Authors: Anne Rice
Finalmente, me incorporé hasta apoyarme en las rodillas y en las manos. Me sentía aturdido y desquiciado, casi mareado. Miré la hoguera. Aún estaba a tiempo de reavivar lo que quedaba y arrojarme yo también a las llamas voraces.
Pero en el mismo instante en que me obligaba a imaginar el sufrimiento de hacer tal cosa, me di cuenta de que no tenía la menor intención de llevarlo a cabo.
Después de todo, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Qué había hecho yo para merecer el destino de las brujas? Yo no deseaba ir al infierno; ni por un instante había pensado tal cosa. ¡Por todos los infiernos que no tenía interés alguno en descender a ellos para escupirle en la cara al Príncipe de las Tinieblas, fuera quien fuese!
Al contrario, si yo era ahora un ser condenado, ¡que fuera el propio diablo quien viniera por mí! Que me dijera él la razón de mi condena al sufrimiento. Me gustaría conocerla, realmente.
En cuanto al olvido..., bien, podíamos esperar un poco antes de eso. Podíamos dedicar un poco de tiempo, al menos, a meditar al respecto.
Una extraña calma se adueñó de mí poco a poco. Me sentía triste, lleno de amargura y creciente fascinación.
Ya no era un ser humano.
Y allí, agachado a cuatro patas pensando en ello y con la vista puesta en las brasas agonizantes, me fue invadiendo una inmensa energía. Gradualmente, mis sollozos juveniles cesaron y empecé a estudiar la blancura de mi piel, la agudeza de mis nuevos y perversos colmillos y el modo en que mis uñas brillaban en la oscuridad, como si las llevara lacadas.
Todos mis pequeños dolores habituales habían desaparecido, y el calor residual que despedía la madera aún humeante me reconfortó, como una prenda de abrigo que me envolviera.
Pasó el tiempo, pero no lo sentí transcurrir.
Cada cambio en el movimiento del aire fue una caricia. Y, cuando de la lejana ciudad débilmente iluminada llegó un coro de apagadas campanas que daban la hora, su sonido no marcó el paso del tiempo mortal. Los tañidos eran sólo la música más pura, y permanecí tendido, aturdido y boquiabierto, mientras contemplaba el paso de las nubes.
Pero en el pecho empecé a sentir un nuevo dolor, vivo y ardiente, que se extendió a través de las venas, se apretó en torno a la cabeza y se concentró en el vientre y las entrañas. Entrecerré los ojos, ladeé la cabeza y advertí que no tenía miedo de aquel dolor, sino que más bien lo notaba como si lo estuviera oyendo.
Entonces vi la causa. Estaba expulsando mis excrementos en un pequeño torrente. Me descubrí incapaz de controlar mi cuerpo, pero, mientras observaba cómo la suciedad manchaba mis ropas, me di cuenta de que no sentía repugnancia.
Unas ratas se deslizaron por la estancia, acercándose a aquella inmundicia sobre sus pequeñas patas silenciosas, pero ni siquiera su presencia me desagradó.
Aquellas criaturas no podían tocarme, aunque corrieran por encima de mí para devorar los excrementos.
De hecho, no pude imaginar absolutamente nada en la oscuridad, ni siquiera el contacto con los viscosos insectos de las tumbas, que fuera capaz de provocarme repulsión. Ahora no importaba nada que se arrastraran sobre mis manos y mi rostro.
Yo no formaba parte del mundo que sentía asco ante aquellas cosas. Y, con una sonrisa, comprendí que ahora formaba parte de lo que producía temor y repugnancia a los demás. Poco a poco y con gran placer, me eché a reír.
Con todo, la pena no me había abandonado por entero. Me acompañaba como una idea, y aquella idea contenía una pura verdad.
Estoy muerto y soy un vampiro. Y las criaturas morirán para que yo pueda vivir: beberé su sangre para seguir viviendo. Y nunca jamás volveré a ver a Nicolás, ni a mi madre, ni a ninguno de los humanos que he conocido y amado, ni a nadie de mi familia humana. Beberé sangre. Y viviré para siempre. Eso será exactamente lo que sucederá. Y lo que sucederá está sólo empezando: ¡apenas acaba de nacer! Y el parto que lo ha dado a luz ha sido un éxtasis como jamás antes había conocido.
Me puse de pie. Me sentía ligero y poderoso y extrañamente entumecido. Di unos pasos hasta el fuego apagado y anduve entre la leña quemada.
No había huesos. Era como si el ser diabólico se hubiera desintegrado. Llevé hasta la ventana las cenizas que pude recoger y, mientras el viento las dispersaba, musité un adiós a Magnus preguntándome si podría oírme.
Finalmente, sólo quedaron los troncos carbonizados y el hollín de mis manos, que sacudí en la oscuridad.
Era el momento de examinar la cámara inferior.
Desplacé la losa con bastante facilidad, como ya lo había hecho antes, y en su interior había un gancho para que pudiera encajarla en su sitio una vez dentro.
Pero para entrar en el estrecho conducto tuve que tenderme boca abajo y, cuando me arrodillé para asomarme, no alcancé a ver ninguna luz al otro extremo. Su aspecto no me agradó.
Me dije que, de haber sido mortal todavía, absolutamente nada me habría inducido a arrastrarme por un pasillo como aquél. Sin embargo, el viejo vampiro había sido muy explícito al decir que el sol podía destruirme con la misma eficacia que el fuego. Era preciso que llegara al ataúd. Noté que el miedo volvía a asaltarme como un torrente.
Me aplasté contra el suelo y avancé como un lagarto por el pasadizo. Como temía, apenas podía alzar la cabeza y no había espacio para darme la vuelta y alcanzar el gancho de la losa. Tuve que introducir el pie en el gancho y arrastrarme hacia adentro tirando de la piedra hacia mí.
Oscuridad total. Con espacio apenas para incorporarme unos centímetros sobre los codos.
Solté un jadeo, me entró pánico y estuve a punto de volverme loco pensando que no podía levantar la cabeza, hasta que, por último, me di con ésta contra la piedra y quedé tendido allí, lloriqueando.
¿Qué podía hacer ahora? Era preciso que llegara al ataúd.
Así pues, me obligué a dejar de gimotear y empecé a avanzar a rastras, cada vez más deprisa. Me arañé las rodillas contra la piedra mientras mis manos buscaban grietas y hendiduras para impulsarse. El cuello me dolía debido a la tensión de contener el impulso de levantar la cabeza, otra vez presa del pánico.
Y cuando, de pronto, mis manos toparon con una piedra sólida en su avance, la empujé con todas mis fuerzas. Noté que se movía, al tiempo que una suave luz penetraba por los resquicios.
Salí gateando del conducto y me encontré en una pequeña estancia de techo bajo y curvo, con una ventana alta y estrecha cerrada por otra reja de gruesos barrotes de hierro. Sin embargo, la suave luz violácea de la noche penetraba por ella dejando a la vista una gran chimenea en la pared opuesta, un montón de leña para prender el fuego y, a su lado, bajo la ventana, un antiguo sarcófago de piedra.
Mi capa de terciopelo rojo forrada de piel de lobo estaba extendida sobre el sarcófago y, sobre un tosco banco, descubrí un espléndido traje, también de terciopelo rojo, bordado en oro y profusión de encaje italiano, así como unos calzones de seda roja, unas medias de seda blanca y unas chinelas de tacón rojo.
Aparté el cabello de mi rostro y sequé la fina capa de sudor que bañaba mi frente y mi bigote. Era un sudor mezclado con sangre, y, cuando lo advertí por las manchas en las manos, sentí una curiosa excitación.
«¡Ah!» pensé, «¿qué soy? ¿Qué me espera?». Contemplé durante un largo instante la sangre de mis manos y luego me lamí los dedos. Me recorrió una deliciosa sensación de profundo placer y tardé unos minutos en recuperarme lo suficiente como para acercarme al hogar.
Tomé dos astillas de leña como había hecho el viejo vampiro y, frotándolas con fuerza y velocidad, casi las vi desaparecer tras la llama que se alzó de ellas. No había en aquello nada de mágico, sólo habilidad. Cuando el fuego empezó a calentar, me quité mis ropas sucias Y. tras limpiar con la camisa hasta el último vestigio de excrementos, arrojé toda mi indumentaria a las llamas antes de ponerme las prendas que acababa de encontrar.
Unas prendas rojas, de un encarnado deslumbrante. Ni siquiera Nicolás había lucido nunca ropas como aquéllas. Eran galas para la Corte de Versalles, con perlas y pequeños rubíes intercalados en los bordados. El encaje de la camisa era de Valenciennes, y yo lo conocía ya del vestido de boda de mi madre.
Me eché la capa de piel de lobo sobre los hombros y, aunque el frío me desapareció del cuerpo, me sentí como una criatura esculpida en el hielo. Me pareció que mi sonrisa era dura y lustrosa y extrañamente torpe mientras me dedicaba a contemplar y palpar aquellas prendas.
Contemplé el sarcófago al resplandor de las llamas. Sobre la pesada tapa estaba tallada la efigie de un anciano y me di cuenta enseguida de que recordaba a Magnus.
Allí, sin embargo, Magnus aparecía en ademán tranquilo, con su boca de bufón bien cerrada ahora, los ojos mirando apacibles hacia el techo y el cabello en una larga melena de rizos y ondas perfectamente esculpida.
Sin duda, aquel sarcófago tenía al menos tres siglos. La figura de Magnus reposaba con las manos cruzadas sobre el pecho, vestido con una larga túnica. De la espada tallada en la piedra, alguien había eliminado a golpes la empuñadura y parte de la vaina.
Permanecí un rato interminable observando este detalle y comprobé que el trozo que faltaba había sido eliminado a golpes de cincel y con gran esfuerzo.
¿Era tal vez la forma de cruz de la empuñadura lo que había querido borrar el autor del hecho? La dibujé con el dedo, pero no sucedió nada, como tampoco había sucedido nada en la otra sala, cuando había murmurado mis plegarias. Acuclillado en el polvo junto al sarcófago, dibujé otra cruz.
Tampoco sucedió nada.
Luego, añadí a la cruz unos cuantos trazos para representar el cuerpo de Cristo, sus brazos, el ángulo de sus rodillas, su cabeza caída sobre el pecho. Escribí «Nuestro Señor Jesucristo», las únicas palabras que sabía escribir correctamente, además de mi nombre, pero siguió sin suceder nada.
Y, lanzando aún inquietas miradas hacia la pequeña cruz y las palabras garabateadas, intenté levantar la tapa del sarcófago.
No me resultó fácil, ni siquiera con las nuevas fuerzas que ahora poseía. Desde luego, ningún hombre mortal podría haberla alzado.
Pero lo que me dejó perplejo fue el grado de esfuerzo que me exigió. Me di cuenta de que mis fuerzas no eran ilimitadas, y de que, desde luego, no podían compararse con las del viejo vampiro. Aun así, poseía la fuerza de tres hombres, quizá de cuatro; resultaba imposible calcularlo.
En aquel instante, me pareció algo realmente impresionante.
Contemplé el sarcófago. No era más que un estrecho hueco lleno de sombras, en el cual no podía imaginarme metido. Alrededor de la tapa había una inscripción en latín que no supe leer.
Esto me atormentó y deseé que las palabras no estuvieran allí. La añoranza de Magnus, la sensación de desamparo, amenazaron con atenazarme de nuevo. ¡Le odié por haberme abandonado! Y me sorprendió en toda su ironía el hecho de haber sentido amor por él cuando se disponía a saltar sobre las llamas. Y de haberle amado de nuevo al encontrar las ropas rojas en la estancia.
¿Se quieren entre ellos los demonios? ¿Caminan del brazo por el infierno, diciéndose unos a otros: «¡Ah, amigo mío, cuánto te quiero!», y cosas parecidas? La mía era una pregunta puramente intelectual e intrascendente, ya que no creía en el infierno, pero era una cuestión de un concepto del mal, ¿no era así? Se supone que todas las criaturas del infierno se odian entre ellas, igual que todos los que se salvan odian a los condenados, sin reservas.
Aquella idea me había acompañado toda la vida. De niño, me había aterrado el pensamiento de que yo pudiera ir al cielo y mi madre al infierno, y de que entonces tuviera la obligación de odiarla. Eso era imposible. ¿Y que sucedería si nos encontrábamos los dos en el infierno?
«Bien» me dije, «ahora sé, tanto si creo en el infierno como si no, que los vampiros pueden amarse entre ellos, que uno no deja de amar por el hecho de estar dedicado al mal».
Al menos, eso me pareció en aquel breve instante. Pero no debía ponerme a llorar otra vez. No podía soportar tantas lágrimas.
Volví los ojos a un gran baúl de madera semioculto a la cabecera del sarcófago. No estaba cerrado, y la tapa, de madera putrefacta, casi saltó de los goznes cuando la levanté.
Y, aunque el viejo maestro me había dicho que me dejaba su tesoro, me quedé mudo de asombro ante lo que vi. El baúl estaba repleto de oro, plata y piedras preciosas. Había incontables anillos con joyas montadas, collares de diamantes, sartas de perlas, piezas de orfebrería, monedas y cientos de objetos valiosos.
Pasé las yemas de los dedos sobre aquellas riquezas y luego las cogí a puñados, jadeando de asombro cuando la luz encendía el rojo de los rubíes, el verde de las esmeraldas. Vi refracciones del color como no las había soñado, y una riqueza incalculable. Aquél era el famoso cofre de los piratas del Caribe, el proverbial rescate de un rey.
Y era todo mío.
Lo examiné más detenidamente. Entre las joyas había otros artículos personales y perecederos. Máscaras de satén de cuyo tejido putrefacto se desprendían los bordados de oro, pañuelos de encaje y jirones de tela en los que había prendidos broches y agujas. Había allí una cincha de cuero de un arnés adornada con campanillas de oro, un retal de encaje lleno de moho, atado en torno a un anillo, decenas de cajitas de rapé y numerosos medallones colgando de cintas de raso.
¿Les habría quitado Magnus todo aquello a sus víctimas?
Levanté una espada con incrustaciones de piedras preciosas, con mucho demasiado pesada para los tiempos en que me hallaba, y unas raídas chinelas, conservadas quizá por su hebilla de brillantes.
Naturalmente, Magnus había tomado lo que había querido de sus víctimas. En cambio, su indumentaria había consistido en ropas gastadas, casi harapos, a la moda de otro tiempo, y su vida en la torre había transcurrido como la de un ermitaño de otro siglo. No alcancé a comprenderlo.
Pero entre aquel tesoro había muchos otros objetos diversos. Rosarios confeccionados con espléndidas gemas, ¡y que todavía conservaban sus crucifijos! Toqué las pequeñas imágenes sagradas, sacudí la cabeza y me mordí el labio, como diciendo: «¡Qué horrible que las robara!». Sin embargo, también lo encontré muy divertido. Y lo tomé como una demostración más de que Dios no tenía ningún poder sobre mí.