Authors: Anne Rice
Y, mientras pensaba en ello, tratando de decidir si el hallazgo era tan fortuito como había parecido en el instante de producirse, cogí del tesoro un exquisito espejo con mango de perlas.
Me miré en él de forma casi inconsciente, como se suele hacer ante los espejos. Y allí me vi como un hombre normal, salvo que tenía la piel muy blanca, igual que la había tenido mi viejo y malévolo maestro, y que mis ojos habían pasado de su habitual color azul a una mezcla de violeta y cobalto que resultaba suavemente iridiscente. Mis cabellos tenían un brillo muy luminoso, y, cuando me pasé los dedos por ellos, aprecié que tenían una nueva y extraña vitalidad.
De hecho, no era en absoluto Lestat quien se hallaba ante el espejo, sino una especie de réplica suya confeccionada con otra materia. Y las pocas arrugas que me había causado el paso del tiempo a mis escasos veinte años habían desaparecido o se habían reducido mucho; las pocas que tenía se habían hecho un poco más profundas de lo que habían sido.
Contemplé mi reflejo y traté frenéticamente de reconocerme a mí mismo en el espejo. Me froté el rostro, incluso froté el pulido disco, y apreté los labios para evitar echarme a llorar una vez más.
Finalmente, cerré los ojos y volví a abrirlos, lanzando una levísima sonrisa al ser del espejo. Este me la devolvió. Aquél era Lestat, sin duda. Y en sus facciones no parecía haber nada de malévolo. Bueno, de muy malévolo. Sólo se apreciaba la antigua malicia, la impulsividad. En realidad, aquella criatura del espejo podría haber pasado por un ángel, de no ser porque, cuando al fin le cayeron las lágrimas, éstas eran de sangre y toda la imagen aparecía teñida de encarnado ya que su visión estaba empañada por ella. Y poseía aquellos pequeños colmillos maléficos que apoyaba en el labio inferior cuando sonreía y que le daban una apariencia absolutamente aterradora. ¡Un rostro bastante pasable con un único, pero horrible, espantoso, detalle incoherente!
Sin embargo, de pronto, me asaltó una idea: ¡Lo que estaba viendo era mi propio reflejo! ¿Y no se había dicho y repetido que los fantasmas y los espíritus y los que han condenado su alma al infierno eran invisibles ante un espejo?
Me invadió el ansia de conocer todo lo concerniente a lo que ahora era. El ansia de saber cómo haría para caminar entre hombres mortales. Deseé estar en las calles de París, ver con mis nuevos ojos todo los milagros de la vida que había conocido hasta entonces. Quise contemplar las caras de la gente, los capullos en flor y las mariposas. Quise ver a Nicolás, oírle interpretar su música... ¡No!
A esto último, renunciaría. Pero había mil formas de música, ¿no era así? Y, cerrando los ojos, casi pude oír a la orquesta de la Opera, captar las arias en mis tímpanos. El recuerdo surgió muy claro, muy intenso.
A partir de ahora, nada sería normal. Ni la alegría, ni el dolor, ni el más pequeño recuerdo. Todo, incluso el pesar por las cosas perdidas para siempre, poseería aquel lustre extraordinario.
Dejé el espejo y me sequé las lágrimas con uno de los pañuelos de encaje, viejo y amarillento, que contenía el baúl. Me volví y tomé asiento lentamente frente al fuego. El calor en el rostro y las manos me resultó delicioso.
Me invadió una dulce modorra y, mientras cerraba los ojos de nuevo, me vi sumergido de pronto en el extraño sueño de Magnus robándome la sangre. Me invadió de nuevo una sensación de hechizo, de mareante placer: Magnus sosteniéndome en sus brazos, unido a mí, y mi sangre fluyendo a él. Pero escuché las cadenas arrastradas por el suelo de la vieja catacumba, vi al indefenso vampiro en los brazos de Magnus... Y allí había algo más..., algo importante. Un sentido, una advertencia acerca de la traición, del robo, de no ceder ante nadie, ni Dios ni demonio, y nunca ante el hombre.
Le di vueltas y más vueltas en la cabeza, en un estado de duermevela, hasta que se me ocurrió la idea más descabellada: contarle todo aquello a Nicolás. Tan pronto como volviera a casa, le explicaría el sueño y su posible significado y hablaríamos...
Con sobresaltada repulsión, abrí los ojos. El ser humano que había en mí contempló con impotencia la cámara. Se puso a llorar otra vez y la perversa criatura recién nacida era aún demasiado inmadura para poder dominarle. Sus sollozos se convirtieron en hipidos y me llevé una mano a la boca.
«¿Por qué me has dejado, Magnus? ¿Qué debo hacer, Magnus, cómo debo seguir?»
Recogí las rodillas y apoyé la cabeza en ellas. Poco a poco, se me fue aclarando la cabeza.
«Bueno» me dije, «ha sido muy divertido imaginar que eras ese vampiro, llevar estas ropas espléndidas y pasar los dedos por ese impresionante tesoro, ¡pero no puedes vivir así! ¡No puedes vivir alimentándote de seres humanos! Aunque seas un monstruo, llevas dentro una conciencia, una tendencia natural... El Bien y el Mal, lo bueno y lo malo. No puedes vivir sin creer en... No puedes aceptar los actos que... Mañana, vas a..., a..., ¿vas a qué?».
«Mañana vas a beber sangre, ¿no es eso?»
El oro y las piedras preciosas brillaban como brasas en el baúl cercano, y, tras los barrotes de la ventana, se alzaba contra las nubes grises el resplandor violáceo de la lejana ciudad. ¿Cómo sería su sangre? La sangre caliente y viva, no la sangre de monstruo. Mi lengua recorrió el paladar, tanteando los colmillos.
«Piensa en ello, Matalobos.»
Me puse en pie lentamente. Me resultó muy fácil, como si fuera la voluntad, y no el cuerpo, quien lo hacía. Tomé las llaves de hierro que había traído conmigo de la cámara exterior y fui a inspeccionar el resto de mi torre.
Habitaciones vacías. Ventanas con rejas. El manto infinito de la noche sobre las almenas. Eso fue todo lo que encontré en la torre. Pero en la planta baja de ésta, junto a la puerta de las escaleras que conducían a las mazmorras, encontré una tea en el puesto del centinela y una bolsa de yesca para encenderla en el nicho contiguo a la garita. Vi huellas en el polvo. La cerradura estaba bien engrasada y la llave giró con suavidad cuando por fin encontré la correspondiente.
Iluminé con la antorcha una estrecha escalera de caracol y empecé con cierta repugnancia a bajar los peldaños debido al hedor que ascendía de algún lugar situado más abajo.
Naturalmente, conocía aquel hedor. Era bastante corriente en los cementerios de París. En les Innocents era denso como un gas venenoso pero había que convivir con él para poder comprar en las tiendas del lugar, o para tratar con los amanuenses. Era el olor de los cuerpos en descomposición.
Y, aunque me produjo arcadas y me hizo retroceder unos pasos, tampoco resultaba tan intenso, y el aroma de la resina de la tea al arder contribuía a aminorarlo.
Seguí el descenso. Si había allí el cadáver de algún mortal, no podía escaparme de él.
Pero en el primer nivel bajo el suelo no encontré ningún cuerpo. Sólo había allí una enorme sala funeraria con las puertas de hierro oxidado abiertas a las escaleras y tres enormes sarcófagos de piedra en el centro. Era muy similar a la cámara de Magnus. Aunque mucho mayor, tenía el mismo techo curvo a baja altura y el mismo hogar, tosco y profundo.
¿Qué podía significar aquello, sino que otros vampiros habían dormido allí en alguna época? Nadie instala una chimenea en una cripta funeraria. Al menos, yo no había oído mencionarlo nunca. E incluso había unos bancos de piedra. Y los sarcófagos eran como el de allá arriba, con grandes figuras esculpidas en ellas.
Sin embargo, absolutamente todo estaba cubierto por el polvo de años. Y había muchísimas telarañas. Sin duda, los vampiros ya no habitaban allí. Era totalmente imposible. Y, no obstante, resultaba muy extraño. ¿Dónde estaban quienes habían ocupado aquellos sarcófagos? ¿Se habían arrojado al fuego igual que Magnus, o todavía seguían su existencia en alguna parte?
Entré y abrí los sarcófagos uno tras otro. Dentro no había más que polvo. Ningún indicio de otros vampiros, ninguna prueba de que existieran más vampiros.
Salí de la cripta y continué escaleras abajo, aunque el hedor a descomposición se hacía cada vez más penetrante. De hecho, muy pronto se hizo insoportable.
Procedía de detrás de una puerta que pude ver más abajo, y tuve verdaderas dificultades para obligarme a aproximarme. Naturalmente, cuando yo era un ser mortal, tal olor me habría repugnado; pero esto no era nada en comparación con la aversión que sentía ahora. Mi nuevo cuerpo quería alejarse de él a la carrera. Me detuve, respiré profundamente y me obligué a ir hacia la puerta, decidido a ver qué había hecho allí mi perverso maestro.
Pues bien, el hedor no era nada comparado con lo que vieron mis ojos.
En una profunda mazmorra yacía un montón de cuerpos en todas las fases de la descomposición, huesos y carne putrefacta plagados de gusanos e insectos. Las ratas huían de la luz de la antorcha, rozándome las piernas camino de la escalera. Las náuseas me hicieron un nudo en la garganta y el olor me sofocó.
Con todo, no pude dejar de mirar aquellos cuerpos. Allí había algo importante, algo terriblemente importante, que debía descubrir. Y, de repente, me di cuenta de que todos aquellos muertos habían sido varones —las botas y los jirones de ropa que llevaban lo delataba— y todos ellos eran rubios, de tonos muy parecidos al mío. Los escasos cadáveres que conservaban sus facciones parecían de jóvenes, altos y de constitución delgada. Y el ocupante más reciente del siniestro lugar —el cadáver fresco y chorreante que yacía con los brazos extendidos a través de los barrotes— se parecía tanto a mí que podría haber sido mi hermano.
Aturdido, avancé hasta que la puntera de mi bota rozó su cabeza. Bajé la antorcha y abrí la boca como para lanzar un grito. ¡Los ojos húmedos y viscosos del muerto, plagados de mosquitos, eran del mismo azul que los míos!
Retrocedí tambaleándome. Se adueñó de mí un terror cerval a que el muerto se moviera, me agarrara por el tobillo. Y supe por qué lo haría.
Cuando topé con la pared, tropecé con un plato de comida putrefacta y un cuenco. El cuenco cayó al suelo, se rompió y la leche cuajada que contenía se derramó como un vómito.
El dolor me apretó las costillas. La sangre, como un fuego líquido, me vino a la boca y brotó de mis dientes, salpicando el suelo delante de mí. Tuve que sujetarme de la puerta abierta para mantenerme en pie.
Sin embargo, entre la niebla de la náusea, mi vista se fijó en la sangre. Contemplé aquel brillante color carmesí a la luz de la antorcha. Observé cómo oscurecía la sangre al caer en la argamasa entre las piedras. Aquella sangre estaba viva y su dulce aroma cortaba como el filo de una navaja el hedor de los muertos. Espasmos de sed reemplazaron las náuseas. La espalda se me dobló y fui inclinándome con una flexibilidad desconcertante más y más hacia la sangre.
Y los pensamientos no cesaron en ningún instante de agolparse en mi cabeza: aquel joven había sido llevado con vida a aquella mazmorra; la comida putrefacta y la leche agria tenían por objeto alimentarle o darle tormento. El joven había muerto en la celda, atrapado con los demás cadáveres, sabiendo perfectamente que pronto sería otro de ellos.
¡Dios, sufrir aquello! ¡Sufrir aquel horror! Y cuántos otros habrían conocido exactamente el mismo destino, todos jóvenes de cabello rubio.
Me encontré de rodillas, y todavía me incliné más. Sostuve la antorcha a baja altura con la mano izquierda y bajé la cabeza hasta la sangre, con la lengua salida entre los labios, tan brillante que creí estar viendo la de un lagarto. La lengua lamió la sangre del suelo. Escalofríos de éxtasis. ¡Oh, qué delicia!
¿Era yo quien hacía aquello? ¿Era yo quien lamía aquella sangre a un par de centímetros del cuerpo sin vida? ¿Era mi corazón el que latía con cada sorbo apenas a dos dedos del cuerpo sin vida de aquel muchacho al que Magnus había llevado allí como me había conducido a mí, de aquel muchacho al que Magnus había condenado a muerte en lugar de a la inmortalidad?
La repugnante mazmorra parpadeaba como un llama mientras yo lamía la sangre. El cabello del muerto me rozó la frente. Su ojo, como un cristal estrellado, me contemplaba fijamente.
¿Por qué no estaba yo encerrado en aquella celda? ¿Qué prueba había superado para no estar ahora allí, gritando y sacudiendo los barrotes, notando cómo se cernía lentamente sobre mí el horror que había presagiado en la posada del pueblo?
Los temblores de la sangre me recorrieron los brazos y las piernas. Y el sonido que escuché —el sonido brillante, tan cautivador como el carmesí de la sangre, el azul del ojo del muchacho, las alas tornasoladas del mosquito, el deslizante cuerpo opalino del gusano, el resplandor de la antorcha— fue mi propio grito, salvaje y gutural.
Dejé caer la antorcha y me incorporé de rodillas, golpeando el plato de hojalata y el cuenco roto. Me puse en pie y corrí escaleras arriba. Y cuando cerré de un portazo el acceso a las mazmorras, mis gritos se alzaron más y más, hasta la misma cima de la torre.
Me perdí en el sonido, que rebotaba en las piedras y volvía a mis oídos. No podía parar. Era incapaz de cerrar la boca ni de tapármela.
Pero entonces, a través de la puerta atrancada y de una decena de estrechas ventanas que se abrían en lo alto, vi que se acercaba la inconfundible luz de la mañana. Mi gritos cesaron. Las piedras habían empezado a iluminarse. La luz rezumaba en torno a mí como un vapor hirviente que me quemaba los párpados.
No tomé la decisión de correr. Sencillamente, me encontré haciéndolo, corriendo arriba y arriba hacia la cámara interior.
Cuando salí del conducto, la estancia ardía en un mortecino fuego púrpura. Las joyas que rebosaban del baúl parecían moverse. Casi ciego, logré levantar la tapa del sarcófago.
Muy pronto, la tapa caía de nuevo sobre mí. Desapareció el dolor de mi rostro y de mis manos y me quedé inmóvil y a salvo mientras el miedo y la pena se fundían en una oscuridad fría e insondable.
Fue la sed lo que me despertó. Y supe al instante dónde estaba y qué era. No tuve sueños mortales de vino blanco muy frío ni de la verde y fresca hierba bajo los manzanos del huerto de mi padre.
En la estrecha oscuridad del sarcófago de piedra, me toqué los colmillos con los dedos y los encontré peligrosamente largos y afilados como pequeñas navajas.
Percibí que en la torre había un mortal y, aunque no había llegado a la puerta de la cámara exterior, pude
escuchar
sus pensamientos.