerla en esa incertidumbre, mejor.
Pero entonces, Eragon pisó una piedra, se trastabilló un poco y tuvo que cambiar el peso de su cuerpo a la otra pierna para no perder el equilibrio. Ese percance no provocó más que una casi indetectable inseguridad en la suavidad de su paso, pero Arya, a quien no le pasó desapercibido, aprovechó y saltó hacia él con un alarido de guerra.
Sus espadas entrechocaron una, dos veces. Entonces el chico se giró y —poseído por una inquebrantable convicción de que la elfa iba a descargarle un golpe en la cabeza— lanzó una estocada en dirección a su pecho con toda la rapidez de la que fue capaz, apuntando directamente al esternón, pues sabía que ella tendría que dejarlo al descubierto cuando levantara la espada.
Su intuición era correcta, pero calculó mal.
Eragon le dio la estocada con tanta rapidez que Arya todavía no había tenido tiempo de levantar el brazo, así que la azulada punta de
Brisingr
dio contra la empuñadura de la espada de la elfa y salió rebotada hacia arriba sin causar el menor daño.
Al cabo de un instante, todo giraba alrededor de Eragon. Su campo de visión se llenó de chispazos rojos y anaranjados. Trastabilló y cayó sobre una rodilla, apoyándose con las manos en el suelo para no derrumbarse. Un pitido sordo le llenaba los oídos.
Poco a poco, el sonido fue perdiendo intensidad y, entonces, Eragon oyó que Glaedr decía:
No te esfuerces por ser rápido, Eragon. No te esfuerces tampoco en ir despacio. Simplemente, muévete en el instante adecuado y tu golpe no será ni precipitado ni lento, sino que será fácil. El tempo lo es todo en la batalla. Debes prestar una gran atención al ritmo y a la forma de moverse de tus contrincantes: en qué momento son fuertes y en qué momento son débiles, cuándo se muestran tensos y cuándo flexibles. Acomódate a ese ritmo si eso sirve a tu objetivo, y confúndelos cuando no te sirva. De esta manera podrás dar forma al curso de la batalla como te plazca. Esto lo tienes que comprender profundamente. Grábatelo en la mente y piensa en ello más tarde…
¡Y ahora, inténtalo de nuevo!
Con la mirada fija en Arya, Eragon se puso en pie, sacudió la cabeza y volvió a ponerse en guardia por enésima vez. Al hacerlo, los golpes y las magulladuras que tenía por todo el cuerpo le provocaron un agudo dolor que hicieron que se sintiera como si fuera un viejo artrítico.
Arya se apartó la melena del rostro y le dirigió una sonrisa. Pero esa actitud no afectó a Eragon, que se había concentrado en la tarea que tenía entre manos y que no estaba dispuesto a caer en la misma trampa por segunda vez. Sin esperar a que la sonrisa se desdibujara del rostro de la elfa, Eragon se lanzó contra ella con
Brisingr
al lado del cuerpo y el escudo por delante. Tal como esperaba, la posición de la espada tentó a Arya a descargar un golpe preventivo y precipitado que le hubiera dado en el cuello si la elfa hubiera conseguido tocarlo.
Pero el chico se agachó en el último momento y paró el golpe con el escudo. Al mismo tiempo, levantó la espada hacia arriba y hacia un lado de Arya, como lanzando un golpe contra sus piernas y caderas, pero ella interceptó la espada con el escudo y le dio un empujón tan fuerte que Eragon se quedó sin aire en los pulmones.
Se hizo un instante de calma. Los dos giraban, el uno frente al otro, buscando un punto débil por donde atacar. El ambiente estaba cargado de tensión, y los dos se observaban mutuamente. Sus movimientos eran rápidos y bruscos debido al exceso de energía que se acumulaba en sus cuerpos.
De repente, toda esa tensión se liberó con la frialdad de un cristal roto. Eragon lanzó una estocada que ella paró y ambos se enzarzaron en la pelea. Sus espadas se movían a tal velocidad que eran casi invisibles. Mientras combatían, Eragon mantenía los ojos clavados en los de ella, pero también estaba atento —tal como Glaedr le había dicho que hiciera— a su ritmo y a sus movimientos sin olvidar en ningún momento quién era y cómo era más probable que reaccionara.
Eragon deseaba tanto ganar que le parecía que, si no lo conseguía, estallaría de la frustración.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, Arya lo pilló por sorpresa: le dio un golpe en las costillas con la empuñadura de la espada.
Eragon se quedó quieto y soltó una maldición.
Ha estado mejor
—dijo Glaedr—.
Mucho mejor. Tu tempo ha sido casi perfecto.
Pero no del todo.
No, no del todo. Todavía estás demasiado enojado, y aún no has vaciado la mente. No te desprendas de aquello que necesitas recordar, pero no permitas que eso te distraiga de lo que sucede.
Encuentra un lugar de calma dentro de ti y deja que las preocupaciones del mundo te atraviesen sin arrastrarte. Deberías sentirte igual que cuando Oromis te hizo escuchar los pensamientos de las criaturas del bosque. En ese momento eras consciente de todo lo que sucedía a tu alrededor, pero no te agarrabas a ningún detalle.
No te limites a mirar a Arya a los ojos. Tu mirada es demasiado limitada, busca demasiado el detalle.
Pero Brom me dijo que…