Authors: Anne Rice
»El Viejo me soltó con un alarido. La sangre le corrió por el rostro. Me desembaracé de él y corrí hacia la puerta del jardín. Seguía sin poder respirar debido a la presión que había ejercido sobre mi garganta y, mientras me sujetaba el brazo inútil, vi por el rabillo del ojo algo que me dejó confuso: era un gran remolino de polvo y tierra que se elevaba del jardín, llenando el aire de una especie de humo. Tropecé con el dintel de la puerta, perdiendo el equilibrio, como si una ráfaga de viento me hubiese impulsado; cuando volví la cabeza, advertí que el Viejo venía tras de mí, con los ojos brillando todavía, aunque ahora lo hacían desde el fondo de sus cuencas. Me estaba maldiciendo en egipcio. Estaba amenazándome con llevarme al inframundo, en compañía de los demonios, sin que nadie me llorara.
»Pero, acto seguido, su rostro se convirtió en una helada máscara de miedo. Se detuvo instantáneamente y su expresión de alarma resultó casi cómica.
»Y entonces descubrí qué estaba viendo mi adversario. Era la figura de Akasha, que pasó junto a mí por mi derecha. El sudario de tela aparecía desgarrado en la parte de la cabeza y también había liberado los brazos, y estaba cubierta de la tierra arenosa del jardín. Sus ojos mantenían la misma mirada inexpresiva de siempre y Akasha los clavó lentamente en el Viejo, acercándosele aún más porque él no podía moverse para ponerse a salvo.
»El Viejo cayó de rodillas, balbuciendo algo en egipcio, primero en un tono de desconcierto y luego presa de un miedo incoherente. Y Akasha continuó avanzando, dejando tras de sí un reguero de arena y de retales de tela, pues, con cada lento paso que daba, el improvisado sudario se desgarraba. El viejo apartó la mirada y cayó de bruces; se apoyó en la manos y empezó a andar a gatas, como si la figura de la mujer le impidiera, mediante alguna fuerza invisible, volver a ponerse en pie. Sin duda, eso era precisamente lo que estaba haciendo Akasha, pues el Viejo terminó por yacer en el suelo boca abajo, con los codos apuntando hacia el techo e incapaz de moverse.
»Lenta y pausadamente, Akasha le pisó la parte posterior de la rodilla derecha, aplastándola bajo su poderoso pie hasta que la sangre asomó debajo de su talón. Y con el siguiente paso le aplastó la pelvis mientras él lanzaba un rugido como un fiera, y la sangre brotó a borbotones de la zona destrozada. El pie de Akasha descendió después sobre su hombro y, por último, sobre su cabeza, que estalló bajo su peso como si fuera una bellota. La sangre manó de lo que quedaba del Viejo, cuyos restos seguían retorciéndose.
»Akasha se volvió y no advertí en ella el menor cambio de expresión, como si no diera la menor importancia a lo que había hecho con él. Parecía indiferente incluso a aquel solitario y aterrado testigo de lo sucedido, encogido de miedo contra la pared. La vi caminar arriba y abajo sobre los restos del Viejo con el mismo paso lento y fácil aplastándolos hasta convertirlos en un absoluto amasijo.
»Lo que quedaba de él no era ni siquiera una forma humana, sino una mera masa sanguinolenta sobre el suelo, pero ésta seguía palpitando y burbujeando, seguía hinchándose y contrayéndose como si aún hubiera vida en ella.
»Me quedé petrificado al comprender que, en efecto, aquellos restos aún seguían vivos y que era aquello lo que podía significar la inmortalidad.
»Pero Akasha había dejado de pisar los restos y se volvió hacia la izquierda con la misma lentitud con que lo haría una estatua sobre un torno. Levantó una mano y la lámpara que tenía junto al lecho se alzó, voló por los aires y cayó sobre la masa sanguinolenta. La llama prendió rápidamente el aceite en la caída.
»Los restos del Viejo se encendieron como si fueran grasa. Las llamas danzaban de un extremo a otro de la masa oscura, la sangre parecía alimentar el fuego, y el humo era acre, aunque sólo despedía el olor del aceite.
»Yo estaba de rodillas, con la cabeza contra el costado del umbral de la puerta, más cerca de perder el conocimiento de puro espanto que en ningún momento de mi vida. Contemplé cómo el Viejo ardía hasta quedar reducido a nada. Y vi a Akasha en pie, al otro lado de las llamas, sin mostrar en su rostro el más leve rastro de inteligencia, de triunfo o de voluntad.
«Contuve la respiración, esperando que sus ojos se volvieran hacia mí. Pero no lo hicieron. Y, mientras el momento se prolongaba y el fuego empezaba a morir, me di cuenta de que Akasha había dejado de moverse. Había regresado al estado de absoluto silencio y quietud que todos los demás habían considerado natural en ella.
»La estancia había quedado a oscuras. El fuego se había consumido. El olor del aceite quemado me produjo náuseas. Con el sudario desgarrado, Akasha parecía un fantasma egipcio, inmóvil ante las brasas resplandecientes. El mobiliario dorado que brillaba a la luz del cielo guardaba, pese a su aire romano, cierto parecido a los delicados objetos de una cámara mortuoria para reyes.
»Me puse en pie y noté el dolor lacerante en el hombro y el brazo. Me di cuenta de que la sangre corría ya a curar la herida, pero ésta era considerable. No supe cuánto tiempo tardaría en sanar.
»Sí sabía, en cambio, que, si bebía de ella, la curación sería mucho más rápida, casi instantánea, y podríamos emprender viaje y dejar Alejandría aquella misma noche. Yo me encargaría de llevarla muy lejos de Egipto.
«Entonces advertí que era ella quien me estaba diciendo tales cosas. Sus palabras, lejanísimas, llegaban hasta mí y yo las absorbía sensualmente.
»Y respondí a su propuesta:
He viajado por todo el mundo y te llevaré a lugares seguros.
Pero una vez más pensé que tal vez aquel diálogo era sólo producto de mi imaginación y que me estaba volviendo completamente loco, consciente de que aquella pesadilla no terminaría nunca jamás, si no era en fuegos como aquél, consciente de que ni la vejez ni la muerte natural acallarían nunca mis temores ni calmarían mis dolores, como un día había esperado que sucedería.
»Pero también eso dejó de importar. Lo importante era que estaba a solas con ella y que, en aquella oscuridad, Akasha hubiera podido ser una mujer mortal, una joven diosa humana llena de vitalidad y de deliciosas palabras, ideas y sueños.
»Me acerqué más a ella y me pareció entonces que era, en efecto, esa criatura dócil y complaciente. Y una voz interior me dijo que sabía algo de ella, algo que esperaba ser recordado, ser disfrutado. Pero tuve miedo. Akasha podía hacerme lo mismo que al Viejo. No: era absurdo. No lo haría. Ahora, yo era su guardián y ella jamás consentiría que nadie me hiciera daño. No. Debía tenerlo presente. Y me aproximé más y más, hasta que mis labios casi rozaron su cuello bronceado, y todo quedó decidido cuando noté la presión firme y fría de su mano en mi nuca.
»No intentaré describir el éxtasis que sentí, pues ya lo conoces. Lo experimentaste al tomar la sangre de Magnus. Y volviste a conocerlo cuando te di la sangre en El Cairo. Lo experimentas cada vez que matas, y entenderás a qué me refiero si te digo que era esa misma sensación, pero mil veces más intensa.
»No vi ni oí ni sentí nada salvo una felicidad completa, una satisfacción absoluta.
»Me encontré en otros lugares, en otros salones de hace mucho tiempo, y se oían voces y se estaban perdiendo batallas. Alguien lanzaba gritos agónicos. Alguien gritaba palabras que reconocí y no reconocí:
No comprendo. No comprendo.
Se abrió un gran pozo de oscuridad y llegó la invitación a caer y caer, y ella suspiró y dijo:
No puedo seguir luchando.
«Entonces desperté, y me encontré acostado en el lecho. Akasha seguía en el centro de la alcoba, inmóvil como antes; la noche estaba ya avanzada, y la ciudad de Alejandría, dormida, murmuraba a nuestro alrededor.
»Y conocí multitud de cosas más.
»Conocí tantas cosas que, si me hubiesen sido confiadas en palabras mortales, habría necesitado horas, si no días, para escucharlas. Y no tenía la menor idea del tiempo que había transcurrido.
»Supe que miles de años antes había habido grandes disputas entre los Bebedores de la Sangre y que, desde su primera creación, muchos de ellos se habían convertido en crueles e irreverentes portadores de muerte. Al contrario que los benignos amantes de la Buena Madre que ayunaban y luego bebían los sacrificios destinados a ella, esos otros eran ángeles de la muerte que podían caer sobre cualquier víctima en cualquier momento, exultantes en el convencimiento de ser parte del ritmo de todas las cosas en el cual ninguna vida humana individual tiene importancia, en el cual la vida y la muerte son iguales..., y de estar en su derecho de causar muertes y sufrimientos como les viniera en gana.
»Y esos dioses terribles contaban con sus devotos adoradores entre los hombres, con esclavos humanos que les proveían de víctimas y temblaban de pavor en el momento en que ellos mismos caían bajo el capricho del dios.
»Dioses de ese género habían reinado en la antigua Babilonia y en Asiria, y en ciudades olvidadas desde hacía mucho tiempo, y en la India remota y en países cuyos nombres no entendí.
»Y ya entonces, allí tendido en el lecho y desconcertado por las imágenes, comprendí que tales dioses habían entrado a formar parte de aquel mundo de Oriente que era ajeno al orbe romano en el que yo había nacido. Eran parte del mundo de los persas, cuyos hombres eran abyectos esclavos de su rey, en tanto que los griegos que les habían combatido eran hombres libres.
»Pese a todas las crueldades y excesos, incluso el campesino más humilde tenía un valor para los romanos. La vida tenía un valor entre nosotros. Y la muerte no era más que el fin de la vida, un hecho que debía afrontarse con valentía cuando el honor no dejaba otra opción. Para nosotros, no había grandeza en la muerte. De hecho, no creo que la muerte fuera nada especial para un romano. Desde luego, no era un estado preferible a la vida.
»Y aunque Akasha me había revelado la existencia de tales dioses en todo su esplendor y misterio, los encontré repulsivos. Ni entonces ni nunca podría aceptarlos y tuve la certeza de que las filosofías que procedían de ellos o les justificaban, jamás serían la excusa de las muertes que yo causara, ni me proporcionarían consuelo como Bebedor de la Sangre. Mortal o inmortal, yo pertenecía a Occidente y me gustaban las ideas de Occidente. Y debería sentirme siempre culpable de mis actos.
»Con todo, fui testigo del poder de esos dioses, de su incomparable atractivo. Gozaban de una libertad que yo no conocería nunca. Y vi su desprecio hacia todos los que les retaran. Y los vi llevar sus radiantes coronas en el panteón de otros países.
»Los vi acudir a Egipto para robar la sangre original y todopoderosa del Padre y de la Madre, y para cerciorarse de que el Padre y la Madre no se quemaban a sí mismos para poner fin al reinado de aquellos dioses oscuros y terribles cuyo objetivo era acabar con todos los dioses benéficos.
»Y vi a la Madre y al Padre hechos prisioneros, encerrados en una cripta subterránea, incrustados en unos bloques de diorita y granito comprimidos contra sus cuerpos que sólo dejaban al descubierto sus rostros y sus cuellos. De esta manera, los dioses siniestros pudieron introducir en la Madre y el Padre la sangre humana que éstos no podían soportar y, contra la voluntad de ambos, tomar de sus cuellos la poderosa sangre. Y todos los dioses oscuros del mundo acudieron a beber de aquélla, la más antigua de las fuentes.
»El Padre y la Madre lanzaban gritos de sufrimiento y suplicaban que les liberasen, pero nada de ello afectaba a los dioses oscuros, que se regocijaban ante aquella agonía y la disfrutaban como si bebieran sangre humana. Los dioses oscuros llevaban cráneos humanos colgados de la cintura, y sus ropas estaban teñidas de sangre humana. La Madre y el Padre rechazaron los sacrificios, pero eso sólo hizo que aumentara su impotencia. Se negaron a ingerir la misma sustancia que les habría proporcionado la fuerza suficiente para mover las piedras y para desplazar los objetos con el simple pensamiento.
»No obstante, pese a todo, su fuerza aumentó.
»Transcurrieron años y años de aquel tormento, de guerras entre los dioses, de combates entre sectas de adeptos a la vida y de partidarios de la muerte. Incontables años hasta que, finalmente, la Madre y el Padre cayeron en el silencio y no quedó nadie en la Tierra que recordara haberles visto suplicar, resistirse o hablar. Llegó un tiempo en que nadie guardaba ya recuerdo de quién había aprisionado a la Madre y al Padre, ni de la razón por la que la pareja no debía ser liberada jamás. Algunos no creían siquiera que la Madre y el Padre fueran los verdaderos, o que su inmolación pudiera perjudicar a nadie más. Eso era sólo una vieja leyenda.
»Y durante todo ese tiempo, Egipto fue Egipto, y su religión, preservada del contacto con otras, evolucionó finalmente hacia la fe en la conciencia y en el juicio después de la muerte de todos los seres, ricos y pobres, y en la existencia del bien en la Tierra y de la vida después de la muerte.
»Entonces, llegó la noche en que la Madre y el Padre fueron encontrados libres de su prisión, y sus cuidadores comprendieron que únicamente ellos habían podido mover las piedras. En silencio, la fuerza de ellos había aumentado por encima de cualquier medida. Sin embargo, permanecían como estatuas, abrazados en medio de la cámara sucia y oscura donde habían permanecido guardados durante siglos. Ambos estaban desnudos y envueltos en un leve resplandor, pues todas sus ropas se habían podrido hacía mucho tiempo.
»Cuando bebían —si lo hacían— la sangre de las víctimas ofrecidas, se movían con la pereza de un reptil en invierno, como si el tiempo hubiera cobrado un sentido absolutamente distinto y, para ellos, un año fuera una noche y un siglo fuera un año.
»Y la antigua religión, ajena tanto a Oriente como a Occidente, siguió tan firme como siempre. Los Bebedores de la Sangre continuaron siendo símbolos benéficos, la imagen luminosa de la vida en el otro mundo que incluso el alma egipcia más humilde podía llegar a disfrutar.
»En esos últimos tiempos, los únicos sacrificios debían ser de malhechores. De este modo, los dioses arrancaron el mal de las gentes y las protegieron, y la voz silenciosa del dios consolaba a los débiles y les contaba las verdades aprendidas por él durante su ayuno: que el mundo estaba lleno de una constante belleza y que ningún alma está realmente sola en él.
»La Madre y el Padre fueron guardados en el más bello de todos los santuarios, y los dioses acudieron a ellos y, con su consentimiento, tomaron de ellos unas gotas de su preciosa sangre.