Authors: Anne Rice
»Pero, por esa época, empezó a suceder lo imposible. Egipto estaba llegando a su fin. Todo lo que se había creído inmutable estaba a punto de ser cambiado por completo. Alejandro Magno había llegado, los Ptolomeos eran los gobernantes, Julio César y Marco Antonio... Todos ellos fueron rudos y extraños protagonistas de aquel drama que era, sencillamente, El Final de Todo Aquello.
»Y, finalmente, llegó el siniestro y cínico Viejo, el inicuo, el frustrado, que había dejado al sol a la Madre y al Padre.
»Me incorporé del lecho y permanecí de pie en mitad de aquella alcoba de Alejandría contemplando la figura de Akasha, inmóvil y de mirada fija, y la tela manchada de tierra que la cubría me pareció un insulto. Y la cabeza me dio vueltas con la vieja poesía. Me sentí rebosante de amor.
»Ya no sentía en mi cuerpo ningún dolor tras la lucha con el Viejo. Los huesos se habían recuperado. Hinqué la rodilla y besé los dedos de la mano derecha de Akasha, que le colgaba al costado. Alcé la mirada y la vi observándome, con la cabeza ladeada, y en su rostro se formó por un instante la expresión más extraña; una expresión que parecía tan pura en su sufrimiento como la felicidad que yo acababa de experimentar. Luego, con gran lentitud, con inhumana lentitud, la cabeza recuperó su posición habitual, mirando al frente, y en aquel instante comprendí que había visto y conocido cosas que el Viejo no había descubierto jamás.
»Mientras envolvía en un nuevo sudario su cuerpo, me sentí en trance. Sentí más que nunca la obligación de cuidar de ella y de Enkil, y el horror de la muerte del Viejo siguió asaltando mi mente a cada instante, y la sangre que me había dado Akasha había acrecentado no sólo mi fuerza física, sino también mi euforia.
«Durante los preparativos para abandonar Alejandría, supongo que acaricié la idea de ver despertar a Enkil y Akasha, de que en los años futuros lograrían recobrar toda la vitalidad de la que fueron privados entonces y nos conoceríamos de forma tan íntima y pasmosa que todos aquellos sueños de conocimiento y experiencia que me proporcionaba la sangre palidecerían a su lado.
»Mis esclavos habían regresado hacía rato con los caballos y los carros para el viaje, los sarcófagos de piedra y las cadenas y candados que les había ordenado traer. Les hice aguardar fuera de la casa, coloqué en el interior de los sarcófagos de piedra los ataúdes con forma de momia que contenían a la Madre y al Padre, los subí al carro, uno junto a otro, y los cubrí con cadenas y candados y gruesas mantas. Después, emprendimos la marcha en dirección a la puerta del templo subterráneo de los dioses, camino de las puertas de la ciudad.
»Cuando llegamos al templo, dejé a mis esclavos con órdenes terminantes de dar la alarma a gritos si alguien se acercaba y, con un saco de cuero en la mano, me adentré en el templo hasta la biblioteca del Viejo. Una vez allí, metí en el saco todos los rollos de papiro que encontré. Cogí hasta el último fragmento de escrito transportable que contenía el lugar, deseando poder llevarme también los grabados de las paredes.
«Percibí la presencia de otros en las cámaras, pero estaban demasiado asustados para salir a la vista. Por supuesto, todos ellos sabían que había robado a la Madre y al Padre. Y, probablemente, conocían la muerte del Viejo.
»No me importaba. Iba a abandonar el viejo Egipto y llevaba conmigo la fuente de nuestro poder. Y era joven, alocado y ardiente.
»Cuando finalmente alcancé Antioquía, la gran y maravillosa ciudad a orillas del Orontes que rivalizaba con Roma en población y belleza, leí todos aquellos papiros y hablaban de todo aquello que Akasha me había revelado.
»Y ella y Enkil tuvieron el primero de los muchos santuarios que iba a construirles a lo largo de toda Asia y Europa, y ellos supieron que yo les cuidaría siempre, y yo supe que ellos no permitirían que me sucediera ningún mal.
»Muchos siglos más tarde, cuando el grupo de los Hijos de las Tinieblas me prendió fuego en Venecia, estaba demasiado lejos de Akasha para que me rescatara, o, de lo contrario, habría acudido en mi ayuda. Y cuando al fin llegué al santuario, conociendo perfectamente la agonía que habían padecido los dioses expuestos al sol, bebí de su sangre hasta que estuve curado.
»Pero, al término del primer siglo que pasé con ellos en Antioquía, ya desesperaba de que alguna vez “volvieran a la vida”. Su inmovilidad y su silencio eran casi tan permanentes como lo son hoy. Sólo la piel cambió visiblemente con el paso de los años, desapareciendo de ella el daño producido por el sol hasta que recuperó su aspecto de alabastro.
»Pero, para cuando me di cuenta de todo esto, ya estaba profundamente dedicado a observar el acontecer de la ciudad y el cambio de los tiempos. Estaba locamente enamorado de una hermosa cortesana griega de cabellos castaños, llamada Pandora, que poseía los brazos más deliciosos que he visto nunca en un ser humano; ella supo qué era yo desde el momento en que puso sus ojos en mí y me dedicó su tiempo, seduciéndome y deslumbrándome hasta conseguir de mí que la incorporara a la magia, momento en el cual se le permitió beber la sangre de Akasha y convertirse en una de las criaturas sobrenaturales más poderosas que he conocido nunca. Doscientos años pasé con Pandora, amándonos y peleándonos. Pero ésta es otra historia.
»Tengo un millón de historias que podría contarte sobre los siglos que he vivido desde entonces, sobre mis viajes de Antioquía a Constantinopla, de vuelta a Alejandría y a la India, y de allí otra vez a Italia, y de Venecia a las frías tierras altas de Escocia y luego a esta isla del Egeo donde estamos ahora.
»Podría hablarte de los ligeros cambios experimentados por Akasha y Enkil a lo largo de los años, de las cosas desconcertantes que hacen y de los misterios que dejan sin resolver.
»Tal vez una noche del remoto futuro, cuando vuelvas a mí, te hable de los otros inmortales que he conocido, de los que fueron hechos como yo por los últimos de los dioses que sobrevivieron en varias tierras, algunos de ellos servidores de la Madre y otros entre aquellos dioses terribles del Oriente.
»Te hablaré entonces de cómo Mael, mi pobre sacerdote druida, logró beber finalmente la sangre de un dios herido y en ese instante perdió toda su fe en la antigua religión, pasando a convertirse en un inmortal vagabundo, perdurable y peligroso, como cualquiera de nosotros. Te contaré cómo se difundieron por el mundo las leyendas de Los Que Deben Ser Guardados. Y de las veces que otros inmortales han tratado de quitármelos por orgullo o por puro afán de destrucción, en un intento por acabar con todos nosotros.
»Sabrás de mi soledad, de los otros que creé, y del fin que tuvieron. De cómo me refugié en el seno de la tierra con Los Que Deben Ser Guardados y resurgí de ella gracias a su sangre, para seguir viviendo durante varias existencias mortales antes de volver a enterrarme. Te hablaré de los otros verdaderamente eternos a los que sólo veo de vez en cuando, de la última vez que vi a Pandora en la ciudad de Dresde, en compañía de un poderoso y depravado vampiro de la India, y de cómo se pelearon y se separaron, y de cómo encontré demasiado tarde una carta suya en la que me rogaba que acudiera a verla en Moscú, un frágil pedazo de papel que había caído al fondo de una bolsa de viaje repleta de cosas. Demasiadas cosas, demasiadas historias, historias con moraleja y sin ella...
»Pero ya te he contado las más importantes: cómo entré en posesión de Los Que Deben Ser Guardados, y quiénes somos realmente.
»Y, ahora, lo fundamental es que comprendas bien esto:
»Cuando el Imperio Romano llegó a su fin, todos los viejos dioses del mundo pagano fueron considerados demonios por el Cristianismo dominante. Con el paso de los siglos, fue inútil decirles que su Cristo no era más que otro Dios de los Bosques, que moría y resucitaba igual que habían hecho Dioniso y Osiris antes que él, y que la Virgen María era, en realidad, una advocación más de la Buena Madre. La suya era una nueva era de fe y convicción y en ella nos convertimos en demonios, fuimos apartados de sus creencias igual que el antiguo conocimiento fue olvidado o mal interpretado.
»Pero así había de suceder. Los sacrificios humanos habían horrorizado a los griegos y romanos. Yo mismo, como te he contado, había considerado espantoso que los celtas quemaran sus malhechores al dios en los colosos de madera. Lo mismo pensaron los cristianos. Entonces, ¿cómo podíamos ser considerados “buenos” nosotros, dioses que nos alimentábamos de sangre humana?
»Pero la auténtica corrupción de nuestra naturaleza llegó cuando los Hijos de las Tinieblas se convencieron de que, efectivamente, servían a ese demonio cristiano y, al igual que los dioses terribles de Oriente, trataron de dar valor al mal, de creer en su poder en el desarrollo de las cosas, y quisieron concederle un lugar adecuado en el mundo.
»Atiende bien a lo que te digo:
Nunca ha existido un lugar adecuado para el mal en el mundo de Occidente.
Jamás ha existido una aceptación fácil de la muerte.
»Por violentos que hayan sido los siglos desde la caída de Roma, por terribles que hayan sido las guerras, las persecuciones y las injusticias, el valor otorgado a la vida humana no ha hecho sino aumentar.
«Incluso la Iglesia ha erigido estatuas y cuadros de su Cristo ensangrentado y de sus mártires torturados, manteniendo la creencia de que tales muertes, tan bien usadas por los fieles, sólo podían haber venido de manos de enemigos, y no de los propios sacerdotes divinos.
»Es la creencia en el valor de la vida humana lo que ha causado que la cámara de torturas y la hoguera y los métodos de ejecución más horrendos hayan sido abandonados en toda Europa en la época actual. Y es esa fe en el valor de la vida humana lo que arranca hoy al hombre de la monarquía para proclamar la república en América del Norte y en Francia.
»Y, así, estamos de nuevo en el punto álgido de una era atea, una era en que la fe cristiana está perdiendo su dominio, como el paganismo perdió un día el suyo, sólo para seguir desarrollando el viejo rito en una nueva forma. Quizá surja ahora una nueva religión. Tal vez el hombre, sin ella, se hunda en el cinismo y el egoísmo porque tiene verdadera necesidad de sus dioses.
»Pero tal vez suceda algo más maravilloso: que el mundo avance de verdad, que deje atrás todos los dioses y diosas, todos los ángeles y demonios. En un mundo así, Lestat, nos quedará menos sitio del que hemos tenido nunca.
»Todas las historias que te he contado son, finalmente, tan inútiles como ese antiguo conocimiento lo es para el hombre y para nosotros mismos. Sus imágenes y su poesía pueden ser hermosas. Puede causarnos escalofríos con la constancia de cosas que siempre habíamos sospechado o sentido. Puede remontarse a tiempos en que la Tierra era nueva para el hombre, y llena de prodigios. Pero siempre volvemos a cómo es la Tierra ahora.
»Y, en este mundo, el vampiro sólo es un Dios Oscuro. Es un Hijo de las Tinieblas. No puede ser otra cosa. Y si ejerce algún poder de seducción sobre la mente de los hombres, se debe sólo a que la imaginación humana es un lugar secreto de recuerdos primitivos y deseos inconfesados. La mente de cada hombre es un Jardín Salvaje, por usar tus palabras, en el que surge y desaparece todo tipo de criaturas, en el que se cantan himnos y se imaginan cosas que, finalmente, deben ser condenadas y reprobadas.
»Pero los hombres nos aman cuando llegan a conocernos. Nos aman incluso hoy. A las gentes parisinas les encanta lo que ven en el escenario del Teatro de los Vampiros. Y los que han visto tu figura caminando por las salas de bailes del mundo, el pálido y mortal señor de la capa de terciopelo, te han adorado a su manera.
»Se estremecen de emoción ante la posibilidad de la inmortalidad, ante la posibilidad de que un ser hermoso y espléndido pueda ser absolutamente perverso, pueda percibir y conocer todas las cosas y, pese a ello, escoger voluntariamente dar satisfacción a su oscuro apetito. Tal vez desean poder ser esa criatura exquisitamente maléfica. Qué sencillo parece todo. Y es esa sencillez lo que buscan.
»Pero concédeles el Don Oscuro y sólo uno entre una multitud no se sentirá tan desdichado como tú.
»¿Qué puedo decir, finalmente, que no confirme tus peores temores? He vivido más de dieciocho siglos y te aseguro que la vida no nos necesita. Nunca he tenido un verdadero objetivo. No existe ningún lugar para nosotros.»
Marius hizo una pausa.
Apartó la vista de mí por primera vez y la volvió hacia el cielo, más allá de las ventanas, como si escuchara unas voces en la isla que yo no podía oír.
—Tengo algunas cosas más que decirte —anunció—, cosas importantes, aunque no son más que cuestiones prácticas... —Se distrajo unos momentos—. Y están las promesas que debo exigir... —añadió por último.
Tras esto, quedó en silencio, con una expresión en el rostro muy similar a la de Akasha y Enkil.
Había mil preguntas que quería hacerle. Pero, más importante tal vez, había mil frases pronunciadas por él que quería repetir, como si tuviera que decirlas en voz alta para entenderlas del todo. Si decía algo, seguro que serían incoherencias.
Apoyé la espalda en el frío brocado del sillón, con las manos juntas y los dedos apuntando hacia arriba, y fijé la vista delante de mí, como si su narración estuviera desplegada allí para permitirme releerla. Pensé en la veracidad de sus afirmaciones sobre el bien y el mal, y en lo que me habría horrorizado y disgustado que intentara convencerme de que la filosofía de aquellos dioses terribles de Oriente era legítima, de que podíamos, de algún modo, vanagloriarnos de lo que hacíamos.
Yo también era hijo de Occidente y toda mi breve existencia había luchado con la incapacidad occidental para aceptar el mal y la muerte.
Pero, por debajo de todas estas consideraciones, subsistía el hecho abrumador de que Marius podía aniquilarnos a todos destruyendo a Akasha y a Enkil. Marius podía quemar a todos y cada uno de los vampiros que existíamos si exponía al fuego a Akasha y a Enkil, y con ello libraría al mundo de una vieja, decrépita e inútil forma de maldad. O así parecía.
Y estaba el horror de los propios Akasha y Enkil... ¿Qué podía decir a esto, sino que también yo había notado el primer destello de aquello que una vez había sentido Marius: que podría despertarles, que podría hacerles hablar otra vez, que conseguiría hacerles moverse. O, más exactamente, al verles había tenido la sensación de que alguien debía y podía hacerlo. Alguien podía acabar con su sueño de ojos abiertos.