Lestat el vampiro (72 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Lestat el vampiro
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»—¡Ayúdame! —insistió la criatura—. Ayúdame a meterle en la cámara. Ayúdame a colocarles donde deben estar.

»¿Cómo pretendía que yo hiciera tal cosa? ¿Cómo iba a poner mis manos en aquel ser? ¿Cómo iba a osar llevarle a empujones donde él no quería ir?

»—Si me ayudas, no les sucederá nada —insistió la criatura requemada—. Estarán juntos y en paz. Empújale. ¡Hazlo! ¡Empuja! ¡Oh, mira a la mujer! ¿Qué le ha sucedido? ¡Mira!

»—¡Está bien, maldita sea! —mascullé y, abrumado de vergüenza, lo intenté. Puse mis manos de nuevo en Enkil y le empujé, pero resultó imposible moverlo. Mi fuerza era insignificante ante él y los inútiles gritos y empellones de la criatura quemada me resultaban exasperantes.

»Pero, de improviso, la criatura soltó un jadeo y levantó sus brazos esqueléticos, retrocediendo con pasos tambaleantes.

»—¿Qué sucede? —pregunté, reprimiendo el impulso de echarme a gritar y a correr. Pero pronto vi de qué se trataba.

»Akasha había hecho acto de presencia detrás de Enkil. Estaba justo a su espalda y me miraba por encima del hombro de éste, y vi cómo las yemas de sus dedos se cerraban en torno a los musculosos brazos del hombre. Sus ojos seguían tan vacíos en su vidriosa belleza como lo habían estado antes. Pero estaba haciendo moverse a Enkil, y presencié entonces el espectáculo de aquellos dos seres caminando por su propia voluntad, él retrocediendo lentamente sin apenas levantar los pies del suelo y ella escudada tras él de modo que sólo veía sus manos y la parte superior de su cabeza hasta los ojos.

«Parpadeé, tratando de recobrar la calma. Los dos estaban sentados de nuevo en la grada, juntos, en la misma postura en que les has visto esta noche en la cámara de ahí abajo, en la isla.

»La criatura quemada estaba próxima al colapso. Había caído de rodillas y no fue necesario que me explicara la razón. Ya antes había encontrado a los dioses en diferentes posturas, pero nunca había sido testigo de sus movimientos. Y nunca la había visto a ella como había sido antes.

»Me sentí exultante al comprender por qué había aparecido como era antes. Había acudido a mí. Pero llegó un punto en el que el orgullo y la exaltación que sentía dieron paso a otras emociones más acordes con la situación: un abrumador temor reverencial y, finalmente, aflicción.

»Rompí a llorar. Rompí a llorar inconteniblemente, como no lo hacía desde que estuviera con el viejo dios del bosque y se produjera mi muerte, y aquella maldición, aquella luminosa y poderosa y magnífica maldición, cayera sobre mí. Lloré como lo has hecho tú al verlos por primera vez. Lloré por su inmovilidad y su aislamiento, por aquel pequeño lugar donde permanecían con la mirada perdida o sentados en la oscuridad mientras Egipto moría sobre ellos.

»La diosa, la madre, el ser o lo que fuera, la despreocupada y silenciosa o impotente progenitura me estaba mirando. Con seguridad, no se trataba de una ilusión. Sus grandes ojos brillantes, con la negra orla de sus pestañas, estaban fijos en mí. Y entonces, volví a escuchar su voz, pero ésta no conservaba nada de su antiguo poder: era sencillamente el pensamiento, mucho más allá del lenguaje, dentro de mi cabeza.

»Sácanos de Egipto, Marius. El Viejo intenta destruirnos. Protégenos, Marius, o pereceremos aquí.

»—¿Quieren sangre? —gritó la criatura quemada—. ¿Se han movido porque quieren sacrificios? —preguntó en tono suplicante.

»—Tráeles un sacrificio —le dije.

»—Ahora, no puedo. No tengo la fuerza suficiente. Y ellos dos no quieren darme la sangre curativa. Si me permitieran probar aunque fuera unas gotas, mi carne quemada se recuperaría, la sangre de mi cuerpo recobraría su vigor y podría traerles gloriosos sacrificios...

»Pero en aquel breve diálogo había un elemento de falsedad, pues los dos dioses ya no deseaban recibir tales gloriosos sacrificios.

»—Prueba otra vez a beber su sangre —le propuse, en una muestra de terrible egoísmo por mi parte. Sólo quería ver qué sucedía.

»Pero, para humillación mía, la criatura se acercó efectivamente a ellos, se inclinó en una reverencia y, entre sollozos, les suplicó que le dieran su poderosa sangre, su vieja sangre, con la que sus quemaduras curarían antes. Le oír repetir que él era inocente, que no había sido él, sino el Viejo, quien los había puesto en la arena. Le oír rogar por favor, por favor, que le permitieran beber de la fuente original.

»Y, a continuación, le consumió un hambre voraz y, entre convulsiones, descubrió sus colmillos como haría una cobra y se lanzó hacia adelante con sus chamuscadas manos abiertas como zarpas, buscando el cuello de Enkil.

»El brazo de éste se alzó, como había dicho el Viejo que haría, y arrojó a la criatura quemada al otro extremo de la cámara, donde cayó de espaldas. Luego el brazo volvió a su posición habitual.

»La criatura quemada estaba sollozando y yo me sentí aún más avergonzado. Aquella criatura estaba demasiado débil para cazar presas o traerlas allí. Y yo le había incitado a hacer aquello para verlo. La luz mortecina de aquel lugar, la arena crujiente del suelo, la desnudez de las paredes, el hedor de la antorcha y la visión repugnante de la criatura quemada retorciéndose y gimiendo...; todo resultaba indeciblemente desalentador.

»—Entonces, bebe de mí —murmuré, estremeciéndome al verle con los colmillos descubiertos de nuevo y las manos alzadas hacia mí. Era lo menos que podía hacer por él.

12

«Cuando hube terminado con aquella criatura, le ordené que no permitiera a nadie la entrada en la cripta. No pude imaginar cómo diablos iba a poder impedirlo, pero se lo dije con tremenda autoridad y me marché rápidamente.

»Volví a Alejandría, me colé en una tienda que vendía objetos antiguos y robé dos bellos ataúdes de momias, pintados y enchapados de oro. También conseguí una buena cantidad de tela para sudarios y regresé a la cripta del desierto.

»Mi valor y mi miedo alcanzaron su punto álgido.

»Como suele suceder cuando damos nuestra sangre a otro de nuestra raza, o cuando la tomamos de ellos, mientras la criatura quemada tenía sus dientes en mi cuello yo había tenido visiones, una especie de ensoñaciones. Y lo que había visto y soñado tenía relación con Egipto, con la edad de Egipto, con el hecho de que aquella tierra había conocido pocos cambios en el idioma, la religión y el arte, a lo largo de cuatro mil años. Por primera vez, todo ello me resultó comprensible y me hizo sentir una profunda simpatía por la Madre y el Padre como reliquias de aquel país, igual que reliquias eran las pirámides. Aquello incrementó mi curiosidad y la convirtió en algo más parecido a una devoción.

»Aunque, para ser sincero, habría robado igual a la Madre y al Padre por mi mera supervivencia.

»Esta nueva certeza, esta nueva obsesión, me inspiraba cuando me acerqué a Akasha y a Enkil para colocarles en las cajas de momias de madera, sabiendo perfectamente que Akasha me permitiría hacerlo y que Enkil, si quería, podía aplastarme el cráneo fácilmente.

»Pero Enkil cedió, igual que Akasha. Me permitieron envolverlos en tela, convertirlos en momias y colocarlos en los hermosos ataúdes de madera que llevaban pintados los rostros de otros, junto a las interminables instrucciones en jeroglíficos para los muertos, y llevarles conmigo a Alejandría, cosa que hice.

»Cuando me marché arrastrando un ataúd con cada mano, dejé a la criatura espectral en un terrible estado de agitación.

»Al llegar a la ciudad, considerando que debía ser discreto, contraté unos hombres para que condujeran los ataúdes a mi casa como era debido; después, enterré a la pareja en el jardín, sin dejar de explicarles a ambos, en voz alta, que su estancia bajo tierra no se prolongaría mucho.

»La noche siguiente, me aterró la idea de dejarles solos. Cacé y maté a pocos metros de la propia verja del jardín. Y luego envié a mis esclavos a comprar caballos y un carro y les mandé hacer los preparativos para un viaje por la costa hasta Antioquía, junto al río Orontes, ciudad que conocía y amaba, y en la que creía que estaría a salvo.

»Como me temía, el Viejo no tardó en aparecer. De hecho, yo le estaba esperando en la sombría alcoba, reclinado en el lecho al modo romano, con una lámpara a un lado y un viejo ejemplar de un poema latino en la mano. Me dije que tal vez el Viejo pudiera percibir el paradero de Akasha y Enkil y urdí deliberadamente una falsa pista: que les había encerrado en la gran pirámide.

»Aún soñaba con aquellas imágenes de Egipto que me habían llegado de la criatura quemada: una tierra en la que leyes y creencias habían permanecido sin cambios durante más tiempo del que podíamos imaginar, una tierra que había conocido la escritura jeroglífica y las pirámides y los mitos de Osiris e Isis cuando Grecia aún estaba en las tinieblas y Roma no existía. Vi el río Nilo desbordándose de su cauce y las montañas que creaban el valle a ambos lados. Vi el tiempo con un concepto completamente distinto. Y no era sólo el sueño del ser quemado; era todo lo que yo había visto y conocido en Egipto, la sensación de lugar de inicio de todas las cosas que había aprendido de los libros mucho antes de convertirme en hijo de la Madre y el Padre, a los que ahora me disponía a llevar conmigo.

»—¿Qué te hace pensar que te los confiaríamos? —dijo el Viejo tan pronto como apareció en la puerta.

»Cuando dio unos pasos por la estancia, ataviado únicamente con la falda corta de lino, me pareció inmenso. La luz de la lámpara brillaba en su cabeza calva, en su cara redonda, en sus ojos saltones.

»—¡Cómo te atreves a llevarte a la Madre y al Padre! ¿Qué has hecho de ellos?

»—Fuiste tú quien les puso al sol —repliqué—. Tú quien trató de destruirles. Eres tú ese que no creyó cierta la vieja leyenda, ese guardián de la Madre y del Padre del que me hablaste, y me mentiste. Tú has causado la muerte de nuestra raza de un extremo a otro del mundo. Has sido tú, y me has mentido.

»El Viejo quedó desconcertado. Me consideraba indeciblemente orgulloso e insoportable. Igual pensaba yo, pero, ¿qué más daba? Él tendría el poder de reducirme a cenizas, si conseguía dejar de nuevo al sol a la Madre y al Padre. ¡Y ella había acudido a mí! ¡A mí!

»—¡Yo no sabía lo que iba a suceder! —replicó a esto, con los puños apretados y las venas sobresaliéndole en la frente. Tenía el aspecto de un gran nubio calvo mientras trataba de intimidarme—. Te juro por lo más sagrado que no lo sabía. Y tú no puedes imaginar lo que significa guardarlos, ocuparse de ellos año tras año, década tras década, siglo tras siglo, y saber que pueden hablar, que pueden moverse, y no quieren hacerlo.

»No sentí la menor conmiseración por él ni por lo que decía. No era más que una figura enigmática en el centro de la pequeña estancia de Alejandría, lamentándose en mi presencia de unos sufrimientos inimaginables. ¿Qué compasión podía sentir por él?

«—Yo los recibí en herencia —declaró—. ¡Me fueron entregados! ¿Qué iba a hacer? Y hube de pugnar con su ominoso silencio, con su negativa a conducir a la tribu que habían soltado en el mundo. ¿Y por qué se produjo ese silencio? Por venganza, tenlo por seguro. Para vengarse de nosotros. Pero, ¿por qué? ¿Quién existe hoy que pueda acordarse de hace mil años? Nadie. ¿Quién entiende todas estas cosas? Los viejos dioses salen al sol, se arrojan al fuego o encuentran la extinción a través de la violencia, o se entierran en lo más profundo de la tierra para no volver a surgir nunca más. La Madre y el Padre, en cambio, permanecen siempre, y no hablan. ¿Por qué no se entierran donde no pueda alcanzarles ningún mal? ¿Por qué se limitan a mirar y escuchar y se niegan a hablar? Enkil sólo se mueve cuando alguien trata de apartar de su lado a Akasha: sólo entonces descarga golpes y aplasta a sus enemigos como un coloso de piedra que hubiese cobrado vida. ¡Te aseguro que, cuando los coloqué en la arena, no trataron de salvarse a sí mismos! ¡Se quedaron mirando el río mientras yo huía!

»—¡Lo hiciste para ver qué sucedía, para ver si eso les haría moverse!

»—¡Fue para liberarme! Para decir: "Ya no os seguiré guardando. Moveos, hablad". Para ver si era cierta la vieja historia y, en caso afirmativo, si las llamas nos consumían a todos.

»Con esto, el Viejo pareció quedar exhausto. Con voz débil, añadió finalmente:

»—No puedes llevarte a la Madre y al Padre. ¡Cómo has podido pensar que te permitiría hacerlo! A ti, que quizá no alcances el siglo, que has huido de las obligaciones del bosque. Tú ignoras en realidad quiénes son la Madre y el Padre. Has oído más de una mentira de mis labios.

»—Tengo que decirte una cosa —le interrumpí—. Ahora eres libre. Sabes que no somos dioses, y tampoco hombres. No servimos a la madre Tierra porque no comemos sus frutos y no descendemos normalmente a su seno. No pertenecemos a ella. Y yo dejo Egipto sin ninguna otra consideración contigo, y los llevo conmigo porque es lo que me han pedido que hiciera y porque no consentiré que ni ellos ni yo seamos destruidos.

»De nuevo, pareció desconcertado. ¿Cómo me lo habían pedido? Sin embargo, no le salieron las palabras; de pronto, se mostró enfurecido, lleno de odio y de lóbregos secretos que yo no podía ni siquiera imaginar. El Viejo tenía una mente tan instruida como la mía, pero conocía cosas sobre nuestros poderes que yo no podía sospechar. En mi vida mortal no había matado nunca a nadie. No sabía cómo dar muerte a un ser vivo, salvo bajo el impulso de mi reciente y despiadada necesidad de sangre.

»El, en cambio, sabía utilizar su fuerza sobrenatural. Cerró los ojos hasta que sólo fueron dos rendijas y su cuerpo se puso en tensión, irradiando una sensación de peligrosidad.

»Se acercó a mí y sus intenciones le precedieron; en un instante, me incorporé del lecho y me encontré tratando de protegerme de sus golpes. El Viejo me agarró por el cuello y me arrojó contra la pared de piedra, aplastándome los huesos del hombro y del brazo derecho. En un instante de exquisito dolor, supe que iba a estallarme la cabeza contra la piedra y a quebrarme todos los miembros, y que luego me vertería el aceite de la lámpara y me prendería fuego. Así lograría hacerme desaparecer de su eternidad privada, como si yo nunca hubiera conocido aquellos secretos ni me hubiera atrevido a entrometerme.

»Me defendí luchando como no lo había hecho nunca, pero mi brazo lesionado era un ascua de dolor y mis fuerzas eran tan inferiores a las del Viejo como las tuyas en comparación con las mías. Sin embargo, en lugar de agarrarme a sus manos mientras éstas se cerraban en torno a mi cuello, en lugar de seguir el impulso instintivo de intentar desasirme, lo que hice fue alzar las manos y hundirle los pulgares en lo ojos. Aunque el brazo me ardía de dolor, puse todas mis fuerzas en hundirle los ojos contra el fondo de la órbita.

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