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Authors: Christopher Paolini

Legado (11 page)

BOOK: Legado
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Nasuada compartía la misma preocupación, pero sabía que era mucho más importante hacer que Orrin recobrara la confianza que lamentarse con él, pues una falta de determinación en el rey repercutiría en el ejercicio de sus deberes y acabaría por menoscabar el ánimo de sus hombres.

—No estamos totalmente indefensos —repuso—. Ya no. Ahora tenemos la
dauthdaert
, y con ella creo que podríamos matar a Galbatorix y a Shruikan en caso de que salieran de los confines de Urû‘baen.

—Quizá sí.

—Además, preocuparse no sirve de nada. No podemos apremiar a los enanos, ni tampoco acelerar nuestro avance hacia Urû‘baen.

Tampoco podemos dar media vuelta y huir. Así que no permitiré que nuestra situación te preocupe en exceso. Lo único que podemos hacer es esforzarnos por aceptar nuestra situación con elegancia, sea la que sea. La alternativa es permitir que el miedo a los posibles actos de Galbatorix nos ofusque la mente, y «eso» no lo toleraré. Me niego a concederle tanto poder sobre mí.

Un crudo alumbramiento

Un grito desgarró el aire: agudo, entrecortado y penetrante, de un volumen y un tono casi inhumanos.

Eragon se puso en tensión, como si alguien le hubiera clavado una aguja. Había pasado casi todo el día viendo a los hombres pelear y morir —y había matado a unos cuantos—, pero eso no impedía que se sintiera preocupado al oír los gritos de angustia de Elain. Eran tan terribles que ya empezaba a preguntarse si sobreviviría al parto.

Cerca de donde se encontraba, al lado del barril que le servía de asiento, Albriech y Baldor permanecían de cuclillas y se entretenían arrancando las maltrechas hojas de hierba que tenían entre los pies.

Agarraban cada hoja con sus gruesos dedos y tiraban de ella con una concentración metódica antes de pasar a la siguiente. Tenían la frente perlada de sudor, y la rabia y la desesperación habían endurecido sus ojos. De vez en cuando intercambiaban alguna mirada o escrutaban la entrada de la tienda, al otro lado de la calle, donde se encontraba su madre. Pero pasaban casi todo el tiempo con la mirada fija en el suelo, ignorando lo que ocurría a su alrededor.

A poca distancia de ellos, Roran también esperaba sentado en un barril que estaba tumbado de costado en el suelo y que se mecía cada vez que él se movía. A uno de los lados del camino se habían reunido un grupo de varias decenas de vecinos de Carvahall, la mayoría hombres y amigos de Horst y de sus hijos, u hombres cuyas esposas estaban ayudando a Gertrude, la curandera, a cuidar de Elain. Por detrás de ellos se veía a Saphira, con el cuello arqueado y la punta de la cola doblada como si estuviera cazando. La dragona sacaba y metía la lengua con movimientos muy rápidos, buscando algún olor en el aire que le ofreciera información sobre Elain o el hijo que estaba a punto de nacer.

Eragon se frotó un músculo dolorido del antebrazo izquierdo. Hacía varias horas que esperaban, y el atardecer se acercaba. Unas sombras alargadas y oscuras se proyectaban de las tiendas y los hombres en dirección al este, como si se esforzaran por alcanzar el horizonte. El aire se había enfriado, y los mosquitos y los caballitos del diablo del río Jiet volaban de un lado a otro por todas partes.

Otro grito rompió el silencio.

Los hombres se mostraron intranquilos y empezaron a hacer gestos destinados a alejar la mala suerte y a hablar en susurros, pero Eragon los oía con claridad. Comentaban lo difícil que era el embarazo de Elain. Algunos declaraban solemnemente que si no daba a luz pronto, sería demasiado tarde tanto para ella como para el niño. Otros decían cosas como: «Ya es duro para un hombre perder a su mujer en la mejores de las épocas, pero todavía lo es más aquí y ahora», o «Es una pena, es…». Algunos achacaban los problemas de Elain a los Ra’zac o a los sucesos que habían tenido lugar durante el viaje de los habitantes del pueblo en busca de los vardenos. Y más de uno hizo un comentario desconfiado sobre el hecho de que hubieran permitido a Arya ayudar en el parto. «Es una elfa, no una humana —decía Fisk, el carpintero—. Debería quedarse con los suyos, eso es, y no ir por ahí metiéndose donde nadie la llama. ¿Quién sabe qué quiere realmente, eh?.»

Eragon oyó todo eso y mucho más, pero ocultó sus sentimientos y se mantuvo tranquilo, pues sabía que los vecinos del pueblo se intranquilizarían mucho si supieran lo fina que se había vuelto su capacidad auditiva.

De repente oyó un crujido procedente del barril de Roran y vio que este se había inclinado hacia delante para decir algo:

—¿Crees que deberíamos…?

—No —dijo Albriech.

Eragon se arrebujó en el abrigo. El frío empezaba a calarle los huesos. Pero no pensaba irse hasta que el suplicio de Elain terminara.

—Mirad —exclamó Roran, repentinamente excitado.

Albriech y Baldor giraron la cabeza al mismo tiempo.

Al otro lado de la calle, Katrina acababa de salir de la tienda con un fardo de trapos sucios en los brazos. Antes de que la cortina se cerrara otra vez, Eragon entrevió que Horst y una de las mujeres de Carvahall —no estaba seguro de quién era— se encontraban a los pies del catre de Elain. Katrina, sin prestar atención a todos los que la estaban mirando, se acercó casi corriendo a la hoguera en la cual Isold, la esposa de Fisk, y Nolla estaban hirviendo los trapos para volver a utilizarlos.

Roran cambió de postura y el barril volvió a crujir. Eragon casi esperaba verlo salir corriendo tras Katrina, pero se quedó donde estaba, igual que hicieron Albriech y Baldor. Los tres, al igual que el resto de las personas, siguieron a Katrina con mirada atenta y sin pestañear.

De repente se oyó otro grito de Elain, igual de penetrante que los anteriores, y Eragon hizo una mueca de dolor.

Entonces la cortina de la tienda volvió a abrirse y Arya salió a la calle con paso enérgico, los brazos desnudos y despeinada. Los mechones de pelo se le enredaban sobre el rostro mientras se acercaba a tres de los guardias elfos de Eragon, que estaban de pie bajo la sombra de uno de los pabellones cercanos. Estuvo hablando unos instantes con uno de ellos, con una elfa de rostro alargado que se llamaba Invidia, y luego regresó por donde había venido.

Eragon llegó hasta ella a mitad de camino.

—¿Qué tal va? —preguntó.

—Mal.

—¿Por qué está tardando tanto? ¿No puedes ayudarla a parir más deprisa?

La expresión del rostro de Arya, que ya era de angustia, se hizo todavía más sombría.

—Podría hacerlo. Hubiera podido hacer salir al niño de su vientre durante la primera media hora, pero Gertrude y las otras mujeres solamente me han permitido utilizar los hechizos más sencillos.

—¡Pero eso es absurdo! ¿Por qué?

—Porque le tienen miedo a la magia…, y me tienen miedo a mí.

—Entonces explícales que no vas a causar ningún daño. Díselo en el idioma antiguo y no les quedará más alternativa que creerte.

Arya negó con la cabeza.

—Eso solo empeoraría las cosas. Creerían que intento hechizarlas contra su voluntad, y me echarían fuera.

—Pero seguro que Katrina…

—Gracias a ella he podido formular unos cuantos hechizos.

Volvieron a oír un grito de Elain.

—¿No permitirán, por lo menos, que le alivies el dolor?

—No más de lo que ya lo han hecho.

Eragon se giró hacia la tienda de Horst.

—¿Ah, sí? —gruñó, apretando los dientes.

Arya lo sujetó del brazo para que no se moviera de donde estaba, y él la miró como pidiéndole una explicación. Ella negó con la cabeza.

—No lo hagas —le pidió—. Estas costumbres son muy antiguas.

Si interfieres en esto, harás que Gertrude se enoje y se incomode, y muchas de las mujeres del pueblo se pondrán contra ti.

—¡Eso no me importa!

—Lo sé, pero confía en mí: ahora mismo, lo más sensato que puedes hacer es esperar con los demás. —Arya le soltó el brazo como para enfatizar esa afirmación.

—¡No puedo quedarme de brazos cruzados y permitir que siga sufriendo!

—Escúchame. Es mejor que te quedes aquí. Yo ayudaré a Elain tanto como pueda, eso te lo prometo, pero no entres ahí. Solo conseguirás provocar conflictos y rabia, y eso no hace ninguna falta…

Por favor.

Eragon dudó unos momentos. Al oír otro grito de Elain, soltó un bufido de disgusto y levantó las manos en un gesto de rendición.

—Vale —dijo, acercando su rostro al de Arya—, pero, pase lo que pase, no permitas que ni ella ni el niño mueran. No me importa lo que tengas que hacer, pero no permitas que mueran.

Arya lo observó con expresión seria.

—Nunca permitiría que un niño sufriera ningún mal —contestó, y continuó su camino.

Mientras Arya volvía a entrar en la tienda de Horst, Eragon regresó al lado de Roran, Albriech y Baldor y volvió a sentarse en el barril.

—¿Y bien? —preguntó Roran.

Eragon se encogió de hombros.

—Están haciendo todo lo que pueden. Debemos tener paciencia…, eso es todo.

—Me parece que ella ha dicho bastantes cosas más —intervino Baldor.

—Todo quería decir lo mismo.

El sol se acercaba al horizonte y había cambiado de color: ahora mostraba unas tonalidades anaranjadas y violetas. Las pocas nubes que quedaban en la parte oeste del cielo —restos de la tormenta anterior— habían adquirido unos tonos parecidos. Las golondrinas pasaban volando por encima de sus cabezas cazando moscas, polillas y otros insectos. A medida que pasaba el rato, los gritos de Elain perdían fuerza: los potentes chillidos del principio se habían convertido en unos gemidos entrecortados que a Eragon le ponían los pelos de punta. Lo que más deseaba era liberarla de ese tormento, pero no podía ignorar el consejo de Arya, así que se quedó donde estaba y se entretuvo mordisqueándose las uñas y charlando con Saphira. Cuando el sol tocó el horizonte, sus rayos se extendieron a lo largo de la tierra como los hilos de una yema de huevo desparramada. Entre los gorriones empezaron a aparecer murciélagos que aleteaban frenéticamente sus alas apergaminadas y que emitían unos chillidos agudos y penetrantes.

De repente, Elaine soltó un grito que apagó todos los demás sonidos de la noche, un grito que Eragon deseó no volver a oír nunca más. Después se hizo un silencio profundo.

Poco a poco, se empezó a distinguir el llanto agudo y entrecortado de un niño recién nacido, ese escándalo inmemorial que anuncia la llegada de un nuevo ser humano al mundo. Al oírlo, Albriech y Baldor sonrieron, igual que Eragon y Roran, y algunos de los hombres que esperaban en la calle prorrumpieron en alaridos de alegría.

Sin embargo, la celebración duró poco. Un lamento profundo, estremecedor y lastimoso dejó a Eragon helado de miedo. Sabía que aquello solo podía significar una cosa: había ocurrido la peor de las tragedias.

—No —dijo, incrédulo, poniéndose en pie. «No puede estar muerta. No puede… Arya lo prometió.»

Como respondiendo a sus pensamientos, Arya abrió la cortina de la tienda y corrió hasta él con unas zancadas imposiblemente largas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Baldor en cuanto se detuvo.

Sin prestarle atención, Arya dijo:

—Eragon, ven.

—¿Qué ha sucedido? —repitió Baldor, enojado y cogiendo a la elfa por el hombro.

Rápida como el rayo, Arya le cogió la muñeca y le dobló el brazo tras la espalda obligándolo a encorvarse como un tullido. Baldor hizo una mueca de dolor.

—¡Si quieres que tu hermanita viva, quédate a un lado y no te metas!

La elfa lo soltó y le dio un empujón que lo mandó a los brazos de Albriech. Luego dio media vuelta y regresó a la tienda de Horst.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Eragon reuniéndose con ella.

Arya lo miró con ojos encendidos.

—La niña está sana, pero ha nacido con un labio leporino.

Eragon comprendió inmediatamente el motivo de los lamentos de las mujeres. A casi ninguno de los niños que nacían con esa maldición se les permitía vivir porque era difícil alimentarlos y, aunque sus padres fueran capaces de hacerlo, más adelante sufrían un destino miserable. Eran ignorados, ridiculizados, y no podían encontrar una pareja para casarse. En casi todos los casos hubiera sido mejor que hubieran nacido muertos.

—Tienes que curarla, Eragon —dijo Arya.

—¿Yo? Pero si yo nunca… ¿Por qué no tú? Tú sabes más de sanación que yo.

—Si modifico el aspecto de la niña, la gente dirá que la he raptado y la he reemplazado por otra. Conozco muy bien las historias que los tuyos cuentan acerca de los de mi raza, Eragon…, demasiado bien.

Lo haré si es necesario, pero la niña sufrirá por ello durante toda su vida. Tú eres el único que la puede salvar de ese destino.

Eragon se sentía atenazado por el pánico. No quería ser responsable de la vida de otra persona; ya había demasiadas personas que dependían de él.

—Tienes que curarla —insistió Arya con vehemencia.

Esas palabras hicieron recordar a Eragon hasta qué punto los elfos cuidaban de sus niños, y de los niños de todas las razas.

—¿Me ayudarás si lo necesito?

—Por supuesto.

Y yo también
—dijo Saphira—.
¿Hacía falta que me lo preguntaras?

—De acuerdo —repuso Eragon, decidido, mientras apoyaba una mano en
Brisingr
—. Lo haré.

Y se dirigió hacia la tienda, seguido por Arya. En cuanto abrió las pesadas cortinas, el denso humo de las velas le escoció en los ojos.

A pesar de ello, distinguió a cinco mujeres de Carvahall, que se apiñaban ante una de las paredes, y la actitud que vio en ellas lo impactó con tanta fuerza como si le hubieran dado un puñetazo. Las mujeres se balanceaban, como sumidas en un trance, y se tiraban de las ropas y del pelo mientras gemían desconsoladamente. Horst se encontraba a los pies del camastro y discutía con Gertrude. Se le veía el rostro rojo e hinchado a causa del agotamiento. La rolliza curandera sujetaba un fardo de trapos contra el pecho, y, aunque no lo podía ver bien, Eragon se dio cuenta de que se trataba de la niña porque se movía y chillaba, participando así en el alboroto general. Gertrude tenía las mejillas brillantes de sudor, y el pelo se le pegaba a la piel.

Sus antebrazos desnudos estaban manchados de fluidos varios. Y Katrina, arrodillada sobre un cojín a la cabecera del camastro, refrescaba la frente de Elain con un trapo húmedo.

Elain estaba irreconocible: se la veía demacrada, tenía unas ojeras oscuras y profundas y la mirada perdida, como si fuera incapaz de enfocar los ojos. Unas grandes lágrimas se le deslizaban por las sienes y desaparecían entre los rizos enredados. Abría y cerraba la boca, farfullando palabras ininteligibles. Una sábana manchada de sangre le cubría el cuerpo.

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