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Authors: Christopher Paolini

Legado (15 page)

BOOK: Legado
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—¡Ja! —exclamó, y su grito se confundió con el entrechocar de las espadas.

Eragon empujó a Wyrden y saltó tras él, acribillándolo con unos cuantos golpes furiosos. Continuaron luchando en el césped durante unos minutos. Eragon consiguió asestar el primer golpe —un suave roce sobre la cadera de Wyrden—, y también el segundo, pero a partir de ese momento el combate estuvo más equilibrado, como si el elfo hubiera aprendido su manera de luchar y empezara a anticiparse a sus movimientos de ataque y de defensa.

Eragon rara vez tenía la oportunidad de ponerse a prueba con alguien tan rápido y fuerte como Wyrden, así que disfrutaba del duelo que mantenía con el elfo. Pero su placer duró poco, pues Wyrden le asestó cuatro golpes en una rápida sucesión: uno en el hombro, dos en las costillas y un tajo en el abdomen. Los golpes le escocieron, pero su orgullo todavía lo hizo más. Le preocupaba que el elfo hubiera podido esquivar sus defensas con tanta facilidad. Sabía que, si estuvieran luchando en serio, hubiera podido derrotar al elfo durante los primeros intercambios, pero eso le ofrecía escaso consuelo.

No deberías haber permitido que te golpeara tanto
—comentó Saphira.

Sí, ya me doy cuenta
—respondió Eragon, con un gruñido.

¿Quieres que lo tumbe por ti?

No…, hoy no.

De mal humor, Eragon bajó la espada y le agradeció a Wyrden que hubiera entrenado con él. El elfo le dedicó una inclinación de cabeza y dijo:

—De nada,
Asesino de Sombra
.

Y regresó con sus camaradas.

Eragon dejó
Brisingr
en el suelo, entre sus pies —lo cual no hubiera hecho nunca si la espada hubiera sido de acero normal—, y apoyó las manos en la empuñadura mientras observaba a los hombres y a los animales que se apiñaban en la carretera que salía de la enorme ciudad de piedra. El desorden de sus filas había disminuido considerablemente, así que pensó que no tardarían mucho en oír la llamada de los cuernos indicando a los vardenos que avanzaran.

Mientras, Eragon continuaba sintiéndose inquieto.

Miró a Arya, que estaba al lado de Saphira, y sonrió. Apoyando
Brisingr
en la espalda, se acercó a paso lento y, cuando estuvo cerca de la elfa, dijo señalando su espada:

—Arya, ¿qué me dices? Tú y yo solo entrenamos juntos en Farthen Dûr. —Sonrió otra vez y, haciendo una floritura con
Brisingr
, añadió—: He mejorado un poco desde entonces.

—Sí, has mejorado.

—¿Qué me dices, pues?

Arya miró hacia los vardenos con expresión ceñuda y se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Mientras los dos caminaban hacia la extensión de césped, Eragon dijo:

—No vas a poder superarme con tanta facilidad como antes.

—Estoy segura de que tienes razón.

Arya preparó su espada. Se colocaron el uno frente al otro, a unos nueve metros de distancia. Eragon, confiado, avanzó con agilidad hacia ella, sabiendo de antemano dónde le asestaría el golpe: en el hombro izquierdo. Arya no hizo ningún ademán de moverse ni de esquivarlo. Cuando Eragon se encontraba a menos de cuatro metros de ella, le dedicó una sonrisa tan cálida y luminosa que toda su hermosura se vio resaltada por ella. Eragon dudó un instante y todos sus pensamientos se desvanecieron.

Un rayo de acero volaba hacia él.

Eragon levantó con torpeza
Brisingr
para parar el golpe. La punta de su espada dio contra algo sólido —empuñadura, hoja o músculo, no estaba seguro—, pero fuera lo que fuera se dio cuenta de que había calculado mal la distancia y de que esa mala reacción lo había dejado vulnerable a cualquier ataque. No tuvo tiempo de detener el impulso hacia delante: otro golpe le obligó a bajar el brazo y, rápidamente, sintió un agudo dolor en el abdomen. Arya lo había tocado y lo había derribado.

Eragon aterrizó de espaldas soltando un gruñido y sin aire en los pulmones. Miró al cielo, abrió la boca para respirar pero le fue imposible hacerlo. Sentía el abdomen duro como la piedra, y no era capaz de llenarse los pulmones de aire. Ante sus ojos se formó una constelación de lucecitas violetas y, durante unos segundos que le parecieron interminables, pensó que iba a perder la conciencia. Pero al final los músculos de su abdomen se relajaron y pudo volver a respirar con normalidad.

Al cabo de unos momentos, con la cabeza más despejada, se puso en pie apoyándose en
Brisingr
. Sin soltar el apoyo, como un anciano encorvado sobre su bastón, esperó a que el dolor del abdomen se le pasara.

—Has hecho trampa —dijo, apretando los dientes.

—No, he aprovechado la debilidad de mi contrincante, que es una cosa muy distinta.

—¿Tú crees que… eso es «debilidad»?

—En la lucha, sí. ¿Deseas que continuemos?

Por toda respuesta, Eragon levantó
Brisingr
del suelo, volvió a colocarse en la posición inicial y levantó la espada.

—Bien —dijo Arya, imitándole.

Esta vez, Eragon se aproximó a ella con mayor precaución, y Arya no se quedó quieta. La elfa avanzaba con pasos medidos y sin apartar sus claros ojos verdes de él ni un momento.

Arya hizo un movimiento rápido y Eragon se encogió. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración, así que se obligó a relajarse y, dando otro paso hacia delante, se giró sobre sí mismo con toda la fuerza y velocidad de que fue capaz. Ella paró el golpe, que iba directo a sus costillas, lanzando la espada en dirección a la axila de Eragon, que había quedado desprotegida. Pero el irregular filo de su espada resbaló sobre el dorso de la mano libre de Eragon, rasgando la malla del guante, y él empujó la espada lejos. En ese momento el torso de Arya quedó desprotegido, pero se encontraban demasiado cerca el uno del otro para que él pudiera aprovecharlo. Así que Eragon se lanzó hacia delante y le golpeó en la clavícula con la empuñadura de la espada con intención de tumbarla al suelo, tal como ella le había hecho a él. De repente, y sin saber cómo había sucedido, Eragon se encontró inmovilizado bajo uno de los brazos de Arya, que lo sujetaba por la garganta; la punta de la espada le apretaba la mejilla. Arya, a sus espaldas, le susurró al oído:

—Te hubiera podido cortar la cabeza con la misma facilidad con que arranco una manzana de un árbol.

Y le dio un empujón, soltándolo. Enojado, Eragon se dio media vuelta y vio que ella ya lo estaba esperando con la espada preparada y una expresión de determinación en el rostro. el chico cedió a su rabia y se lanzó contra ella.

Intercambiaron cuatro golpes, a cual más terrible. Arya lanzó el primero, hacia las piernas. Eragon rechazó el golpe y lanzó la espada hacia su cintura, pero ella saltó hacia atrás y esquivó la brillante hoja de
Brisingr
. Sin darle oportunidad a responder, Eragon la siguió y, con un gesto circular y taimado, quiso asestarle un corte que ella paró con una facilidad engañosa. Entonces Arya dio un paso hacia delante y, ligera como el ala de un pájaro, asestó un tajo en el vientre de Eragon.

Después de eso, Arya mantuvo su posición, su rostro a pocos centímetros del de él. Tenía la frente perlada de sudor y las mejillas encendidas. Luego se separaron con un cuidado extremo.

Eragon se colocó bien la túnica y se agachó al lado de Arya. La rabia del combate ya había desaparecido y se sentía completamente lúcido, aunque no del todo cómodo.

—No lo comprendo —dijo en voz baja.

—Te has acostumbrado demasiado a luchar contra los soldados de Galbatorix. Ellos no pueden igualarte en el combate, así que corres riesgos que no te atreverías a correr en otras circunstancias. Tus movimientos de ataque son demasiado evidentes. No deberías confiar por completo en la fuerza, y te has relajado mucho en la defensa.

—¿Me ayudarás? —pidió Eragon—. ¿Me entrenarás cada vez que puedas?

Ella asintió con la cabeza.

—Por supuesto. Pero si no puedo hacerlo, acude a Blödhgarm. Él es tan hábil con la espada como yo. Lo único que necesitas es práctica, una práctica adecuada.

Eragon acababa de abrir la boca para darle las gracias cuando sintió contra su mente la presencia de una conciencia que no era la de Saphira. Era una conciencia vasta y temible, sumida en la más profunda de las melancolías, y con una tristeza tan grande que Eragon sintió un nudo en la garganta y le pareció que los colores del mundo perdían su brillo. Entonces, con una voz profunda y lenta, como si hablar fuera un esfuerzo de proporciones insoportables, el dragón dorado Glaedr dijo:

Debes aprender… a ver lo que estás mirando.

Después se desvaneció, dejando un vacío negro tras de sí.

Eragon miró a Arya, que parecía tan sorprendida como él: también había oído las palabras de Glaedr. Blödhgarm y los demás elfos, que estaban más allá, se mostraban inquietos y murmuraban. También Saphira, desde el otro lado de la carretera, había girado la cabeza e intentaba echar un vistazo al interior de las alforjas. Eragon se dio cuenta de que todos ellos lo habían oído. Arya y Eragon se levantaron del suelo y corrieron hasta Saphira.

No me contesta; estuviera donde estuviera, ha regresado, y no presta atención más que a su tristeza. Mira…

Eragon unió su mente a la de Saphira y a la de Arya. Los tres proyectaron sus pensamientos hacia el corazón de corazones de Glaedr, escondido dentro de la alforja. Notaron que aquella parte del dragón estaba más fuerte que antes, pero todavía tenía la mente cerrada a la comunicación con el exterior. Encontraron su conciencia apática e indiferente, igual que había estado desde que Galbatorix asesinó a Oromis, su Jinete. Eragon, Saphira y Arya intentaron sacar al dragón de su letargo, pero Glaedr los ignoró por completo, les prestó la misma atención que la que prestaría un oso en hibernación a unas cuantas moscas revoloteando sobre su cabeza. A pesar de todo, después de oír las palabras del dragón, Eragon no podía evitar pensar que su indiferencia no era tan absoluta como parecía.

Finalmente, los tres tuvieron que admitir su derrota y regresaron a sus cuerpos. Mientras Eragon volvía en sí, oyó que Arya decía:

—Quizá, si pudiéramos tocar su eldunarí…

De inmediato, Eragon enfundó
Brisingr
, saltó sobre la pata delantera derecha de Saphira y trepó hasta la silla colocada sobre su cruz. Desde allí, se giró y empezó a desatar los nudos de la alforja.

Ya había desatado el primero y estaba ocupado en el segundo cuando oyeron la viva llamada de un cuerno procedente de la cabeza del ejército de vardenos: anunciaban su inminente avance. El enorme grupo de hombres y animales inició la marcha con movimientos que eran inseguros al principio, pero que fueron ganando decisión y fluidez poco a poco.

Eragon miró a Arya, indeciso, pero la elfa resolvió su dilema diciendo:

—Esta noche, hablaremos esta noche. ¡Ve! ¡Vuela con el viento!

Rápidamente, Eragon volvió a atar los nudos de la alforja, deslizó los pies por las sujeciones que había a cada lado de la silla y las ajustó para asegurarse de no caer cuando Saphira estuviera volando.

Luego la dragona se agachó para tomar impulso, emitió un rugido de alegría y saltó hacia el camino. Los hombres se tiraron al suelo, y los caballos se desbocaron al ver que la dragona desplegaba sus enormes alas. Pronto, Eragon y ella se alejaron del suelo y penetraron en la lisa expansión del cielo.

Eragon cerró los ojos y levantó el rostro, alegre de abandonar Belatona por fin. Después de haber pasado una semana en la ciudad sin nada que hacer excepto comer y descansar —pues Nasuada había insistido en ello—, estaba ansioso por continuar el viaje hacia Urû’baen.

Cuando Saphira se estabilizó de nuevo, a cientos de metros por encima de los picos y las torres de la ciudad, Eragon dijo:

¿Crees que Glaedr se recuperará?

Nunca volverá a ser el mismo.

No, pero espero que encuentre la manera de superar su dolor. Necesito su ayuda, Saphira. Hay muchas cosas que todavía no sé. Sin él, no tengo a nadie a quien preguntar.

La dragona permaneció en silencio unos instantes. Solo se oía el aleteo de sus alas.

No podemos meterle prisa
—dijo, finalmente—.
Ha sufrido la peor herida que un dragón o un Jinete pueden sufrir. Antes de que pueda ayudarte a ti, o a mí, o a cualquier otro, debe decidir que desea continuar viviendo. Hasta que no lo haga, nuestras palabras no le llegarán.

Sin honor y sin gloria:
solo unas ampollas

Cada vez se oía más cerca a los perros: sus aullidos anunciaban su ansia de sangre.

Roran tomó con fuerza las riendas y se agachó sobre el cuello del caballo al galope. El sonido de los cascos contra el suelo resonaba como un trueno.

Él y sus cinco hombres —Carn, Mandel, Baldor, Delwin y Hamund

— habían robado unos caballos del establo de una casa de campo que se encontraba a menos de un kilómetro y medio de distancia.

Aunque los mozos no se habían tomado a la ligera el robo, las espadas habían bastado para que se callaran sus objeciones. Pero debían de haber alertado a los guardias de la casa después de que Roran y sus acompañantes hubieron partido, pues ahora los perseguían diez guardias con una manada de perros de caza.

—¡Allí! —gritó Roran, señalando una delgada línea de abedules que se alargaba entre dos colinas cercanas y que no seguía el curso de ningún río.

Al oírlo, los hombres desviaron a sus caballos de la carretera de tierra apisonada y se dirigieron hacia los árboles. El suelo irregular los obligaba a disminuir la velocidad, cosa que hicieron solamente un poco, arriesgándose a que los caballos metieran el pie en un agujero y se rompieran una pata o desmontaran a su jinete. A pesar del peligro que eso suponía, permitir que los perros los alcanzaran todavía era peor.

Roran clavó las espuelas en los costados de su montura.

—¡Yea! —gritó con todas sus fuerzas y a pesar de que tenía la garganta llena de polvo.

El caballo aceleró todavía más la marcha y, poco a poco, fue alcanzando a Carn. Roran sabía que llegaría un momento en que el caballo no podría continuar con esa velocidad por mucho que él le clavara las espuelas o le diera latigazos con los extremos de las riendas. Detestaba comportarse de forma tan cruel, y no tenía ningún deseo de matar al animal de cansancio, pero no tenía intención de salvar la vida de un caballo si eso significaba echar a perder su misión.

En cuanto llegó al lado de Carn, gritó:

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