Authors: Anne Rice
»—Sí y no —expliqué—. Si podemos perecer de esta manera, me gustaría saber la razón. Lo que ha sucedido una vez, puede repetirse.
Y me gustaría saber si de verdad somos dioses y, en caso afirmativo, cuáles son nuestras obligaciones para con el hombre. ¿Son el Padre y la Madre seres reales, o son un mito? ¿Cómo empezó todo? Sí, me gustaría mucho conocer todo esto.
»—Por accidente —murmuró él.
»—¿Por accidente? —Me incliné hacia adelante. Creí haber entendido mal.
»—Empezó por accidente —repitió con frialdad, ominosamente, con evidentes muestras de considerar absurda la pregunta—. Hace cuatro mil años, por accidente, y desde entonces ha estado envuelto en la magia y la religión.
»—Confío en que me estés diciendo la verdad.
»—¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué razón debería protegerte de la verdad? ¿Para qué molestarme en mentirte? Ni siquiera sé quién eres. Ni me importa.
»—Entonces, explícame a qué te refieres con eso de que sucedió por accidente —insistí.
»—No sé. Tal vez lo haga. Tal vez no. He hablado más en estos últimos minutos que en muchos años. La historia del accidente no sea quizá más verdad que las leyendas que tanto placen a los otros. Los otros siempre han escogido las leyendas. Eso es lo que buscas en realidad, ¿no es cierto? —Su voz se alzó, al tiempo que se incorporaba ligeramente en la silla, como si sus palabras irritadas le impulsaran a ponerse en pie—. Una historia de nuestra creación, análoga al Génesis de los hebreos, a las epopeyas de Hornero, a los balbuceos de vuestros poetas romanos, Ovidio y Virgilio: una gran confusión de deslumbrantes símbolos de los cuales se supone que ha surgido la vida misma. —Estaba en pie y hablando a gritos, las venas le sobresalían en la negra frente y su mano era un puño sobre el escritorio—. Es el tipo de narración que llena los documentos de estas salas, que emerge en fragmentos de los himnos y de los encantamientos. ¿Quieres oírla? Es tan cierta como cualquier otra.
»—Cuéntame lo que quieras —respondí, tratando de mantener la calma. El volumen de su voz me lastimaba los oídos. Y escuché algo que se agitaba en las estancias cercanas. Otras criaturas como aquel ser enjuto y seco que me había conducido allí rondaban por las proximidades.
»—Y puedes empezar —añadí con acritud— confesándome por qué has acudido a mi casa aquí, en Alejandría. Has sido tú quien me ha traído aquí. ¿Por qué? ¿Para burlarte de mí? ¿Para insultarme por haberte preguntado cómo empezó esto?
»—Cálmate.
»—Lo mismo te digo.
»Me miró de arriba abajo parsimoniosamente y sonrió. Abrió las manos como en gesto de saludo o de ofrecimiento, y se encogió de hombros.
»—Quiero que me hables de la calamidad —insistí—. Te suplicaría que me lo contaras, si así pudiera conseguirlo. ¿Qué puedo hacer para convencerte?
»Su rostro experimentó varias transformaciones notables. Pude notar sus pensamientos, pero no oírlos. Noté un estado de ánimo muy exaltado y, cuando habló de nuevo, su voz sonó más espesa, como si estuviera conteniendo la pena. Como si ésta le estuviera estrangulando.
»—Escucha nuestra vieja historia —dijo—. En los tiempos remotos antes de la invención de la escritura, el buen dios Osiris, el primer faraón de Egipto, fue asesinado por hombres malvados. Y cuando Isis, su esposa, juntó de nuevo todas las partes de su cuerpo, Osiris se convirtió en inmortal y, desde ese instante, pasó a gobernar el reino de los muertos, el reino de la Luna y de la noche, y a recibir los sacrificios de sangre para la gran diosa, que él bebía. Pero los sacerdotes intentaron robarle el secreto de la inmortalidad y, por ello, su culto se hizo secreto y sus templos fueron conocidos sólo por aquellos de sus seguidores que le protegían del dios Sol, el cual podía en cualquier momento tratar de destruir a Osiris con sus rayos ardientes. Pero bajo esta leyenda puede adivinarse lo que sucedió en realidad. Ese antiguo rey descubrió algo (o, más bien, fue víctima de algún desagradable suceso) y se convirtió en un ser sobrenatural dotado de un poder que, en manos de quienes le rodeaban, podía ser utilizado para hacer un mal incalculable; por ello, el rey creó en torno a sí un culto con la intención de contener ese mal mediante las ceremonias y los mandamientos, de limitar La Poderosa Sangre a quienes la utilizaran únicamente para magia blanca. Y de ahí salimos.
»—¿Y la Madre y el Padre son Isis y Osiris?
»—Sí y no. La Madre y el Padre son los dos primeros. Isis y Osiris son los nombres que utilizaron en las leyendas que contaron, o que les dio ese viejo culto en el que se injertaron.
»—¿Cuál fue el accidente, entonces? ¿Cómo se descubrió eso?
»El ser me miró largo rato en silencio y se sentó de nuevo, volviendo el rostro a un lado. Su mirada se perdió en el vacío como antes.
»—¿Por qué debería contártelo? —exclamó; esta vez, sin embargo, puso un renovado énfasis en la pregunta, como si realmente se lo estuviera preguntando y tuviera que encontrar una respuesta—. ¿Por qué tendría que hacer nada? Si la Madre y el Padre no se levantan de las arenas para salvarse a sí mismos cuando el Sol asoma por el horizonte, ¿por qué debería yo moverme, o hablar, o continuar con esto?
»—¿Fue eso lo que sucedió, que la Madre y el Padre quedaron expuestos al sol?
»Mi interlocutor alzó de nuevo los ojos hacia mí.
»—Fueron dejados al sol, mi querido Marius —murmuró. El hecho de que conociera mi nombre me desconcertó—. Dejados al sol. La Madre y el Padre no se mueven por propia voluntad, salvo de vez en cuando para cuchichearse cosas entre ellos, para apartar de sí a aquellos de nosotros que acudimos a ellos en busca de su sangre curativa. Ellos podrían curar a todos los que hemos sido quemados, si nos permitieran beber su sangre redentora. El Padre y la Madre han existido durante cuatro mil años y nuestra sangre se hace más fuerte con cada estación que transcurre, con cada nueva víctima. Se hace más fuerte incluso con el ayuno, pues, cuando éste termina, gozamos de un nuevo vigor. Pero el Padre y la Madre no se preocupan por sus hijos. Y ahora parece que tampoco se preocupan por sí mismos. ¡Quizá, después de cuatro mil años de noches, deseaban simplemente ver el sol! Desde la llegada de los griegos a Egipto, desde la perversión del viejo arte, no han vuelto a dirigirnos la palabra. No nos han permitido ver ni un parpadeo de sus ojos. ¡Y qué es hoy Egipto, sino el granero de Roma! Cuando la Madre y el Padre nos golpean para apartarnos de las venas de sus cuellos, son como de hierro y pueden aplastarnos los huesos. Y si ellos ya no se preocupan de nada, ¿por qué debería hacerlo yo?
»Le estudié un largo instante y, por fin, pregunté:
»—¿Y dices que ha sido esto lo que ha causado las quemaduras de los demás? ¿El hecho de que el Padre y la Madre quedaran expuestos al sol?
»El asintió.
»—Nuestra sangre viene de ellos —dijo—. Es la suya por transmisión directa, y lo que les sucede a ellos repercute en nosotros. Si ellos se queman, nosotros también.
»—¡Estamos vinculados a ellos! —susurré, asombrado.
»—Exacto, mi querido Marius —asintió, mirándome atentamente como si disfrutara con mi temor—. Por eso han permanecido guardados durante mil años; por eso les son ofrecidas víctimas en sacrificio; por eso son adorados. Lo que les sucede a ellos, nos sucede a nosotros.
»—¿Quién lo hizo? ¿Quién los puso al sol?
»El ser se echó a reír sin emitir sonido alguno.
»—El encargado de su custodia —dijo a continuación—. Su guardián, que no pudo soportarlo más, que llevaba demasiado tiempo en su solemne cargo, que no logró convencer a nadie más para que aceptara la carga y finalmente, entre sollozos y estremecimientos, los llevó a los dos a las arenas del desierto y los dejó allí como dos estatuas.
»—Y mi destino está vinculado a esto —murmuré.
»—Sí, pero no creo que el encargado de su custodia conservara su fe en ello. Para él, sólo debía tratarse de una vieja leyenda. Al fin y al cabo, como te he dicho, la Madre y el Padre eran adorados, venerados por nosotros igual que nosotros lo somos por los mortales, y nadie había osado nunca hacerles daño. Nadie les había acercado una antorcha para comprobar si el resto de nosotros sentía dolor. No, el guardián no creía en eso. Los dejó en el desierto, y esa noche, cuando abrió los ojos en el sarcófago y se encontró convertido en un horror carbonizado e irreconocible, rompió a gritar inconteniblemente.
»—Y tú les volviste a llevar bajo tierra, ¿no es eso?
»—Sí.
»—Y están tan ennegrecidos como tú...
»—No —cortó la frase, moviendo la cabeza—. Su piel adquirió sólo un tono dorado, bronceado, como la carne que da vueltas en el asador. Sólo eso. Y siguen tan hermosos como antes, como si la belleza se hubiera convertido en parte de su herencia, en parte esencial de lo que estamos destinados a ser. Sus miradas siguen fijas al frente como siempre, pero ya no inclinan sus cabezas hacia el otro, ya no emiten murmullos al ritmo de sus secretos diálogos, ya no nos permiten beber su sangre. Y tampoco dan cuenta de las víctimas que les traemos, salvo muy de vez en cuando, y siempre en la soledad de su intimidad. Nadie sabe cuándo van a beber y cuándo no.
»Moví la cabeza de un lado a otro. Me balanceé hacia adelante y hacia atrás con la cabeza inclinada y la vela parpadeando en mi mano, sin saber qué decir a todo aquello. Necesitaba tiempo para asimilarlo.
»El me indicó con un gesto que me acomodara en el sillón al otro lado del escritorio y, sin pensármelo dos veces, obedecí.
»—Pero, ¿no estaba escrito que todo esto sucedería, romano? —dijo entonces—. ¿No estaba escrito que encontrarían la muerte en las arenas, silenciosos e inmóviles como estatuas abandonadas después del saqueo de una ciudad por el ejército conquistador? ¿No estaba escrito que todos nosotros muriéramos también? Fíjate en Egipto. ¿Qué es hoy, vuelvo a preguntarte, sino el granero de Roma? ¿No estaba escrito que los dos se quemaran allí día tras día mientras todos nosotros ardíamos como estrellas por todo el mundo?
»—¿Dónde están? —pregunté.
»—¿Por qué quieres saberlo? —replicó en tono de sorna—. ¿Por qué habría de revelarte el secreto? Ya no pueden ser rotos en pedazos; son demasiado fuertes para ello y los cuchillos podrían apenas arañarles la piel. No obstante, hazles un corte y nos cortarás a todos. Quémales y todos arderemos. Pero esas mismas sensaciones que nos causan, ellos las sienten muy amortiguadas, porque su edad les protege. ¡Y, con todo, basta con causarles una ligera molestia para que nos destruyan a todos! ¡Ni siquiera parecen ya necesitar la sangre! Quizá también sus mentes están unidas a las nuestras. Tal vez la pena que sentimos, la lástima y el horror ante el destino del propio mundo, proceden de sus mentes, de los que sueñan encerrados en sus cámaras. No, no puedo decirte dónde están, ¿no te parece? Hasta que decida de una vez que soy indiferente, que es hora de que desaparezcamos.
»—¿Dónde los tienes? —repetí.
»—¿Por qué no habría de hundirlos en las profundidades del mar —insistió él—, hasta el día en que la tierra misma los levante hacia la luz del sol sobre la cresta de una gran ola?
»No respondí. Me quedé mirándole, asombrado ante su agitación, comprendiendo lo que sentía y, al propio tiempo, presa de un temor reverencial.
»—¿Por qué no habría de enterrarles en las profundidades de la Tierra, en sus entrañas más oscuras, más allá del menor asomo de vida, y dejarles reposar allí en silencio, no importa lo que ellos piensen o sientan?
»¿Qué podía responderle yo? Le observé y esperé a que se calmara un poco. El me miró y su expresión se volvió apacible, casi confiada.
»—Dime cómo se convirtieron en la Madre y el Padre —insistí.
»—¿Por qué?
»—¡Sabes muy bien por qué! ¡Quiero saberlo! ¿Por qué acudiste a mi dormitorio si no tenías intención de contármelo?
»—¿Y qué si lo hice? —replicó él con acritud—. ¿Qué, si quise ver al romano con mis propios ojos? Nosotros moriremos, y tú con nosotros. Por eso quería ver nuestra magia en una nueva forma. ¿Quién nos adora hoy, al fin y al cabo? ¿Unos guerreros de cabellos rubios en los bosques del norte? ¿Unos antiquísimos egipcios en las criptas secretas bajo la arena? No vivimos en los templos de Grecia o Roma. Nunca lo hemos hecho. Y, sin embargo, en ambos lugares se rinde culto a nuestro mito, a ese único mito. Allí se invocan los nombres de la Madre y del Padre...
»—Nada de eso me importa —declaré—. Y tú lo sabes. Tú y yo somos iguales. ¡No tengo intención de volver a los bosques del norte y crear una raza de dioses para esa gente! ¡He venido aquí para saber y tú debes explicarme!
—Está bien. Te lo contaré y así entenderás la futilidad de todo esto, así comprenderás el silencio de la Madre y del Padre. Pero ten presente lo que te digo: todavía puedo acabar con todos nosotros. ¡Todavía puedo hacer arder a la Madre y al Padre en el calor de un horno! Pero dejémonos de prolijos preámbulos y de palabras altisonantes. Suprimiremos los mitos que murieron en la arena el día en que el Sol brilló sobre la Madre y el Padre. Te contaré todo lo que revelan esos papiros dejados por el Padre y la Madre. Deja esa vela en la mesa y presta atención.
»—Lo que te dirían los papiros, si pudieras descifrarlos —declaró—, es que hubo dos seres humanos, Akasha y Enkil, que habían llegado a Egipto procedentes de otras tierras más antiguas. Esto sucedió mucho antes de la primera escritura, antes de la primera pirámide, cuando los egipcios aún eran caníbales que devoraban los cuerpos de los enemigos.
»" Akasha y Enkil apartaron a esas gentes de tales prácticas. Eran adoradores de la Buena Madre Tierra y enseñaron a los egipcios a sembrar las semillas en la Buena Madre y a domesticar animales para obtener de ellos carne, leche y pieles.”
»"Con toda probabilidad, Akasha y Enkil no estaban solos en su tarea de enseñar a los primitivos egipcios, sino que eran más bien los jefes de un pueblo que había llegado con ellos desde otras ciudades aún más antiguas cuyos nombres se han perdido ya bajo las arenas del Líbano y cuyos monumentos han quedado reducidos a polvo.”
»"Sea como sea, los dos eran gobernantes benevolentes para los cuales el principal valor era el bienestar de los demás; la Buena Madre era la Madre Nutriente que deseaba que todos los hombres vivieran en paz, y ambos decidían sobre todos los asuntos de administración de justicia en las tierras emergidas.”
»"Tal vez habrían entrado en la mitología de una forma más benigna de no haber sido por un trastorno en la casa del mayordomo real, que se inició con las travesuras de un demonio que lanzaba los muebles y objetos de un lado a otro.”