—Que era simpatizante del Partick Thistle.
—Muy listo… Esquivaba la cuestión sectaria y al mismo tiempo se ganaba su compasión.
—Sí. Pero seguían metiéndose conmigo por ser judío. Recuerdo haber molido a palos a un chico en la escuela que dijo que nosotros teníamos todo el dinero. No fueron sus insultos lo que me afectó… Estaba terriblemente furioso de que mis adinerados padres me hicieran vivir en una casa de vecinos barriobajera de Newlands.
Me reí y en algún lugar de la zona más oscura de Haití un brujo vudú pinchó un muñeco de mi cabeza con un alfiler. La acogedora mujer de mediana edad se quejó ruidosamente y me indicó que me quedara quieto.
—Danos un momento, Lizzie —dijo Jonny—. Me ocuparé de que se porte bien.
—Creo que le gusto —dije cuando se marchó.
—Lizzie Sharp —explicó Jonny—. Fue enfermera jefe del Western General. Tenía un negocio extra que consistía en ayudar a jóvenes mujeres que tenían problemas. Le metieron tres años por ello. Es bastante útil cuando zarandean a uno de los míos. Escucha, Lennox, tienes que ir a un hospital. El doctor Banks está preocupado por ti.
—Si al doctor Banks le hubiera preocupado alguna vez alguna otra cosa salvo la procedencia de su próximo trago, no le hubieran prohibido el ejercicio de su profesión. Me pondré bien.
Me incorporé un poco para sentarme y para probar que tenía razón, pero otra punzada del brujo demostró que no. Jonny se encogió de hombros y me arrojó un frasco que hizo ruido de cascabel en mi mano cuando lo cogí.
—El doctor dice que estas pastillas te harán bajar bastante el dolor. Me ha dicho que son muy fuertes. Pero tienes que asegurarte de no combinarlas con alcohol o te volverán loco.
Me había atendido una enfermera corrupta, medicado un doctor corrupto que probablemente obtenía medicamentos como ése de un farmacéutico corrupto. Dejé caer un par de pastillas en la palma de la mano. Eran grandes como tabletas para caballos; tal vez el doctor Banks las había obtenido de un veterinario corrupto, en realidad.
—Qué demonios, Jonny —dije—. La última vez que alguien recetó tabletas de este tamaño, Moisés las tuvo que bajar del monte Sinaí. ¿Se supone que debo estar en la carrera de las cuatro en Troon después de tomarlas?
—El médico dijo que las partas en dos antes de tomarlas. No te preocupes… Banks sabe que no debe hacerme enfadar. —Me pasó un vaso de agua—. Duerme un par de horas, luego veremos cómo podemos perder a nuestros amigos policías antes de dirigirnos a Shawfields.
Las píldoras que había dejado el doctor Banks dieron resultado. El dolor disminuyó lo suficiente y, más que quedarme dormido, directamente me hundí en el sueño. Me zambullí en un vivido mundo onírico de colores tan luminosos que daban náuseas y bordes tan afilados que dolían. Lillian Andrews, siempre la chica de mis sueños, estaba allí, sentada en una silla baja, estilo Contemporary en el centro de una habitación infinita, sin paredes, y fumaba mientras a su alrededor varios hombres se mataban entre sí. El suelo bajo sus pies tenía una alfombra de un subido color rojo.
—Es muy práctica —dijo con voz serena—. La sangre no se ve para nada.
Su explicación quedó ejemplificada cuando Martillo Murphy le hundió su mazo a Bobby en un lado de la cabeza y una salpicadura de sangre, del mismo tono que la alfombra y los labios de Lillian, le manchó a ella la mejilla.
—Te mataré —le dije sin furia ni maldad mientras me sentaba frente a ella en una silla que apareció debajo de mí. Ronnie Smails y Arthur Parks se nos sumaron, cada uno sentado en las sillas en las que yo los había encontrado. Ninguno dijo nada. La mandíbula inferior de Parks seguía torcida en un ángulo antinatural. Cogí una copa de vino que ella me pasó y brindamos por la memoria de su marido.
—¿Vas a Follarme antes? —preguntó Lillian con voz casual—. ¿O después?
—Aún no lo he decidido.
Ella respondió algo pero no alcancé a oírla por los gritos de los que luchaban y morían. Di un sorbo al vino tinto y era espeso y caliente y con gusto a cobre.
Me desperté.
Las cortinas estaban corridas y el dormitorio en el que me encontraba de pronto parecía diminuto y apretado en comparación con la arquitectura imposible de la habitación de mi sueño. Sentí náuseas. Me incorporé y salí corriendo del cuarto. Encontré el baño al final del pasillo justo a tiempo. Vomité todo lo que tenía en el estómago pero seguí teniendo arcadas durante un par de minutos interminables.
Me lavé la cara y me contemplé en el espejo del baño. El mundo parecía conservar la afilada y dura hiperrealidad de mi sueño. Tenía el pelo pegado a la frente como algas negras en una playa. Me veía viejo, me sentía viejo. Había un vendaje grande de gasa adherido con cinta a la parte de cabeza que Banks me había cosido. Jonny apareció en la puerta detrás de mí. Miré el reflejo de su cara amoratada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sobreviviré —dije sin mucha convicción—. Vamos.
Lizzie, la enfermera abortista, me vendó la cabeza con una gasa más discreta y me tomé otro par de las tabletas para caballos de Banks. De nuevo algo pareció encenderse dentro de mi cabeza y sentí que estaba viendo
Lo que el viento se llevó
en tecnicolor.
Al menos la cabeza había dejado de dolerme.
Uno de los guardaespaldas de Jonny tenía más o menos su mismo tamaño y tez. Esperamos a que se pusiera un traje de Jonny, el impermeable y el sombrero. Le dio las llaves del Riley y vimos cómo el coche de la policía seguía al falso Jonny.
—Me siento culpable, en cierto modo —dijo—. Es como engañar a niños por deporte.
Aguardamos un par de minutos antes de salir por la puerta trasera, saltar un par de cercas de los vecinos y pasar a la calle. Jonny venía acompañado de un par de gorilas; era lo habitual en esa clase de reuniones. Anduvimos las tres manzanas hasta donde yo había aparcado el Atlantic y luego avanzamos a través de Giffnock y Pollockshields antes de enfilar hacia Rutherglen. El estadio de Shawfields tenía una entrada de estilo
art déco
falso egipcio que habría enorgullecido a un faraón, si alguna vez hubiese existido un faraón que bautizara a sus perros de caza con nombres como
Blue-Boy
y
Jack's-m'Lad
y le gustara hacer apuestas de cinco libras.
El estadio estaba lleno. Dejamos el coche en un aparcamiento que era ambiciosamente enorme y bastante vacío de coches pero repleto a rebosar de clientes a pie que lo usaban como atajo para llegar a las gradas. Seguí a Jonny y a sus muchachos a una entrada con un cartel que decía «Suite gerencial» y subimos a una habitación grande con alfombra roja, una barra y ventanales que daban a las pistas.
Willie Sneddon ya estaba allí. Deditos McBride y Pequeñito Semple merodeaban con aire malévolo en una esquina. Alguien le había dado una buena tunda a Deditos, uno de cuyos ojos estaba casi cerrado. Policía o no, a quienquiera que fuera el responsable de aquella paliza le vendría bien dormir con sueño ligero en adelante.
A pesar de sus quejas por teléfono, en comparación la cara de Sneddon no tenía marcas; tal vez se las había arreglado para mantener las manos de McNab ocupadas con saludos masónicos. La paranoia de Martillo Murphy no estaba totalmente fuera de lugar. Sneddon se apoyó contra la barra, acunando un vaso de whisky entre los dedos. Nos saludó con un movimiento de la cabeza cuando llegamos.
—¿Te encuentras bien, Willie? —preguntó Jonny Cohen con una sonrisa.
Sneddon gruñó.
—Me siento un poco maltrecho, podría decirse. ¿Tú también?
Jonny se sumó a él en la barra. Tras ella, un joven con una blanca chaqueta de camarero y demasiado Brylcreem le sirvió un escocés. Yo levanté una mano para rechazar la invitación de Sneddon. Quería mantener mi abollada cabeza lo más despejada posible y no me interesaba la fiesta que se produciría si mezclaba alcohol con las tabletas del doctor Banks.
Murphy llegaría tarde. Todos sabíamos que llegaría tarde sólo para dejar claro un mensaje y hacer una entrada espectacular. Un rugido se elevó hasta la suite desde las gradas que estaban más abajo cuando las puertas trampa se abrieron y dejaron salir a los galgos. Murphy llegó justo en ese momento, escoltado por los dos tíos de aspecto duro que me habían convencido de subir a un taxi. Sneddon se puso de pie y encaró a Murphy. Deditos y Pequeñito Semple se acercaron para ponerse a ambos lados de su jefe.
—Murphy… —El saludo de Sneddon, acompañado de un gesto con la cabeza, tenía toda la calidez de una casera de Corstorphine.
Murphy no respondió, pero algo que estaba a la altura del hombro de Sneddon le llamó la atención y le echó una mirada de desprecio. Todos miramos en esa dirección. Era un retrato de nuestra flamante monarca colgado en la pared. «Oh, bien —pensé—, hora de jugar». En la febril atmósfera sectaria de Glasgow, la Reina simbolizaba todo lo protestante; era como lo opuesto del Papa. Dependiendo de en qué parte de Glasgow uno se encontraba, vería escrito en las paredes A LA mierda el Papa o bien A la mierda la Reina. Técnicamente, desde luego, la Reina era la cabeza de la Iglesia de Inglaterra y no de la
Kirk
[6]
de Escocia. Pero «A la mierda la Reina» era más fácil de deletrear y hacía falta menos cal para cubrirla que «A la mierda el reverendo doctor James Pitt-Watson, moderador de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia».
—¿Llevas esas puñeteras fotos a todos lados contigo y las cuelgas donde quiera que estés, Sneddon? —Murphy intentó dibujar una sonrisa jocosa pero sólo consiguió mostrar los dientes.
—¿Quieres beber algo, Murphy? —Sneddon no pensaba morder el anzuelo—. Podemos brindar en nombre de Su Majestad, si te parece bien.
—Sí, brindárnosla a ella. No es mala idea. Supongo que vosotros ya estáis todos preparados para la pula coronación, ¿verdad?
—La veré por televisión —dijo Sneddon, con un tono sereno y grave—. Supongo que has oído hablar de la televisión.
—Y apuesto a que ella se va a sentar en uno de esos grandes cojines de terciopelo, como siempre.
—¿Y qué? —De pronto apareció una tensión especial en la voz de Sneddon.
—Ahora que estamos todos aquí —intervine en un tono de cambiemos-de-tema-rápido—, quería contarles lo que he averiguado sobre Tam McGahern…
—¿Sabes por qué se sienta así? —continuó Murphy. Al parecer mi voz ya no tenía el poder de convicción de siempre.
—Tengo la extraña sensación de que tú vas a decírmelo —respondió Sneddon. Dejó el vaso sobre la barra y se volvió al joven vestido de camarero—. Tú… Largo de aquí. Pero deja la botella.
Una vez más, en mi cabeza apareció la imagen de un pianista de bar de mala muerte que dejaba de tocar en la mitad de la canción. El camarero se marchó, pero Murphy lo interceptó ostentosamente y le dio una propina de diez libras.
—No me malinterpretes —dijo—. No tengo nada contra ella. Una chica bastante agradable. Ojo, no es muy atractiva, pero de todas maneras creo que Phil se pasa la mayor parte del tiempo mirándole la nuca.
—¿Qué coño quiere decir eso?
La complexión fuerte de Sneddon y su duro rostro parecieron volverse más fuertes y más duros. Jonny Cohen me miró con una expresión que, de manera muy elocuente, transmitía «¡Oh, mierda!».
—Prestad atención, muchachos —dijo—. Éste no es el momento…
—No quiero decir nada —prosiguió Murphy—, sólo que ella se sienta sobre esos grandes cojines. Me preguntaba si eso se debe a que está casada con un cabrón griego. Y tú sabes lo que eso significa.
—¿Por qué no me lo dices tú? —replicó Sneddon. Su mano descansaba en la barra cerca de la botella de whisky.
—Ya sabes, Sneddon… Phil es griego. Y a los griegos les gusta entregar el reparto por la puerta trasera, ya sabes… —Murphy se volvió hacia sus matones—. ¿Qué pensáis, muchachos?
—Creo que es parte de su puta cultura —dijo uno de los narices rotas—. Tal vez esté escrito en sus leyes, o algo así.
—Sí —dijo Murphy—. O tal vez esté en los votos matrimoniales de los griegos… «prometo honrar y obedecer y dejar que me metan un puro por el tubo».
Al menos, pensé, Murphy intentaba conversar sobre algo que a Sneddon le interesaba. Y nada estaba más cerca del corazón de Willie Sneddon —ultrapatriótico, miembro de la orden de Orange, monárquico hasta el culo, unionista protestante— que la nueva Reina. Si yo hubiera tenido la lámpara de Aladino habría deseado volver al pasado, al O.K. Corral.
—Ese Papa vuestro también se sienta sobre una puta pila de cojines, ¿sabes? —dijo Sneddon. Su mano ya rodeaba la botella de whisky. No me pareció que estuviera a punto de ofrecerle un trago a Murphy—. Al menos a Su Majestad no hay que llevarla a todos lados sobre una puta silla. Supongo que el Papa siempre está sentado porque está demasiado cansado para caminar después de corretear detrás de todos esos jodidos monaguillos.
Existe la expresión «podía cortarse el aire con un cuchillo». Considerando que esa atmósfera la estaban creando Martillo Murphy y Willie Sneddon, no era el aire lo que terminaría cortado por un cuchillo, o hecho mierda a martillazos. Los dos sostuvieron sus miradas asesinas sin pestañear. Aunque, en el caso de Martillo Murphy, no recuerdo haberlo visto mirar nada o a nadie con una mirada que no fuera asesina. Tal vez, en los momentos de intimidad con su buena esposa, o en los intervalos de ternura con sus hijos, la reducía a una mirada de ataque calificado como «lesiones y amenazas».
—Vamos, amigos —dije—. Una broma es una broma. No ha ocurrido nada.
—Lennox tiene razón —dijo el Apuesto Jonny con una apuesta sonrisa—. ¿Dónde estaríamos todos si no tuviéramos sentido del humor?
—¿En Edimburgo? —intervine. Sneddon y Murphy volvieron sus miradas asesinas hacia mí de una manera que sugería que mi intervención me valdría una tumba prematura. Al menos los había puesto de acuerdo en algo. Había llegado el momento de pasar a otro tema.
—Da igual —continué—, por mucho que deteste tener que interrumpir este diálogo de cerebritos, creo que deberíamos hablar de lo que he averiguado, en vez de seguir agrediéndonos.
Mientras yo hablaba, Jonny Cohen esquivó a Pequeñito Semple y se interpuso entre Sneddon y Murphy.
—Lennox tiene razón —repitió—. Si vamos a empezar a atacarnos entre nosotros nos iremos todos a la mierda. No nos engañemos pensando que sólo hay tres firmas en la ciudad. Hay una cuarta: la policía. A la pasma le vendría muy bien que nos debilitáramos. Mejor escuchemos lo que Lennox tiene que decirnos.