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Authors: Christopher Paolini

Legado (13 page)

BOOK: Legado
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En ese momento, además de la luz procedente de la esfera de luz, en el interior de la tienda se percibía un suave resplandor parecido al que había al empezar el proceso. Al principio, Eragon se sintió confuso: ¡el sol ya tenía que haberse puesto! Pero pronto se dio cuenta de que ahora el resplandor procedía del este, no del oeste, y lo comprendió.

No me extraña que me duela todo el cuerpo. ¡He estado sentado aquí toda la noche!

¿Y yo qué?
—repuso Saphira—.
Los huesos me duelen tanto como a ti.

El hecho de que la dragona admitiera que le dolían los huesos lo sorprendió, pues ella pocas veces reconocía el dolor por muy extremo que fuera. Ese trabajo debía de haberle consumido más fuerzas de lo que habían pensado. Cuando Saphira percibió que Eragon había llegado a esta conclusión, se apartó un poco de él y dijo:
Cansada o no, todavía sería capaz de aplastar a todos los soldados que Galbatorix nos pudiera enviar.

Lo sé.

Gertrude, que ya había guardado el suéter y la lana en su bolsa, se puso en pie y se acercó al catre cojeando ligeramente.

—Nunca pensé que vería algo así —dijo—. Y mucho menos de ti, Eragon Bromsson. —Lo miró con expresión interrogadora—. Brom era tu padre, ¿verdad?

Eragon asintió con la cabeza y repuso:

—Lo era.

—Por algún motivo, me parece que tiene sentido.

Eragon no tenía ganas de hablar más de ese tema, así que se limitó a soltar un gruñido de asentimiento y apagó la esfera de luz con una mirada y un pensamiento. De repente, todo quedó a oscuras, excepto por el resplandor del amanecer. Los ojos de Eragon se adaptaron al cambio más deprisa que los de Gertrude, que parpadeaba, fruncía el ceño y giraba la cabeza a un lado y a otro, como si no supiera dónde se encontraba.

Eragon cogió a la niña y sintió su peso y su calor en los brazos. No sabía si su cansancio se debía a los hechizos o al largo periodo de tiempo que había tardado en hacer ese trabajo. Miró al bebé y, con un súbito sentimiento protector, murmuró:


Sé ono waíse ilia
.

«Que seas feliz.» No era un hechizo, no exactamente, pero esperaba que eso pudiera ayudarla a evitar algunos de los dolores que afligían a tantas personas. O, por lo menos, que la ayudara a sonreír.

Y así fue. El diminuto rostro se iluminó con una gran sonrisa y, con gran entusiasmo, la niña dijo:

—¡Gahh!

Eragon también sonrió. Luego se dio la vuelta y salió de la tienda.

Fuera, una pequeña multitud se había reunido en semicírculo alrededor de la tienda. Algunos estaban de pie; otros, sentados, y algunos esperaban en cuclillas. A la mayoría de ellos los recordaba de Carvahall. Arya y los elfos también estaban allí, un poco apartados del resto, así como algunos guerreros de los vardenos cuyos nombres desconocía. Al lado de una tienda cercana vio a Elva, que se había bajado el velo para cubrirse el rostro.

Se dio cuenta de que debían haber estado horas esperando, y pensó, extrañado, que no se había percatado de su presencia. Había estado protegido por Saphira y los elfos que montaban guardia, pero esa no era una excusa válida para haberse vuelto tan descuidado.

«Tengo que hacerlo mejor», se dijo a sí mismo.

Delante de todos se encontraban Horst y sus hijos. Parecían preocupados. Horst frunció el ceño cuando bajó la mirada hasta el bulto que Eragon llevaba en los brazos y abrió la boca un momento como si quisiera decir algo. Pero permaneció callado.

Eragon, sin ceremonias ni preámbulos, se dirigió al herrero y colocó el bebé de tal modo que este pudiera verle la cara. Por un momento, Horst no hizo nada; pero pronto los ojos empezaron a brillarle y su rostro adoptó una expresión de alegría y alivio tan profundos que casi se podrían haber confundido con tristeza. Mientras le ponía la niña entre los brazos, Eragon le dijo:

—Mis manos han tocado demasiada sangre para llevar a cabo esta clase de trabajo, pero me alegro de haber podido ayudar.

Horst tocó el labio superior de la niña con la punta del dedo corazón y negó con la cabeza.

—No me lo puedo creer… No me lo puedo creer. —Miró a Eragon y añadió—: Elain y yo estaremos en deuda contigo para siempre. Si…

—No hay ninguna deuda —repuso Eragon con amabilidad—. Solo he hecho lo que cualquiera hubiera hecho, de tener la posibilidad.

—Pero tú eres quien la ha curado, y es a ti a quien estoy agradecido.

Eragon dudó unos instantes y, finalmente, bajó la cabeza, aceptando la gratitud de Horst.

—¿Qué nombre le vais a poner?

El herrero sonrió mirando a su hija.

—Si a Elain le gusta, he pensado que podemos llamarla Hope, que significa «esperanza».

—Hope… Un buen nombre —respondió, y pensó que todos necesitaban echar mano de la esperanza—. ¿Cómo está Elain?

—Cansada, pero bien.

Albriech y Baldor se apretujaron a ambos lados de su padre para mirar el rostro de su nueva hermanita, y lo mismo hizo Gertrude, que había salido de la tienda poco tiempo después que Eragon. El resto de los vecinos los imitaron tan pronto como perdieron la timidez.

Incluso el grupo de guerreros se apiñó con curiosidad alrededor de Horst, alargando el cuello para poder echar un vistazo a la niña.

Al cabo de un rato, los elfos se levantaron y también se acercaron.

La gente, al verlos, se apartó, dejando paso libre hasta Horst. El herrero se mantuvo tenso y con la barbilla echada hacia delante, como un bulldog, mientras los elfos, uno a uno, se inclinaban sobre la niña para observarla y le decían algunas palabras en voz baja, en el idioma antiguo. Ninguno de ellos prestó atención a las miradas de desconfianza de los habitantes del pueblo.

Cuando solamente quedaban tres elfos para ver al bebé, Elva salió corriendo de detrás de la tienda donde se había escondido y se colocó al final de la fila. No tuvo que esperar mucho para que le llegara el turno de ponerse delante de Horst. El herrero, aunque no parecía muy predispuesto, bajó los brazos y dobló un poco las rodillas, pero era tan alto que Elva tuvo que ponerse de puntillas para poder verla.

Mientras Elva observaba a la niña, Eragon aguantó la respiración, incapaz de adivinar la expresión de ella tras el velo. Al cabo de pocos segundos, Elva volvió a apoyar los talones en el suelo y, con paso estudiado, enfiló el camino que pasaba por delante de la tienda de Eragon. Cuando se hubo alejado unos veinte metros, se detuvo y se dio la vuelta.

Eragon ladeó la cabeza y arqueó una ceja.

Elva le dirigió un rápido y abrupto asentimiento con la cabeza y continuó su camino.

Mientras Eragon contemplaba a Elva alejarse, Arya se puso a su lado.

—Tendrías que estar orgulloso de lo que has conseguido —murmuró—. La niña está sana y bien formada. Ni siquiera nuestros más hábiles magos podrían superar tus artes. Es algo muy grande lo que le has dado a esta niña: un rostro y un futuro. Y ella no lo olvidará…, estoy segura. Ninguno de nosotros lo olvidará.

Eragon se dio cuenta de que tanto ella como el resto de los elfos lo miraban con una nueva expresión de respeto, pero para él lo más importante era la admiración y la aprobación de Arya.

—He tenido a la mejor maestra del mundo —respondió, también en voz baja.

Arya no dijo nada. Juntos, observaron a los vecinos del pueblo, que ya empezaban reunirse alrededor de Horst y de la niña, y que hablaban entre ellos con gran excitación. Sin apartar la vista de ellos, Eragon se inclinó un poco hacia Arya y dijo:

—Gracias por ayudar a Elain.

—De nada. Hubiera sido una negligencia por mi parte no hacerlo.

Horst se dio media vuelta y fue a llevar a la niña a su tienda para que Elain pudiera ver a su hija recién nacida. Pero el grupo de gente no tenía intención de marcharse, y cuando Eragon se cansó de estrechar manos y de responder preguntas, se despidió de Arya y se fue a su tienda. Una vez dentro, cerró firmemente las cortinas de la entrada.

A no ser que nos ataquen, no quiero ver a nadie durante las próximas diez horas, ni siquiera a Nasuada
—le dijo a Saphira mientras se tumbaba en el catre—.
¿Se lo dirás a Blödhgarm, por favor?

Por supuesto
—repuso la dragona—.
Descansa, pequeño, que yo también lo haré.

Eragon suspiró y se cubrió los ojos con el brazo para que la luz de la mañana no lo molestara. Poco a poco, el ritmo de su respiración se fue tranquilizando. Su mente empezó a vagar, y pronto se encontró rodeado por las extrañas visiones y sonidos de sus sueños de vigilia: reales aunque imaginarios, vívidos aunque transparentes, como si esas visiones estuvieran hechas de cristales coloreados. Por un rato, Eragon pudo olvidar sus responsabilidades y los angustiosos sucesos del último día. Y, en medio de esos sueños, sonaba la canción de cuna como un susurro del viento, lejana, casi olvidada, y Eragon dejó que lo consolara con los recuerdos de su hogar y que lo sumiera en la paz de su niñez.

Sin descanso

Dos enanos, dos hombres y dos úrgalos —miembros de la guardia personal de Nasuada, los Halcones de la Noche— se encontraban apostados ante la habitación del castillo en que Nasuada había instalado su cuartel general. Observaban a Roran con ojos vacíos.

Roran, por su parte, los miraba con la misma expresión anodina.

Era un juego al que ya habían jugado otras veces.

A pesar de que los Halcones de la Noche se mostraban completamente inexpresivos, Roran sabía que estaban concentrados en adivinar cuál sería la manera más rápida y más eficiente de matarlo. Lo sabía porque él estaba haciendo lo mismo con ellos, como siempre.

«Tendría que dar marcha atrás a toda prisa…, hacer que se separaran un poco —pensó—. Los hombres llegarían primero hasta mí: son más rápidos que los enanos; por otro lado, entorpecerían los movimientos de los úrgalos, detrás… Tengo que arrebatarles esas alabardas. Sería difícil, pero creo que podría hacerlo. Por lo menos, a uno de ellos. Quizá tenga que usar mi martillo. Cuando tuviera la alabarda, podría mantener al resto a distancia. Los enanos no tendrían muchas posibilidades, pero los úrgalos serían un problema. Son unas bestias bastante feas… Si me parapetara tras esa columna, podría…»

De repente, la puerta con remaches de acero que se encontraba en medio de las dos líneas de guardias crujió y se abrió. Un paje de unos diez o doce años y vestido con brillantes colores salió y anunció en un tono más alto de lo necesario:

—¡Lady Nasuada te recibirá ahora!

Algunos de los guardias se distrajeron un momento y apartaron la mirada. Roran sonrió y pasó por su lado para entrar en la sala. Sabía que ese pequeño error, por leve que hubiera sido, le habría permitido matar a, por lo menos, dos de ellos, antes de que contraatacaran.

«Hasta la próxima», pensó.

La sala era grande y rectangular, y estaba escasamente decorada.

Solo había una alfombra muy pequeña en el suelo, un tapiz comido por las polillas colgado de una de las paredes, a la izquierda, y una única ventana de arco ojival en la pared de la derecha. Aparte de esos tres detalles, no había ningún otro objeto ornamental. Arrinconada en una de las esquinas había una mesa de escritorio desbordada de libros, rollos de pergamino y hojas de papel. Unas cuantas sillas grandes —tapizadas con piel y con remaches de latón— rodeaban el escritorio desordenadamente, pero ni Nasuada ni las doce personas que se afanaban alrededor del escritorio se habían dignado a utilizarlas. Jörmundur no se encontraba allí, pero Roran reconoció a algunos de los guerreros presentes: había luchado con algunos de ellos, y a otros los había visto en acción durante la batalla o los conocía por algún comentario de los hombres de su compañía.

—¡Y no me importa que le provoque un «retortijón de estómago»! —exclamó Nasuada, dando un manotazo sobre el escritorio—. Si no conseguimos esas herraduras, y más, ya nos podremos comer los caballos, pues no nos van a servir para nada más. ¿Ha quedado claro?

Todos los hombres allí presentes asintieron a la vez. Aparentaban estar un tanto intimidados, incluso avergonzados. A Roran le parecía un tanto extraño e impresionante que Nasuada, siendo una mujer, fuera capaz de despertar un respeto tal entre los guerreros, respeto que Roran compartía. Nasuada era una de las personas más decididas e inteligentes que había conocido, y estaba convencido de que ella habría triunfado sin importar dónde hubiera nacido.

—Y ahora, marchaos —dijo Nasuada.

Ocho de los hombres desfilaron hacia la puerta, y Nasuada le hizo un gesto a Roran para que se acercara. Roran obedeció y esperó con paciencia mientras ella mojaba una pluma en un potecito de tinta y escribía unas cuantas líneas en un pequeño pergamino que entregó a uno de los pajes diciéndole:

—Para el enano Narheim. Y esta vez, asegúrate de tener su respuesta antes de regresar, o te mandaré con los úrgalos a limpiar y a hacer recados para ellos.

—Sí, mi señora —respondió el chico, que salió corriendo como llevado por el diablo.

Nasuada empezó a rebuscar en un montón de papeles que tenía delante. Sin levantar la mirada, dijo:

—¿Has descansado bien, Roran?

A Roran le extrañó que se mostrara interesada en ello.

—No especialmente.

—Pues es una pena. ¿Has estado despierto toda la noche?

—Durante una parte de ella. Elain, la esposa del herrero, dio a luz ayer, pero…

—Sí, me han informado. ¿Supongo que no habrás permanecido despierto hasta que Eragon terminó de sanar a la niña?

—No, estaba demasiado cansado.

—Por lo menos, tú has tenido sentido común. —Cogió otra hoja de papel de encima de la mesa, la observó con atención un instante y la dejó sobre un montón ordenado. Y, con el mismo tono pragmático de antes, añadió—: Tengo una misión para ti,
Martillazos
. En Aroughs, nuestro ejército ha encontrado una fuerte resistencia, mayor de la que habíamos esperado. El capitán Brigman no ha conseguido resolver la situación, y ahora necesitamos traer de regreso a esos hombres. Así que te mando a Aroughs para que reemplaces a Brigman. Un caballo te está esperando en la puerta sur. Cabalgarás a toda velocidad hasta Feinster, y desde allí a Aroughs. Caballos de refresco te estarán esperando cada dieciséis kilómetros hasta Feinster. A partir de allí, tendrás que encontrarlos por tu cuenta. Espero que llegues a Aroughs dentro de cuatro días. Una vez que hayas descansado, te quedarán, aproximadamente, unos… tres días para acabar con el sitio. —Nasuada levantó la vista—. Dentro de una semana, contando desde hoy, quiero tener nuestra bandera ondeando en Aroughs. No me importa cómo lo hagas,
Martillazos
; solo quiero que lo consigas. Si no puedes, no me quedará otra opción que enviar a Eragon y a Saphira a Aroughs, lo cual nos dejaría casi incapaces de defendernos si Murtagh o Galbatorix nos atacaran.

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