Authors: Anne Rice
La impresión general que producía era como de algo fláccido y carente de vida, aunque sus facciones seguían tan animadas como la noche anterior. Los enormes ojos negros que parecían estirar la blanca carne en profundas arrugas, la nariz larga y afilada, la sonrisa de bufón en la boca. Allí estaban los colmillos, rozando los labios carentes de color, y el cabello, una masa reluciente de negro y plata que surgía sobre su blanca frente y le caía sobre los hombros y hasta los brazos.
Creo que se echó a reír.
Yo estaba paralizado de terror. Era incapaz incluso de gritar.
La botella de vino se me había escapado de entre los dedos y rodaba por el suelo. Cuando traté de moverme hacía adelante, de recobrar el control y hacer de mi cuerpo algo más que un saco torpe y borracho, sus piernas delgadas y larguiruchas cobraron vida de repente.
El ser avanzó hacia mí.
No grité. Emití un ronco rugido de furia y terror y salté del lecho, tropezando con la mesilla y huyendo de él lo más deprisa que pude.
Pero él me atrapó con sus largos dedos blancos, tan fríos y fuertes como lo habían sido la noche anterior.
—¡Suéltame, maldito, maldito, maldito! —exclamé balbuceando. La razón me dijo que le suplicara y lo intenté—. Me iré sin más, por favor. Déjame salir de aquí. Tienes que hacerlo. Déjame ir.
Acercó a mí su rostro enjuto y macilento, con los labios abiertos al máximo en sus pálidas mejillas, y soltó una risotada ronca y estentórea que pareció interminable. Me debatí en inútiles empujones, suplicándole de nuevo y balbuciendo tonterías y disculpas, y finalmente grité: «¡Ayúdame, Dios mío!». En ese instante, me tapó la boca con una de sus manos monstruosas.
—Basta, no vuelvas a decir eso en mi presencia, Matalobos, o te arrojaré a los lobos del infierno para que den cuenta de ti —dijo con una sonrisa despectiva—. ¿Hummm? Responde. ¿Hummm?
Asentí y cedió un poco su presión.
Su voz tuvo un pasajero efecto tranquilizador. Cuando hablaba, el ser parecía capaz de razonar. Sonaba casi refinado.
Levantó las manos y me acarició la cabeza mientras yo me encogía.
—El sol en el cabello —susurró— y el cielo azul fijado para siempre en los ojos.
Casi parecía meditabundo mientras me observaba. Su aliento no olía a nada, y creo que tampoco su cuerpo. El hedor a moho procedía de sus ropas.
No me atreví a moverme, aunque ya no me sujetaba. Contemplé sus ropas: una desgastada camisa de seda de mangas anchas y frunces en el cuello, polainas de lana peinada y unos calzones raídos.
En suma, su indumentaria era la de un hombre de siglos atrás. Yo había visto ropas como aquéllas en algunos tapices de mi casa, y en los cuadros de Caravaggio y de la Tour que colgaban en los aposentos de mi madre.
—Eres perfecto, mi Lelio, mi Matalobos —dijo el ser abriendo su gran boca hasta permitirme ver otra vez sus blancos y afilados colmillos. Eran los únicos dientes que tenía.
Me estremecí y advertí que estaba cayendo al suelo.
Pero él me levantó fácilmente con un brazo y me dejó con suavidad en el lecho.
Mientras levantaba la vista hacia su rostro, mi mente repetía ardientemente una oración: «Dios mío, ayúdame; Virgen Santa, ayúdame, ayúdame, ayúdame».
¿Qué era lo que tenía ante mí? ¿Qué era lo que había visto la noche anterior? Aquella cosa sonriente era la máscara de la vejez, agrietada por las profundas marcas del paso del tiempo y, al mismo tiempo, helada y tan dura y firme con sus manos. Aquello no era un ser viviente. Era un monstruo. Un vampiro. ¡Eso era, un muerto salido de la tumba y dotado de inteligencia, que se alimentaba chupando sangre!
Y sus piernas, ¿por qué me producían tal horror? El ser tenía aspecto humano, pero no se movía como un hombre. No parecía importarle si caminaba o gateaba, si se inclinaba o se arrodillaba. Me daba asco, pero, al mismo tiempo, me fascinaba. Tuve que reconocerlo: me fascinaba. Pero me hallaba en una situación demasiado peligrosa como para permitirme un estado mental tan extraño.
El ser soltó una profunda risotada, con las rodillas muy separadas, apoyando los dedos en mis mejillas al tiempo que efectuaba un gran arco encima de mí.
—¡Sí, querido, cuesta mucho mirarme! —dijo. Su voz seguía siendo un susurro y hablaba en largos jadeos—. Ya era viejo cuando me hicieron. Y tú, Lelio mío, muchacho de ojos azules, eres perfecto. Aún resultas más hermoso sin las luces del escenario.
La mano blanca y de largos dedos jugueteó de nuevo con mi cabello, levantando mechones y dejándolos caer mientras lanzaba un suspiro.
—No llores, Matalobos —añadió—. Eres un elegido y tus deslucidos triunfos en esa Casa de Tespis no serán nada cuando la noche llegue a su fin.
Y, de nuevo, estalló en aquellas roncas risotadas.
No tuve ninguna duda, al menos en ese instante, de que aquel ser era un enviado del diablo, que Dios y el diablo existían, de que más allá del vacío que había conocido hacía apenas unas horas se extendía aquel vasto mundo de seres oscuros y terribles amenazas en el cual, de algún modo, había sido engullido.
Me vino a la cabeza con toda claridad que estaba recibiendo el castigo por la vida que había llevado, pero tal cosa parecía absurda. En todo el mundo, millones de personas pensaban como yo. ¿Por qué, entonces, todo aquello me estaba sucediendo a mí? Y una siniestra posibilidad empezó a tomar forma, imparable: que el mundo no tuviera más sentido que antes y que todo aquello no fuera más que otro horror...
— ¡En el nombre de Dios, vete! —grité. Era preciso que creyera en Dios en aquel momento. Era preciso. Era él la última esperanza. Me apresuré a santiguarme.
El ser me miró por un instante con los ojos llenos de rabia. Pero permaneció callado.
Me vio hacer la señal de la Cruz. Me escuchó invocar a Dios una y otra vez.
Y se limitó a sonreír, convirtiendo su rostro en una perfecta máscara de la comedia en el arco del proscenio de cualquier teatro.
Yo continué con mis sollozos, espasmódicos como los de un niño.
—Entonces, el diablo reina en el cielo, y el paraíso es el infierno —le dije—. ¡Oh, Dios, no me abandones...!
Invoqué a todos los santos de los que había sido devoto en algún momento. El ser me cruzó la cara con un fuerte golpe. Rodé a un costado y estuve a punto de caer del lecho al suelo. La estancia empezó a dar vueltas. El sabor amargo del vino me volvió a la boca. Y volví a notar los dedos en mi cuello.
—Sí, Matalobos, lucha —murmuró—. No te vayas al infierno sin presentar batalla. Búrlate de Dios.
—¡No me burlo de él! —protesté.
Una vez más, me atrajo hacia él. Y yo me resistí, luchando como no lo había hecho en mi vida, ni siquiera con los lobos. Le golpeé, le tiré del cabello, le di patadas, pero su fuerza era tal que fue como luchar contra las gárgolas animadas de una catedral. Y no dejó de sonreír.
Después, se borró de su rostro toda expresión. El rostro pareció hacérsele muy largo. Tenía las mejillas hundidas y los ojos muy abiertos y casi curiosos. Entonces abrió la boca, con el labio inferior contraído. Vi los colmillos.
—¡Maldito, maldito, maldito seas!
Yo rugía y gritaba. El se acercó todavía más y sus dientes se hundieron en mi carne.
«Esta vez no» me dije enfurecido, «esta vez no. No lo sentiré. Resistiré, Esta vez lucharé por salvar mi alma».
Pero empezó a suceder de nuevo.
La dulzura, y la suavidad, y el mundo muy lejos, e incluso él, con toda la repulsión que me provocaba, curiosamente ajeno a mí, como un insecto pegado al otro lado de un cristal que no nos produce asco porque no puede tocarnos, y el sonido del gong, y el exquisito placer.., y luego me perdí por completo. Era incorpóreo y el placer era incorpóreo. No era otra cosa que placer. Me envolví en una red de sueños radiantes.
Vi una catacumba, un lugar frío y húmedo. Y un ser, un vampiro blanco, despertando en una tumba poco profunda. Estaba atado con pesadas cadenas e, inclinado sobre él, vi aquel monstruo que me había secuestrado; y supe que su nombre era Magnus y que, en aquel sueño, todavía era un mortal, un gran y poderoso alquimista que había desenterrado y atado aquel vampiro adormilado justo antes de la hora crucial de la puesta del sol.
Y en aquel instante, mientras la luz iba desvaneciéndose en el firmamento, Magnus bebió de su impotente prisionero la sangre mágica y maldita que le convertiría en uno de los muertos vivientes. El traidor había perpetrado el robo de la inmortalidad. Un oscuro Prometeo robando un fuego luminiscente. Risas en las tinieblas. Risas resonando en las catacumbas. Repitiéndose con el eco de los siglos. Y el hedor de la tumba. Y el éxtasis, absolutamente insondable e irresistible, desvaneciéndose progresivamente poco a poco hasta desaparecer.
Yo estaba llorando. Tendido en la paja, musité:
—Por favor, que no pare...
Magnus había dejado de sujetarme y yo volvía a respirar por mí mismo, y los sueños se habían borrado. Caí y caí mientras la noche estrellada se alzaba como un velo púrpura intenso de joyas a él adheridas.
—Muy ingenioso eso. Yo había creído que el cielo era... real.
El frío aire invernal penetraba un poco en la estancia. Noté mi rostro bañado en lágrimas. ¡Me torturaba la sed!
Y lejos, muy lejos de mí, Magnus estaba de pie observándome, con las manos colgando fláccidas junto a sus delgados muslos.
Intenté moverme. Estaba loco de sed. Todo mi cuerpo necesitaba beber.
—Estás muriendo, Matalobos —oí decir a Magnus—. La luz de tus ojos azules se está apagando como si todos los días de verano hubieran terminado...
—No, por favor...
La sed resultaba insoportable. Yo tenía la boca abierta y la espalda arqueada. Y allí estaba por fin el horror último, la propia muerte, en aquella forma.
—Pide, hijo —sugirió él. Su rostro había dejado de ser una máscara sonriente, totalmente transfigurado en una expresión compasiva. En aquel momento parecía casi humano; su vejez resultaba casi natural—. Pide y recibirás —añadió.
Vi correr el agua por todos los arroyos de montaña de mi infancia.
—Ayúdame, por favor.
—Yo te daré el agua de todas las aguas —me susurró al oído, y me pareció que su piel no era del todo blanca. Sólo era un hombre viejo, sentado allí a mi lado. Su rostro era realmente humano, y hasta un poco triste.
Pero al observar su sonrisa y verle enarcar las cejas en una mueca de curiosidad, supe que me equivocaba. Aquel ser no era humano. Era el mismo monstruo de siempre, ¡sólo que ahora estaba lleno con mi sangre!
—El vino de todos los vinos —susurró—. Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre.
Y, con esto, sus brazos me rodearon. Me atrajo hacia sí y noté que emanaba de él un gran calor. Parecía estar lleno, no de sangre, sino de amor a mí.
—Pídelo, Matalobos, y vivirás eternamente —murmuró. Pero su voz sonó cansada, sin vigor, y en su mirada había algo distante y trágico.
Noté la cabeza vuelta a un lado, convertido mi cuerpo en un guiñapo pesado y húmedo que yo no podía controlar. «No lo pediré, moriré antes que pedirlo» me dije. Y entonces se abrió ante mí aquella gran desesperación que tanto temía, aquel vacío que era la muerte, pero seguí diciendo «No». Presa de un puro horror, seguí diciendo «No». No me doblegaría ante aquello, ante el caos y el horror. No y no.
—La vida eterna —susurró el.
La cabeza me cayó sobre su hombro.
—Terco Matalobos...
Sus labios me rozaron. Noté su aliento cálido e inodoro sobre mi cuello.
—Terco, no —repliqué en otro susurro, tan débil, que me pregunté si me habría oído—. Valiente, no terco. —Parecía inútil no hacer tal precisión. ¿Qué significaba un poco de vanidad en aquel momento? ¿Qué significaba cualquier cosa? Y un mundo tan trivial era terco, cruel...
Me levantó la cara y, sosteniéndola en su mano derecha, alzó la zurda y se hizo un profundo corte en su propia garganta con las uñas.
El cuerpo se me dobló por la cintura en una convulsión de terror, pero él apretó mi rostro contra la herida mientras me conminaba:
—¡Bebe!
Escuché mi propio grito, que me ensordeció los oídos. Y la sangre que brotaba de la herida tocó mis labios resecos y cuarteados.
La sed pareció emitir un sonoro siseo. Mi lengua lamió la sangre y me recorrió una sensación como un gran latigazo. Y mi boca se abrió y se adhirió a la herida. Y me apliqué con todas mis fuerzas al manantial que yo sabía que saciaría mi sed como nada la había saciado nunca.
Sangre, sangre y sangre. Y con ella no sólo quedó saciado aquel torbellino de sed, sino que desapareció también toda mi ansiedad, todos los anhelos, penas y hambres que había conocido en mi vida.
Mi boca se abrió todavía más, se apretó con más fuerza a su cuello. Noté cómo la sangre descendía por mi garganta. Noté su cabeza contra la mía. Noté el firme cerco de sus brazos.
Estaba apretado contra él y noté sus tendones, sus huesos, el propio contorno de sus manos. Yo conocía su cuerpo. Y, con todo, seguía recorriéndome aquel entumecimiento, acompañado de un extasíame hormigueo cada vez que una sensación penetraba el entumecimiento y se amplificaba en la penetración haciéndose más plena, más intensa, hasta casi permitirme ver lo que sentía.
Pero la principal protagonista de la escena siguió siendo la sangre, dulce y sabrosa, que me llenaba mientras yo bebía y bebía.
Más, quería más, ése era mi único pensamiento, si mi mente pensaba todavía. Y, pese a su espesa consistencia, pasaba ligera por mi garganta; así de brillante le parecía aquel torrente rojo a mi mente, así de cegador, y todos los desesperados deseos de mi vida se vieron mil veces colmados.
Pero su cuerpo, el armazón al que me agarraba, estaba debilitándose debajo de mí. Escuché su respiración en débiles jadeos. Y, pese a ello, no me hizo parar.
Te amo, Magnus, quise decirle. Maestro sobrenatural y aterrador, te amo, te amo, esto es lo que siempre he deseado, lo que he anhelado tanto y nunca he podido tener, esto, ¡y tú me lo has dado!
Sentí que moriría si aquello continuaba, pero siguió y no morí.
Sin embargo, de repente, noté que sus manos suaves y amorosas acariciaban mis hombros y, con su fuerza inconmensurable, me apartaban de él.
Emití un largo grito doliente cuya intensidad me alarmó, pero Magnus me ayudó a incorporarme. Aún me sostenía entre los brazos.
Me llevó a la ventana y me asomé a ella, con las manos apoyadas en la piedra a ambos lados del cuerpo. Estaba temblando y notaba el latido de la sangre en cada una de mis venas. Apoyé la frente contra los barrotes de hierro.