Authors: Christopher Paolini
Aunque Eragon tenía buena memoria, había empezado a darse cuenta de que iba olvidando los hechizos que Brom y Oromis le habían enseñado. Así que había decidido elaborar un diccionario de todas las palabras que conocía en el idioma antiguo. No era una idea muy original, pero recientemente había comprendido el valor que tenía ese trabajo. Así que estuvo ocupado en el diccionario unas cuantas horas más.
Cuando terminó, volvió a guardar los útiles de escritura en las alforjas y sacó el cofre que contenía el corazón de corazones de Glaedr. Durante un rato, se esforzó en sacar al viejo dragón de su letargo, tal como había hecho muchas otras veces, y como siempre, no lo consiguió. Sin embargo, Eragon se negaba a darse por vencido.
Sentado al lado del cofre abierto, estuvo leyendo en voz alta algunos pasajes del
Domia abr Wyrda
que hablaban de los muchos rituales de los enanos, algunos de los cuales ya conocía, hasta que llegó la hora más fría de la noche.
Finalmente dejó el libro, apagó la vela y se tumbó en el catre para descansar. Estuvo sumido en sus erráticos sueños de vigilia durante poco tiempo: cuando el primer rayo de luz apareció por el este, se puso en pie de un salto y repitió su ciclo de actividades de nuevo.
Ya había transcurrido la mitad de la mañana cuando Roran y sus hombres llegaron al grupo de tiendas que se levantaban al lado de la carretera. El chico estaba tan cansado que sus ojos solo pudieron distinguir una masa uniforme y gris.
A un kilómetro y medio hacia el sur se encontraba la ciudad de Aroughs, pero Roran solamente vio los rasgos más característicos de su perfil: unos muros blancos como el hielo, unas puertas enormes y cerradas con barrotes, así como muchas torres de piedra cuadradas y anchas.
Entraron en el campamento a caballo. Roran se sujetaba con fuerza al asidero de su silla. Los caballos también estaban a punto de caer, extenuados. Un jovenzuelo de aspecto esmirriado corrió hasta él, cogió las riendas de la yegua y tiró de ella hasta que el animal tropezó y se detuvo. Roran lo miró sin saber qué era lo que había pasado exactamente y, casi enseguida, le dijo:
—Tráeme a Brigman.
Sin pronunciar palabra, el chico se alejó corriendo por entre las tiendas. Sus pisadas levantaban el polvo de la tierra seca.
A Roran le pareció estar esperando una hora entera. La respiración agitada de la yegua igualaba el rápido latido de su corazón. Cada vez que miraba al suelo le parecía que este se movía, que retrocedía incesantemente hacia un punto muy lejano. Oyó el tintineo de espuelas. Unos doce guerreros se habían reunido cerca de allí con sus lanzas y sus escudos, y con una clara expresión de curiosidad en sus rostros. Entonces, al otro lado del campamento, vio que un hombre de espaldas anchas y vestido con una túnica azul se acercaba cojeando hacia Roran, utilizando una lanza rota a modo de bastón. Tenía una barba grande y poblada, pero llevaba el labio superior afeitado. Roran vio que estaba sudando, aunque no supo si era a causa del dolor o del calor.
—¿Tú eres
Martillazos
? —preguntó.
Roran emitió un gruñido de afirmación. Se soltó de la silla, metió la mano dentro de la túnica y le dio a Brigman el pergamino doblado que contenía las instrucciones de Nasuada. Brigman rompió el sello de cera con la uña del pulgar, leyó las órdenes y miró a Roran con ojos inexpresivos.
—Te estábamos esperando —dijo—. Uno de los hechiceros preferidos de Nasuada entró en contacto conmigo hace cuatro días y me dijo que ya habías partido, pero no creí que llegarías tan pronto.
—No ha sido fácil —dijo Roran.
Brigman hizo una mueca.
—No, estoy seguro de que no…, señor. —Le devolvió el trozo de pergamino—. Los hombres están a tus órdenes,
Martillazos
.
Estábamos a punto de lanzar un ataque contra la puerta oeste. Quizá desees dirigir la ofensiva.
Esa sugerencia tenía mala intención. A Roran todo le daba vueltas, y había vuelto a sujetarse a la silla de montar. Estaba demasiado agotado como para mantener una discusión dialéctica con alguien y salir bien parado, y lo sabía.
—Ordénales que descansen durante el día de hoy —dijo.
—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo, si no, esperas hacerte con la ciudad? Hemos necesitado toda la mañana para preparar el ataque, y no voy a quedarme sentado con los brazos cruzados mientras tú recuperas unas cuantas horas de sueño. Nasuada espera que demos por terminado el sitio dentro de unos días, ¡y por Angvard que así será!
Roran, en un tono de voz tan grave que solamente Brigman pudo oírlo, repuso:
—Les dirás a tus hombres que esperen o haré que te cuelguen de los tobillos y te den unos cuantos latigazos por incumplir las órdenes.
No pienso dar mi aprobación a ninguna ofensiva hasta que haya podido descansar y haya estudiado la situación.
—Eres un loco, eso es lo que eres. Eso va a…
—Si no puedes morderte la lengua y cumplir con tu deber, yo mismo te voy a dar esos latigazos…, aquí y ahora.
Brigman resopló por la nariz.
—¿En el estado en que te encuentras? No serías capaz.
—Te equivocas —repuso Roran.
Y lo decía en serio. No estaba seguro de qué manera podría vencer a Brigman en ese momento, pero todas las células de su cuerpo le decían que podría hacerlo. Brigman pareció debatirse consigo mismo.
—Bien —asintió por fin, de mala gana—. De todas formas, no sería bueno que los hombres nos vieran peleándonos por el suelo. Nos quedaremos tal como estamos, si eso es lo que deseas, pero no quiero ser responsable de esta pérdida de tiempo. Que la responsabilidad caiga sobre tus hombros, no sobre los míos.
—Como siempre —dijo Roran, bajando de la yegua y haciendo una mueca a causa del dolor que sentía en todo el cuerpo—. Tú solo eres responsable del lío que has armado con este sitio.
Brigman frunció el ceño. Roran se dio cuenta de que el desagrado que ese hombre sentía hacia él se convertía en puro odio. Deseó haberle respondido de forma más diplomática.
—Tu tienda está por aquí.
Cuando Roran se despertó, ya era por la mañana.
La tienda estaba iluminada con una luz difusa que subió su ánimo.
Por un momento pensó que solo había estado durmiendo durante unos minutos, pero luego se dio cuenta de que se sentía demasiado despejado y reposado para ser así. Maldijo para sus adentros, enojado consigo mismo por haber permitido que se le escurriera de las manos un día entero. Estaba tapado con una delgada manta que no le hacía ninguna falta en ese templado clima meridional, y más teniendo en cuenta que continuaba llevando puestas las botas y las ropas. La apartó e intentó sentarse en la cama, pero el cuerpo le dolió hasta tal punto que no pudo reprimir un gemido. Volvió a tumbarse y se quedó quieto, respirando agitadamente. La primera punzada fuerte de dolor pasó, pero el cuerpo le quedó dolorido y magullado en unos puntos más que en otros. Tardó unos cuantos minutos en recuperar las fuerzas. Cuando se creyó capaz de hacer el esfuerzo, rodó sobre un costado y pasó las piernas por el borde de la cama hasta tocar el suelo con los pies para intentar llevar a cabo la misión, en apariencia imposible, de ponerse en pie. Lo consiguió. Con una sonrisa un tanto amarga pensó que iba a ser un día muy interesante.
Al salir de la tienda vio que los demás ya se habían levantado y lo estaban esperando. Se los veía agotados y demacrados, y se movían con la misma rigidez que él. Los saludó y señaló la venda que Delwin llevaba en el antebrazo, donde un tabernero le había hecho un corte con un cuchillo de pelar.
—¿Se te ha pasado un poco el dolor?
Delwin se encogió de hombros.
—No va tan mal. Todavía puedo luchar si hace falta.
—Bien.
—¿Qué piensas hacer en primer lugar? —preguntó Carn.
Roran miró el sol del amanecer y calculó cuánto tiempo quedaba hasta el mediodía.
—Dar un paseo —respondió.
Desde el centro del campamento, Roran y sus compañeros recorrieron todas las filas de tiendas de arriba abajo para examinar a la tropa, así como el equipo. De vez en cuando, Roran se detenía para hacer alguna pregunta a uno de los guerreros y luego continuaba. Casi todos los hombres estaban cansados y descorazonados, aunque percibió que su presencia les infundía un poco de ánimo. La inspección terminó en el extremo sur del campamento, tal como había planeado. Una vez allí, se detuvieron para echar un vistazo a la impresionante vista de Aroughs.
La ciudad había sido construida en dos niveles. El primero de ellos era bajo y achaparrado, y en él se encontraban la mayoría de los edificios. El segundo era más pequeño y se extendía por la parte superior de una suave pendiente, sobre el punto más alto del terreno en muchos kilómetros a la redonda. Un muro rodeaba cada uno de los dos niveles de la ciudad. En la muralla exterior se veían cinco puertas: dos de ellas daban a las dos carreteras que llegaban a Aroughs —una desde el norte, y una desde el este—, y las otras tres se abrían a unos canales que corrían hacia el sur, hacia el interior de la ciudad. Al otro lado de Aroughs se encontraba el bravo mar al cual era de suponer que los canales desembocaban.
«Por lo menos, no hay un foso», pensó Roran.
La puerta septentrional estaba maltrecha por los golpes de un ariete, y el suelo de esa zona estaba revuelto y lleno de indicios de que allí se había llevado a cabo una batalla. Ante la muralla exterior había tres catapultas, cuatro ballestas como las que él había visto durante el tiempo que pasó en el Ala de Dragón y dos destartaladas torres de asedio. Esas máquinas de guerra parecían tristemente inútiles ante la monolítica y enorme ciudad. Cerca de ellas había un grupo de hombres que estaban sentados fumando y jugando a los dados.
El terreno plano que rodeaba Aroughs bajaba en una suave pendiente hacia el mar. En él, cientos de granjas manchaban el verde del paisaje, todas rodeadas por una valla de madera y con, por lo menos, una cabaña de techo de paja. Aquí y allá se veía alguna finca suntuosa: grandes casas de piedra protegidas por sus propias murallas y también, pensó Roran, por sus propios guardias. No cabía duda de que pertenecían a la nobleza de Aroughs y, tal vez, a algunos mercaderes acaudalados.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Carn.
El mago meneó la cabeza. Su habitual mirada caída tenía una expresión más apagada de lo normal.
—Va a ser igual que asediar una montaña.
—Exacto —dijo Brigman, acercándose a ellos.
Roran se guardó sus opinión. No quería que los demás se dieran cuenta de hasta qué punto estaba desanimado. «Nasuada está loca si cree que podemos someter Aroughs con tan solo ochocientos hombres. Si tuviera ocho mil, y a Eragon y a Saphira, entonces sí podríamos. Pero de esta manera no…» A pesar de ello, sabía que debía encontrar la forma de hacerlo, aunque solamente fuera por la seguridad de Katrina. Sin mirarlo, Roran le dijo:
—Háblame de Aroughs.
Brigman clavó su espada en el suelo y la giró con fuerza hincándola más en la tierra, pensativo.
—Galbatorix fue precavido. Se aseguró de que la ciudad se aprovisionara por completo antes de cortar las carreteras que comunican Aroughs con el resto del Imperio. Como puedes ver, no van escasos de agua. Aunque desviáramos los canales, todavía contarían con los manantiales y pozos de la ciudad. Podrían resistir hasta el invierno, si no más tiempo, aunque diría que acabarían hartos de comer nabos hasta que todo terminara. Además, Galbatorix proveyó a la ciudad de un buen número de soldados, el doble de los que tenemos nosotros, además del contingente habitual.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Por un informador. Pero este no tenía ninguna experiencia en estrategia militar, así que ofreció una imagen de los puntos débiles de la ciudad exageradamente optimista.
—Ah.
—También nos prometió que podría introducir un pequeño batallón de hombres en la ciudad durante la noche.
—¿Y?
—Esperamos, pero no apareció, y a la mañana siguiente vimos su cabeza encima del parapeto de la muralla. Todavía sigue allí, cerca de la puerta del sur.
—Así es. ¿Hay alguna otra puerta además de estas cinco?
—Sí, tres más. En el muelle hay una ancha compuerta por la que transcurren los tres ríos al mismo tiempo, y a su lado hay una puerta para los hombres y los caballos. Y hay otra puerta al final —dijo, señalando hacia el lado oeste de la ciudad—, igual que las demás.
—¿Alguna de ellas se puede echar abajo?
—Sería una tarea lenta. En la orilla no hay espacio para maniobrar de forma adecuada ni para mantenerse fuera del alcance de las piedras y las flechas de los soldados. Eso nos deja solamente tres puertas, así como la puerta del oeste. El terreno es muy parecido alrededor de toda la ciudad, excepto en la orilla, así que decidí concentrar nuestro ataque en la puerta más cercana.
—¿De qué están hechas?
—De hierro y de roble. Aguantarán siglos si nadie las echa al suelo.
—¿Están protegidas con algún hechizo?
—No lo sé, pues a Nasuada no le pareció necesario enviar a uno de sus magos con nosotros. Halstead ha…
—¿Halstead?
—Lord Halstead, gobernante de Aroughs. Tienes que haber oído hablar de él.
—No.
Se quedaron callados unos instantes, durante los cuales Roran notó claramente que el desprecio de Brigman hacia él aumentaba.
Luego, el hombre continuó:
—Halstead tiene un hechicero: un ser mezquino y de rostro cetrino al cual hemos oído murmurar extrañas palabras desde lo alto de las murallas para intentar derrotarnos con sus hechizos. Parece especialmente incompetente, porque no ha tenido mucha suerte excepto por dos hombres a quienes yo había puesto en el ariete y a los cuales consiguió prender fuego.
Roran y Carn intercambiaron una mirada. El mago parecía más preocupado que antes, pero Roran decidió que hablaría con él en privado de ese asunto.
—¿Sería más fácil echar abajo las puertas desde los canales? —preguntó.
—¿Qué terreno podríamos pisar allí? Fíjate en la forma en que penetran en la muralla, no dejan ni un escalón. Y lo que es peor, hay saeteras y trampillas en el techo de las entradas, para poder verter aceite hirviendo, lanzar rocas o disparar con las ballestas a quien sea tan loco como para aventurarse por allí.
—Las puertas deben de tener una abertura en su parte inferior porque, si no, bloquearían el paso del agua.