Legado (18 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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¿Un «cernido» de dragones? No suena muy adecuado. Tampoco funciona hablar de una «llamarada» ni de un «cataclismo», aunque yo prefiero «cataclismo»… Pensándolo bien: un cataclismo de dragones… Pero no, una manada de dragones es una tronada. Y todo eso lo sabrías si tu educación hubiera incluido algo más que manejar un arma y conjugar cuatro verbos en el idioma antiguo.

—Tienes razón —asintió Eragon. Gracias al perpetuo vínculo que mantenía con Saphira percibió que ella también aprobaba la expresión

«una tronada de dragones», y él estaba de acuerdo: era una descripción muy adecuada. Permaneció pensativo unos instantes y, finalmente, preguntó—: ¿Y por qué Garzhvog te ha llamado Uluthrek?

—Es el título que los úrgalos me otorgaron hace mucho mucho tiempo, cuando viajaba con ellos.

—¿Y qué significa?

—Comedora de Luna.

—¿Comedora de Luna? Vaya un nombre extraño. ¿Por qué te llamaron así?

—Porque me comí la Luna, por supuesto. ¿Por qué, si no?

Eragon frunció el ceño y se concentró en acariciar al gato unos instantes.

—¿Por qué te ha dado Garzhvog esa piedra?

—Porque le he contado una historia. Creí que eso era evidente.

—Pero ¿qué es?

—Un trozo de roca. ¿Es que no lo has visto? —Chasqueó la lengua con cara de desaprobación—. De verdad, deberías prestar más atención a lo que ocurre a tu alrededor. De lo contrario, cualquiera te podrá pillar desprevenido y clavarte un cuchillo. ¿Y entonces con quién intercambiaría yo comentarios crípticos? —Se apartó el pelo de la cara—. Adelante, hazme otra pregunta. Este juego me está gustando.

Eragon arqueó una ceja y, aunque sabía que sería inútil, preguntó:

—¿«Pío, pío»?

La herbolaria estalló en carcajadas; algunos de los gatos abrieron la boca, como si quisieran sonreír. Pero a Cazadora de Sombras pareció que no le gustaba la pregunta y clavó las uñas en las piernas de Eragon, que hizo una mueca de dolor.

—Bueno —dijo Angela, todavía riendo—, ya que quieres respuestas, esta es una buena historia. Vamos a ver… Hace varios años, cuando estaba viajando por los límites de Du Weldenvarden, lejos, hacia el oeste, a kilómetros y kilómetros de cualquier ciudad, pueblo o aldea, me encontré con Grimrr. En esa época, él solamente era el líder de una pequeña tribu de hombres gato, y todavía podía utilizar sus dos zarpas. Bueno, pues lo encontré jugando con un joven petirrojo que se había caído de un nido de uno de los árboles. No me hubiera molestado que lo hubiera matado y se lo hubiera comido, pues, al fin y al cabo, eso es lo que se supone que hacen los gatos.

Pero estaba torturando al pobre animalito: le tiraba de las alas, le mordisqueaba la colita, le permitía alejarse un poco y luego lo tumbaba al suelo otra vez… —Angela arrugó la nariz con expresión de desagrado—. Le dije que tenía que parar, pero él se limitó a gruñir y no me hizo caso. —Miró a Eragon con seriedad—. No me gusta que la gente me ignore. Así que le quité el pajarito y le lancé un hechizo: durante las semanas siguientes, cada vez que abría la boca, piaba como un pajarito.

—¿Piaba?

Angela asintió con la cabeza. Tenía el rostro iluminado por la hilaridad.

—Nunca en mi vida me había reído tanto. Ninguno de los hombres gato se acercó a él en una semana.

—No me extraña que te deteste.

—¿Y qué? Si no haces algún enemigo de vez en cuando, es que eres un cobarde… o algo peor. Además, valió la pena ver su reacción.

¡Oh, cómo se enfadó!

Cazadora de Sombras emitió un suave gruñido de advertencia y volvió a clavar las uñas en los muslos de Eragon. Este, haciendo otra mueca, dijo:

—Quizá será mejor que cambiemos de asunto.

—Ajá.

Pero antes de que pudiera sugerir otro tema de conversación, oyeron un fuerte grito procedente del centro del campamento. Su eco sonó tres veces entre las filas de tiendas y, luego, se apagó.

Eragon y Angela se miraron. Y entonces, los dos se pusieron a reír.

Cosas rumoreadas y cosas escritas

Es tarde
—dijo Saphira al ver que Eragon se acercaba a paso muy lento.

La dragona descansaba hecha un ovillo al lado de la tienda; a la luz de las antorchas, su cuerpo resplandecía como un montículo de brasas de color azul celeste. Lo miró con los párpados pesados.

Eragon se agachó a su lado y apoyó la frente contra la de ella mientras le acariciaba la rugosa mandíbula.

Lo es
—admitió, por fin—.
Y tú necesitas descansar después de haber pasado todo el día volando. Duerme. Nos veremos por la mañana
.

Saphira asintió con un lento parpadeo.

Eragon entró en la tienda y encendió una vela. Luego se quitó las botas y se sentó en el catre con las piernas cruzadas. Se concentró en hacer la respiración más lenta y dejó que su mente se fuera abriendo y expandiendo hasta entrar en contacto con todos los seres vivos que había a su alrededor, desde los gusanos y los insectos que se arrastraban por el suelo alrededor de Saphira hasta los guerreros de los vardenos; incluso hasta las pocas plantas que quedaban por la zona, cuya energía notó débil y huidiza en comparación con la encendida brillantez de la de cualquier animal por pequeño que fuera.

Permaneció así un rato, sentado y con la mente vacía de pensamientos, consciente de mil sensaciones agudas y sutiles, concentrado solo en el ritmo regular de su respiración.

Hasta él llegaban las voces lejanas de unos hombres que charlaban sentados alrededor de un fuego, montando guardia. El viento transportaba sus voces más lejos de lo que ellos suponían, tan lejos que el fino oído de Eragon podía distinguir las palabras. También percibía sus mentes, y hubiera podido conocer sus pensamientos si hubiera querido. Pero decidió respetar su intimidad, así que se limitó a escuchar.

Uno de ellos, que tenía la voz muy grave, estaba diciendo:

—… y cómo te miran por encima del hombro, como si uno fuera el ser más vil de la Tierra. La mitad de las veces ni siquiera contestan cuando se les hace una pregunta amistosa. Se limitan a darte la espalda y se van.

—Sí —asintió otro de los hombres—. Y sus mujeres…, hermosas como estatuas…, y ni la mitad de atractivas.

—Eso te pasa porque eres un cabrón muy feo, Svern, es por eso.

—No es culpa mía que mi padre tuviera la costumbre de seducir a todas las ordeñadoras que encontraba. Además, tú no puedes hablar mucho: la cara que tienes haría que tus propios hijos tuvieran pesadillas.

El guerrero de voz grave soltó un gruñido. Alguien tosió y escupió.

Eragon oyó el siseo de algo líquido al caer al fuego.

Otro hombre intervino en la conversación:

—A mí los elfos me gustan tan poco como a vosotros, pero los necesitamos para ganar esta guerra

—Pero ¿y si luego se vuelven contra nosotros? —preguntó el de la voz grave.

—Mira, mira —añadió Svern—. Recuerda lo que pasó en Ceunon y en Gil’ead. Con todos sus hombres, con todo su poder, y ni siquiera Galbatorix pudo evitar que treparan por sus murallas.

—Quizá no lo intentó —sugirió el tercer hombre.

Se hizo un largo silencio.

Luego, el hombre de voz grave dijo:

—Bueno, es una idea muy inquietante… Tanto si lo intentó como si no, no sé cómo podríamos impedir que los elfos consiguieran sus antiguos territorios en caso de que intentaran reclamarlos. Son más rápidos y fuertes; además, a diferencia de nosotros, no hay ni uno de ellos que no sepa emplear la magia.

—Ah, pero nosotros tenemos a Eragon —señaló Svern—. Él solo podría obligarlos a regresar a su bosque, si quisiera.

—¿Él? ¡Bah! Se parece más a un elfo que a los de su propia sangre. Yo no me fiaría más de su lealtad que de la de los úrgalos.

El tercer hombre intervino de nuevo:

—¿Os habéis dado cuenta de que siempre parece recién afeitado, sea cual sea la hora de la mañana?

—Debe de utilizar magia en lugar de cuchilla.

—Eso va contra el orden natural de las cosas, eso es. Eso y todos los hechizos que se lanzan hoy en día. Hace que uno desee esconderse en una cueva a esperar a que esos hechiceros se maten entre ellos.

—No me parece que te quejaras mucho cuando los sanadores utilizaron un hechizo en lugar de unas tenazas para quitarte la flecha del hombro.

—Quizá no, pero esa flecha no se me hubiera clavado en el hombro de no ser por Galbatorix. Y es él y su magia las que han provocado todo este lío.

Uno de ellos soltó un bufido de burla.

—Eso es cierto, pero apostaría hasta la última moneda que tengo a que, con o sin Galbatorix, tú hubieras acabado con una flecha clavada. Eres incapaz de hacer otra cosa que no sea luchar.

—Eragon me salvó la vida en Feinster, ¿sabes? —dijo Svern.

—Sí, y si nos vuelves a aburrir con esa historia otra vez, te haré fregar cazos durante una semana.

—Bueno, lo hizo…

Hubo otro silencio, que se rompió con el suspiro del guerrero de voz grave.

—Necesitamos encontrar una manera de protegernos. Ese es el problema. Estamos a merced de los elfos, de los magos, de los nuestros y de los suyos, y de cualquiera de las extrañas criaturas que deambulan por estas tierras. Para los que son como Eragon, todo va bien. Pero nosotros no tenemos tanta suerte. Lo que necesitamos es…

—Lo que necesitamos —intervino Svern— es a los Jinetes. Ellos pondrían orden en el mundo.

—Pffff. ¿Con qué dragones? No se puede tener Jinetes sin dragones. Además, continuaríamos sin poder defendernos, y eso es lo que me preocupa. No soy un niño, no puedo ir escondiéndome bajo las faldas de mamá, y si un Sombra apareciera ahora mismo en plena noche, no seríamos capaces de hacer nada para evitar que nos arrancara la cabeza de nuestro maldito cuerpo.

—Eso me recuerda… ¿Te has enterado de lo de Lord Barst? —preguntó el tercer hombre.

Svern asintió:

—Me dijeron que luego se comió su corazón.

—¿De quién habláis?

—Barst…

—¿Barst?

—Ya sabes, el conde que tiene esa finca cerca de Gil’ead…

—¿No es el que condujo a sus caballos hasta el Ramr para molestar…?

—Sí, ese. Bueno, pues se fue a ese pueblo y ordenó a todos los hombres que se unieran al ejército de Galbatorix. Lo mismo de siempre. Pero esta vez los hombres se negaron, y atacaron a Barst y a sus soldados.

—Valientes —dijo el hombre de la voz grave—. Idiotas, pero valientes.

—Bueno, Barst fue muy listo: había apostado arqueros alrededor del pueblo. Los soldados mataron a la mitad de los hombres y dejaron a los demás moribundos. Hasta aquí, nada nuevo. Entonces Barst va en busca del líder, del hombre que había empezado la pelea, ¡lo agarra del cuello y le arranca la cabeza solo con las manos!

—No.

—Como a un pollo. Y lo que es peor, también ordenó que quemaran viva a toda la familia de ese hombre.

—Barst debe de tener la fuerza de un úrgalo… para poder arrancarle la cabeza a un hombre —dijo Svern.

—Quizás haya un truco para hacerlo.

—¿Magia? —preguntó el de la voz grave.

—La verdad es que él siempre ha sido un hombre fuerte. Fuerte y listo. Se dice que cuando no era más que un jovenzuelo mató a un buey herido de un solo puñetazo.

—A mí me sigue pareciendo cosa de la magia.

—Eso es porque ves magos por todas partes.

El hombre de la voz grave soltó un gruñido, pero no replicó.

Entonces los tres hombres se separaron para hacer la ronda, y Eragon ya no oyó nada más. En cualquier otro momento, esa conversación lo hubiera preocupado. Pero ahora, gracias a la meditación, había permanecido tranquilo todo el rato y únicamente había hecho el esfuerzo de memorizar todo lo que decían para poder reflexionar acerca de ello en otro momento.

Cuando hubo ordenado las ideas, y sintiéndose tranquilo y relajado, volvió a cerrar su mente, abrió los ojos y alargó las piernas despacio para descansar los músculos agarrotados. El movimiento de la llama de una vela le llamó la atención y permaneció unos minutos contemplándola, embelesado.

Al cabo de un rato, fue al lugar donde antes había dejado las alforjas de Saphira y sacó la pluma, el pincel, la botellita de tinta y los trozos de pergamino que había pedido a Jeod unos días antes, así como el ejemplar de
Domia abr Wyrda
que el viejo erudito le había regalado. De vuelta en su tienda, se sentó en el catre y dejó el libro lejos de él para evitar mancharlo. Se puso el escudo sobre las rodillas, y encima de él colocó los trozos de pergamino. Luego abrió la botellita de tinta hecha con agalla de roble y mojó la punta de la pluma. La tienda se llenó del olor ácido y amargo de la tinta. Rozó la punta de la pluma en la boca de la botella para escurrir el exceso de tinta y, con cuidado, dibujó el primer trazo. El contacto de la pluma contra el pergamino producía un sonido seco. Eragon empezó a escribir las runas de su idioma nativo. Cuando terminó, comparó el resultado con el de la noche anterior para ver si su escritura había mejorado —y había mejorado solamente un poco— y con las runas que aparecían en
Domia abr Wyrda
, que utilizaba como modelo.

Escribió el alfabeto tres veces más prestando una atención especial a las formas que más le costaba trazar. Luego se puso a escribir sus pensamientos y observaciones acerca de los sucesos ocurridos durante ese día. Ese ejercicio le parecía útil no solo porque le ayudaba a practicar la escritura, sino porque también le ayudaba a comprender mejor todo lo que había visto y hecho a lo largo de una jornada. Y aunque era un trabajo laborioso, le gustaba escribir, pues era un reto que le resultaba estimulante. Además, le hacía pensar en Brom; recordaba que ese viejo contador de historias le había explicado el significado de cada una de las runas. Eso le ayudaba a sentirse más cerca de su padre. Cuando hubo terminado, limpió la pluma, cogió el pincel y colocó sobre el escudo un trozo de pergamino que ya estaba casi lleno de líneas de glifos del idioma antiguo. El modo de escritura de los elfos, la Liduen Kvaedhí, era mucho más difícil de imitar que las runas de los de su propia raza, pues sus formas eran muy complejas y sus trazos tenían que ser muy sueltos. Pero Eragon insistía por dos motivos: en primer lugar, no quería olvidar sus conocimientos sobre esa escritura; en segundo, si tenía que escribir algo en el idioma antiguo, era mucho más prudente hacerlo de esa manera, pues la mayoría de las personas no eran capaz de leerlo.

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