Authors: Christopher Paolini
Entonces, Murtagh (Eragon acababa de darse cuenta de que se trataba de él) añadió en tono burlón:
—Lanzaos contra las murallas si eso es lo que queréis. Nunca os haréis con Dras-Leona, no mientras Thorn y yo estemos aquí para defenderla. Mandad a vuestros mejores hechiceros y a vuestros soldados para que luchen contra nosotros, pero todos ellos morirán.
Eso lo prometo. No hay ni un solo hombre entre vosotros que nos pueda vencer. Ni siquiera tú…, hermano. Regresad a vuestros escondites antes de que sea demasiado tarde, y rezad para que Galbatorix no decida resolver esta situación en persona. Si no lo hacéis, la muerte y el dolor serán vuestra única recompensa.
—¡Señor, señor! ¡La puerta se está abriendo!
Roran levantó la mirada del mapa que estaba estudiando y vio a uno de los centinelas entrar en su tienda corriendo, con la cara roja y la respiración agitada.
—¿Qué puerta? —preguntó, sintiendo que una fría calma se apoderaba de él—. Sé más preciso —dijo, dejando sobre la mesa una varilla con la que había estado midiendo distancias.
—La que está más cerca del campamento, señor…, la de la carretera, no la del canal.
De inmediato, Roran cogió el martillo que llevaba sujeto al cinturón, salió de la tienda y cruzó a toda prisa el campamento hacia su extremo sur. Allí miró hacia Aroughs. Para su consternación, vio que varios cientos de hombres a caballo —tocados con penachos de brillantes colores— salían de la ciudad y se reunían en formación militar delante de la puerta.
«Nos van a hacer pedazos», pensó Roran, descorazonado. En el campamento solamente quedaban unos ciento cincuenta hombres, y muchos de ellos estaban heridos o no se encontraban en condiciones de luchar. Los demás habían ido a los molinos que había visitado el día anterior, o a la mina de pizarra, abajo, en la costa, o a las orillas del canal que quedaba más al oeste para buscar las barcazas que necesitarían si su plan funcionaba. No era posible llamar a ninguno de los soldados a tiempo para enfrentarse a esa caballería. Roran ya se había dado cuenta de que, al mandar a sus hombres a esas misiones, el campamento quedaba desprotegido frente a un posible ataque. Pero había confiado en que las gentes de la ciudad se sentirían acobardadas a causa de los recientes asaltos a las murallas y que no se atreverían a hacer nada arriesgado. En ese caso, los soldados que quedaban con él habrían sido suficientes para convencer a los vigías de que el cuerpo principal de su ejército continuaba en el campamento.
Ahora estaba claro que la primera de sus suposiciones era completamente equivocada. No estaba seguro de que los defensores de Aroughs hubieran descubierto su artimaña, aunque el escaso número de hombres a caballo que ahora formaba ante la puerta de la ciudad así parecía indicarlo. Si los soldados o sus comandantes hubieran creído que deberían enfrentarse al ejército completo de Roran, hubieran hecho salir de la ciudad el doble de tropas de las que tenían los vardenos. Fuera como fuera, no le quedaba más remedio que encontrar la manera de rechazar ese ataque y salvar a sus hombres de la matanza.
Baldor, Carn y Brigman llegaron corriendo a su lado con las armas en la mano. Mientras Carn se ponía una camisa, Baldor preguntó:
—¿Qué hacemos?
—No podemos hacer nada —repuso Brigman—. Tu estupidez ha sido una maldición para esta misión,
Martillazos
. Tenemos que huir, ahora, antes de que esos malditos jinetes nos caigan encima.
Roran escupió al suelo.
—¿Retirarnos? No nos vamos a retirar. Los hombres no pueden escapar a pie, y, aunque pudieran, no pienso abandonar a los heridos.
—¿Es que no lo comprendes? Hemos perdido, aquí. Si nos quedamos, nos matarán…, o peor, ¡nos harán prisioneros!
—¡Basta, Brigman! ¡No pienso dar media vuelta y huir!
—¿Por qué no? ¿Para no tener que admitir que has fracasado?
¿Porque pretendes salvar parte de tu honor en una absurda batalla final? ¿Es que no te das cuenta que solo consigues causar más males a los vardenos?
En ese momento se oyó un coro de gritos y alaridos procedente de la puerta de la ciudad: los jinetes acababan de levantar las espadas y las lanzas por encima de sus cabezas y, espoleando a sus caballos, se lanzaban al galope por la suave pendiente que conducía al campamento de los vardenos.
Brigman reanudó su diatriba:
—No permitiré que despilfarres nuestras vidas solo para satisfacer tu orgullo. Quédate si quieres, pero…
—¡Cállate! —bramó Roran—. ¡Mantén la boca cerrada, o tendré que cerrártela yo mismo! Baldor, vigílalo. Si hace algo que no te guste, dale a conocer el filo de tu espada.
Brigman enrojeció de cólera, pero al ver que Baldor apuntaba la espada contra su pecho, refrenó la lengua.
Roran calculó que disponía de unos cinco minutos para decidir qué hacer. Cinco minutos durante los cuales había muchas cosas que tener en cuenta.
Intentó imaginar de qué forma podría matar o mutilar a un número suficiente de jinetes para que estos decidieran retirarse, pero descartó esa posibilidad casi de inmediato. No había ningún punto en ese terreno desde donde sus hombres pudieran mantener una posición ventajosa para enfrentarse a la oleada de jinetes. Era una tierra demasiado plana para ese tipo de maniobras. «Luchando no podemos ganar, así que… ¿y si los asustamos? Pero ¿cómo? ¿Con fuego?».
Pero el fuego podía resultar mortal tanto para los suyos como para sus enemigos. Además, esa hierba húmeda no prendería. «¿Humo? No, eso no sirve de nada.» Mirando a Carn, dijo:
—¿Podrías crear una imagen de Saphira y hacer que ruja y escupa fuego, como si de verdad estuviera aquí?
El enjuto rostro del hechicero se puso lívido. Negó con la cabeza con expresión de pánico.
—Quizá. No lo sé. Nunca lo he intentado. Eso sería crear una imagen a partir de mis recuerdos. Y quizá no consiga que se parezca siquiera a ninguna criatura viva. —Indicó con un gesto a la caballería que se acercaba cada vez más y añadió—: Se darían cuenta de que hay algo raro.
Roran, inquieto, apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos. Quedaban cuatro minutos, y quizá no tantos.
—Tal vez valiera la pena intentarlo —farfulló—. Solo necesitamos distraerlos, confundirlos…
Miró hacia el cielo y deseó ver en él una cortina de lluvia que se acercara al campamento, pero lo único que vio fue un par de nubes ligeras y muy altas en el aire azul. «Confusión, incertidumbre, dudas… ¿Qué es lo que la gente teme? Lo desconocido, lo que no comprenden, eso es lo que temen.» En un instante, Roran pensó en seis posibles maneras de socavar la confianza de su enemigo, a cual más descabellada, pero al fin dio con una idea que era tan sencilla y atrevida que parecía perfecta. Además, y a diferencia de las otras, satisfacía a su ego, pues solo requería la intervención de una persona más: Carn.
—¡Ordena a los hombres que se escondan en las tiendas! —gritó, empezando ya a alejarse—. Y diles que permanezcan en silencio. ¡No quiero oír ni un murmullo, a no ser que nos ataquen!
Roran entró en la tienda que quedaba más cerca y que estaba vacía, se volvió a sujetar el martillo en el cinturón y cogió una manta de lana sucia de un lecho que había en el suelo. Luego corrió a la chimenea y cogió un trozo de tronco que los guerreros utilizaban a modo de taburete. Salió de la tienda con el tronco bajo el brazo y la manta sobre un hombro, y corrió fuera del campamento hasta un pequeño montículo que quedaba a unos treinta metros de las tiendas.
—Que alguien me traiga un juego de tabas y una jarra de hidromiel —gritó—. E id a buscar la mesa donde tengo los mapas. ¡Ahora, maldita sea, ahora!
A sus espaldas oyó el escándalo de las pisadas y del entrechocar de las armas que sus hombres provocaban al correr hacia las tiendas para esconderse. Al cabo de unos segundos se hizo un silencio mortal en todo el campamento; solamente se oía el rumor de los hombres que habían ido a buscar lo que Roran había pedido.
Él no perdió el tiempo mirando hacia atrás. Cuando llegó a la parte superior del montículo, colocó el leño en el suelo y lo hizo girar a un lado y a otro sobre la tierra para asegurarse de que permanecería firme bajo el peso de su cuerpo. Entonces se sentó encima de él, mirando hacia la pendiente por la que llegarían los hombres a caballo.
Quedaban unos tres minutos, o menos, y ya notaba la vibración de los cascos de los caballos contra el suelo bajo su cuerpo. La vibración era cada vez más fuerte.
—¿Dónde están las tabas y el hidromiel? —gritó sin quitar los ojos de la caballería.
Se mesó la barba con la mano y se alisó el borde de la túnica. El miedo le hizo desear haber llevado puesta la cota de malla, pero consiguió pensar con frialdad y se dio cuenta de que sus enemigos se sentirían más impresionados al encontrarlo allí sentado sin ningún tipo de armadura, como si estuviera completamente tranquilo. También pensó que era mejor dejar el martillo sujeto al cinturón: así parecería que se sentía seguro ante la presencia de los soldados.
—Lo siento —dijo Carn sin resuello, llegando al lado de Roran acompañado de un hombre que transportaba la pequeña mesa plegable de la tienda de Roran.
Entre ambos la colocaron delante de Roran y la cubrieron con la manta. Luego, Carn le dio a Roran una jarra llena de hidromiel y un vaso de piel con las cinco tabas habituales.
—Vamos, fuera de aquí —dijo Roran.
Carn se dio la vuelta con intención de irse, pero Roran lo sujetó por el brazo.
—¿Puedes hacer que el aire de mi alrededor vibre, tal como sucede con el aire alrededor de un fuego en un día de invierno?
Carn achicó los ojos y lo miró.
—Es posible. Pero ¿para qué…?
—Limítate a hacerlo si puedes. ¡Y ahora ve a esconderte!
El larguirucho y desgarbado mago salió corriendo hacia el campamento. Roran agitó las tabas dentro del vaso, las echó encima de la mesa y empezó a jugar solo, tirándolas al aire —primero una, luego dos, luego tres…— y cogiéndolas con el dorso de la mano.
Garrow, su padre, se había entretenido de esa manera muchas veces mientras fumaba con su pipa, sentado en la destartalada silla del porche de su casa, durante las largas tardes de verano del valle del Palancar. A veces Roran había jugado con él, y casi siempre que lo hacía, perdía, pero Garrow prefería competir consigo mismo.
Aunque el corazón le latía deprisa y tenía las palmas de las manos pegajosas de sudor, Roran se esforzó por mantener una actitud de tranquilidad. Para que ese truco tuviera la más mínima posibilidad de salir bien, tenía que mantener una actitud de inquebrantable confianza en sí mismo fueran cuales fueran sus emociones reales.
Mantuvo la mirada fija en las tabas y no quiso desviarla ni siquiera para comprobar a qué distancia se encontraban los jinetes. El sonido de los cascos de los caballos al galope se fue haciendo más y más fuerte hasta que llegó un momento en que Roran creyó que iban a pasarle por encima.
«Qué manera tan extraña de morir», pensó, y sonrió con amargura.
Pero entonces recordó a Katrina y a su hijo recién nacido, y se consoló con la idea de que, si moría, por lo menos alguien de su sangre continuaría viviendo. No era la misma inmortalidad que poseía Eragon, pero algo es algo.
En el último momento, cuando los caballos se encontraban solamente a pocos metros de la mesa, alguien gritó:
—¡Whoa! ¡Whoa, quietos! ¡Detened los caballos! ¡Os digo que detengáis los caballos!
De inmediato, con un estruendo de cascos y arneses, los caballos se vieron obligados a pararse. A pesar del escándalo, Roran todavía no había levantado la mirada de la mesa: dio un trago de hidromiel, volvió a lanzar las tabas al aire y recogió dos de ellas con el dorso de la mano. El olor de la tierra removida por los cascos de los caballos le resultaba agradable y tranquilizador, pero no tanto el hedor del sudor de los animales.
—¡Buenos días, amigo! —dijo el mismo hombre que había ordenado a los jinetes que se detuvieran—. ¡Buenos días, digo! ¿Quién eres, que puedes estar aquí sentado en esta espléndida mañana, bebiendo y disfrutando de este alegre pasatiempo, como si no tuvieras ninguna preocupación en el mundo? ¿Quién eres?
Poco a poco, como si acabara de percatarse de la presencia de los soldados y no le diera la mayor importancia, Roran levantó la vista.
Ante él encontró a un pequeño hombre barbudo de yelmo llamativamente empenachado montado encima de un enorme caballo negro que resoplaba como una máquina de vapor.
—No soy el «amigo» de nadie, y desde luego, no el tuyo —repuso Roran, sin esforzarse por disimular su disgusto por haber sido saludado con esa excesiva familiaridad—. ¿Quién eres tú, si puedo preguntarlo, para interrumpir mi juego de forma tan poco educada?
El hombre miró a Roran como si este fuera una especie desconocida de animal que hubiera encontrado en una expedición de caza. El temblor de su penacho delató su desconcierto.
—Soy Tharos
el Rápido
, capitán de la guardia. Aunque seas un maleducado, debo decir que me apenaría profundamente matar a un hombre tan valiente como tú sin saber su nombre.
Y para dar fuerza a sus palabras, Tharos bajó la lanza y apuntó a Roran con ella.
Detrás de él se apretaban tres filas de jinetes, entre los cuales Roran vio a un hombre delgado y de nariz protuberante y aguileña, cuyo rostro y cuyos brazos —que llevaba descubiertos hasta el hombro— tenían la escualidez propia de los hechiceros de los vardenos. De repente, Roran rogó mentalmente que Carn hubiera conseguido hacer vibrar el aire a su alrededor.
—Mi nombre es
Martillazos
—contestó. Con un movimiento ágil de la mano, recogió las tabas, las lanzó al aire otra vez y recogió tres con el dorso de la mano—. Roran
Martillazos
. Eragon
Asesino de Sombra
es mi primo. Debes de haber oído hablar de él, si no de mí.
Los jinetes se removieron con inquietud y a Roran le pareció que Tharos abría los ojos con sorpresa un instante.
—Ya, ya, pero ¿cómo podemos estar seguros de que es cierto?
Cualquier hombre podría mentir sobre su identidad si eso le fuera de algún provecho.
Roran cogió el martillo y golpeó la mesa con él. Luego, ignorando a los soldados, continuó jugando. Esta vez se le cayeron dos tabas del dorso de la mano y soltó un gemido de disgusto.