Authors: Anne Rice
No, no creo que le dijera tal cosa a Armand.
Y sólo tengo un recuerdo muy vago de que Armand me dijera que Louis le iba a abandonar y que él, Armand, no quería seguir existiendo. Su voz era hueca. Seca. Sin embargo, la luz de la luna brillaba en él mientras me hablaba. Y su voz aún conservaba aquella vieja resonancia, aquel matiz de puro dolor.
Pobre Armand. ¡Y tú me dijiste que Louis estaba muerto! ¡Ve a hacerte un sitio en la tierra bajo el cementerio Lafayette! Está ahí mismo, calle arriba.
No pronuncié una palabra. No emití ninguna risa audible; sólo experimenté el secreto placer de la risa en mi interior. Recuerdo una imagen clara de Armand, solo y desamparado en mitad de la estancia sucia y vacía, contemplando las paredes forradas de pilas de libros. La lluvia se había filtrado gota a gota por las grietas del tejado hasta convertir los volúmenes en una especie de ladrillos compactos de cartón piedra. Y me percaté claramente de ello cuando le vi allí plantado, delante de aquel telón de fondo. Y recordé que todas las estancias de la casa estaban forradas de libros como aquélla. No había reparado en ello hasta el momento en que Armand había empezado a fijarse. Llevaba años sin entrar en las demás habitaciones.
Parece que acudió a verme varias veces más, después de aquélla.
No llegué a verle, pero le oí deambular por el jardín de la casa, buscándome con su mente como si ésta fuera un haz de luz.
Louis se había marchado al oeste.
En una ocasión, mientras yo me acurrucaba en la grava bajo los cimientos del edificio, Armand llegó hasta el emparrado y se asomó al interior, aunque no llegué a verle. Y, con una voz siseante, me llamó cazarratas.
Te has vuelto loco. ¡Tú, el que todo lo sabía, el que se burlaba de nosotros! Ahora estás loco y te alimentas de las ratas. ¿Sabes cómo os llamaban a vosotros, los nobles rurales, en la Francia de los viejos tiempos? Os llamaban cazaconejos, porque ibais tras los conejos y las liebres para no agonizar de sed. ¡Mírate tú ahora, encerrado en esta casa y convertido en un espectro harapiento, en un cazador de ratas! ¡Estás más loco que esos viejos que sólo hablan incoherencias y lanzan sus balbuceos al viento! Ya ves, ahora vuelves a la caza de ratas como te corresponde por nacimiento.
Solté una nueva carcajada. Reí y reí sin cesar. Me acordé de los lobos y continué riendo.
—Siempre me has producido risa —le dije—. Me habría reído de ti bajo ese cementerio de París, pero me pareció que no debía hacerlo. Incluso cuando me lanzaste tu maldición y me echaste la culpa de todas las historias que corrían sobre nosotros, el asunto me resultó muy gracioso. Si no hubiera sido porque te disponías a arrojarme de lo alto de la torre, me habría puesto a reír. Siempre me has causado hilaridad.
El odio entre nosotros resultaba delicioso, o así me pareció. Era una excitación muy extraña, tenerle allí para ridiculizarle y mostrarle mi desprecio.
Pero, de pronto, la escena empezó a cambiar a mi alrededor. Ya no estaba tendido en la grava. Estaba caminando por mi casa. Y no llevaba los sucios harapos con que me había cubierto durante años, sino un elegante frac negro y una capa forrada de satén. Y la casa..., la casa estaba magnífica, y todos los libros estaban convenientemente ordenados en los estantes. El suelo de parquet brillaba a la luz del candelabro y una música deliciosa se escuchaba por todas partes, el sonido de un vals vienes con su rica armonía de violines. Con cada paso me volvía a sentir poderoso y ligero, maravillosamente ligero. Habría podido subir los peldaños de la escalera de dos en dos con facilidad. Habría podido lanzarme a volar a través de la oscuridad, con la capa abierta como un par de alas negras.
Y luego me encontré subiendo entre las sombras, y Armand y yo estábamos juntos en la azotea de la casa. Armand estaba radiante con la misma ropa de gala pasada de moda y los dos contemplamos el lejano meandro plateado del río, más allá de la jungla de oscuro follaje susurrante, y el firmamento donde las estrellas brillaban a través de las finas nubes de tono gris perla.
Me descubrí llorando por el mero hecho de contemplar aquella vista, por el mero contacto del viento húmedo contra mi rostro. Y Armand permaneció a mi lado, con el brazo en torno a mi cintura. Me hablaba de la pena y el perdón, de la sabiduría y de las cosas que le había enseñado el dolor.
—Te quiero, mi tenebroso hermano —susurró.
Y las palabras fluyeron por mi interior como la propia sangre.
—Yo no buscaba vengarme —continuó con expresión afligida y el corazón desgarrado—. ¡Pero tú acudiste a mí para curarte y me dijiste que no me querías! ¡Llevaba esperándote más de un siglo, y dijiste que no me querías!
Supe entonces, como ya había sabido de algún modo desde el principio, que mi recuperación era un espejismo, que seguía siendo el mismo esqueleto harapiento y que la casa seguía en ruinas. Y aquel ser sobrenatural que me sostenía tenía el poder para devolverme el cielo y el viento.
—Ámame y mi sangre es tuya —le oí decir—. Mi sangre, que jamás he dado a otros.
Noté sus labios rozándome el rostro.
—No puedo engañarte —respondí a su proposición—. No puedo amarte . ¿Qué eres para mí que me obligue a amarte? ¿Un ser muerto que anhela el poder y la pasión que otros poseen? ¿La sed misma, personificada?
Y, en un instante de incalculable energía, fui yo quien le golpeé y le hice retroceder y le empujé al vacío desde lo alto de la azotea. Su figura, disolviéndose en la noche gris, pareció absolutamente ingrávida.
Pero, ¿quién fue el vencido? ¿Quién fue el que cayó y cayó de nuevo entre las blandas ramas de los árboles hasta la tierra a la que pertenecía? ¿Quién volvió a los harapos y a la suciedad debajo de la vieja casa? ¿Quién quedó finalmente yaciendo sobre la grava, con las manos y el rostro contra el frío suelo?
Con todo, la memoria juega malas pasadas. Tal vez todo aquello, la postrera invitación de Armad y la angustia que siguió, habían sido imaginaciones mías. El llanto. Sé que, durante los meses siguientes, volvió a merodear por allí. De vez en cuando, le oí mientras recorría aquellas viejas calles del Carden District. Y quise llamarle, explicarle que era mentira lo que había dicho, que le amaba. Que le amaba.
Pero había llegado el momento de quedar en paz con todas las cosas. Era el momento de llegar al ayuno total y descender por fin al seno de la Tierra y, tal vez, compartir los sueños de los dioses. ¿Y cómo podía hablarle a Armand de los sueños de los dioses?
Ya no quedaban velas, ni aceite para las lámparas. En alguna parte había una caja fuerte llena de dinero y joyas y de cartas a mis abogados y banqueros, que continuarían administrando permanentemente las propiedades que aún conservaba, gracias a las sumas que había puesto en sus manos.
Entonces, ¿por qué no enterrarme ya bajo el suelo, sabiendo que nunca sería perturbado en aquella vieja ciudad con sus desvencijadas réplicas de otros siglos? En adelante, todo seguiría y seguiría indefinidamente.
Bajo la única luz del firmamento nocturno, continué leyendo el relato de Sam Spade y aquel Halcón Maltes. Miré la fecha de la revista y supe que estaba en 1929 y pensé: «Oh, es imposible, ¿no?». Y bebí de las ratas hasta tener las fuerzas necesarias para cavar un túnel muy hondo.
La tierra me acogía. Criaturas vivas se abrían paso entre sus grumos compactos y húmedos y rozaban mis carnes secas. Pensé que si alguna vez resucitaba, si alguna vez volvía a ver el menor fragmento de cielo tachonado de estrellas, nunca jamás cometería actos terribles. Nunca más mataría a un inocente. Aunque tuviera que cazar a los débiles, sólo tomaría a los desahuciados. Me juré que así sería. Y nunca, nunca más, realizaría el Rito Oscuro. Sólo..., sólo sería, ¿sabéis?, la «conciencia continuada» sin ningún objetivo, sin el menor propósito.
La sed. El dolor, diáfano como la luz.
Vi a Marius. Le vi tan vividamente que pensé: «¡No puede ser un sueño!» y el corazón se me aceleró dolorosamente. Qué espléndido aspecto tenía Marius. Llevaba un traje moderno, ajustado y corriente aunque confeccionado con terciopelo negro, y el cabello canoso bastante corto y peinado hacia atrás, dejando su rostro despejado. Un especial encanto, una gracia de movimientos que sus ropajes antiguos habían ocultado, envolvían a aquel moderno Marius.
Y le vi haciendo las cosas más sorprendentes. Tenía ante él una cámara negra sobre un trípode como patas de arañas y, dándole vueltas a la manivela con la mano derecha, tomaba películas de mortales en un estudio lleno de luz incandescente. Cómo me saltaba el corazón mientras miraba aquello, su manera de hablar con aquellos seres mortales, de decirles cómo debían abrazarse, moverse y bailar. Y un decorado pintado detrás de ellos, sí. Y al otro lado de las ventanas del estudio había altos edificios de ladrillo y el ruido de los vehículos a motor por las calles.
No, no es un sueño, me dije. Está sucediendo de verdad. El está en ese lugar. Y si pruebo a ver la ciudad más allá de las ventana, sabré dónde está. Si me esfuerzo, entenderé el idioma en el que habla a los jóvenes actores. «¡Marius!», exclamé, pero la tierra que me envolvía engulló mi voz.
La escena cambió.
Marius bajaba a un sótano en la gran caja de un ascensor. Unas puertas metálicas resonaron con un chirrido y su figura penetró en el enorme salón privado de Los Que Deben Ser Guardados. Todo estaba muy cambiado. No había imágenes egipcias, ni perfume de flores, ni brillo de oro.
Las altas paredes estaban cubiertas con los colores moteados de los impresionistas, que componían en mil y un fragmentos un vibrante mundo del siglo XX. Aviones volando sobre ciudades soleadas, torres que se alzaban tras el arco de un puente de acero, naves de casco metálico surcando mares de plata. Era un universo entero que disolvía las paredes en la que estaba expuesto, envolviendo las figuran inmóviles e inalteradas de Akasha y Enkil.
Marius avanzaba por la capilla. Dejó atrás oscuras esculturas enmarañadas, aparatos telefónicos y máquinas de escribir sobre pedestales de madera, y depositó ante Los Que Deben Ser Guardados un gramófono voluminoso e imponente. Con delicadeza, colocó la fina aguja en el surco del disco. Un agudo y crepitante vals vienes surgió del altavoz metálico.
Me reí al ver aquello, aquel agradable invento, colocado ante la pareja como una ofrenda. ¿Sería el vals una suerte de incienso que impregnaba el aire?
Pero Marius no había terminado su tarea. Había desenrollado una pantalla blanca en la pared, y ahora, desde una tarima elevada situada detrás de los dioses, proyectaba sobre el lienzo imágenes en movimiento de diversos mortales. Los Que Deben Ser Guardados contemplaron las imágenes vacilantes en silencio. Como estatuas en un museo, la luz eléctrica resplandeciendo en su blanca piel.
Y entonces sucedió la cosa más maravillosa. Las figurillas nerviosas de la película se pusieron a hablar. Por encima del agudo sonido del vals en el gramófono, escuché sus voces.
Y mientras miraba, paralizado de excitación, paralizado de alegría ante lo que veía, me invadió de pronto una abrumadora tristeza al comprender la verdad. Todo aquello no era más que un sueño. Porque la realidad era que las figurillas de la película no podían estar hablando.
La cámara y todas sus pequeñas maravillas perdieron consistencia, se volvieron borrosas.
¡Ah, aquella horrible imperfección, aquel odioso pequeño detalle que había traicionado toda la trama! A pesar de todos los fragmentos de realidad, de las películas mudas que había visto en el teatrillo
La hora feliz,
de los gramófonos cuyo sonido había escuchado un centenar de veces desde las sombras, surgiendo de las casas.
Y el vals vienes, ¡ah!, tomado del hechizo que Armand había obrado sobre mí, demasiado desgarrador para recordarlo.
¿Por qué no había sido un poco más hábil en el intento de engañarme a mí mismo? ¿Por qué había mantenido la película muda, como debía ser, para poder así seguir creyendo que la visión era auténtica, después de todo?
Pero allí estaba la demostración de mi invención de aquel audaz y fantasioso autoengaño: ¡Akasha, mi amada, me estaba hablando!
Akasha estaba a la puerta de la cámara con la mirada puesta en el largo pasadizo subterráneo que conducía al ascensor por el cual Marius había regresado al mundo superior. El cabello negro le colgaba, tupido y pesado, sobre los blancos hombros. Levantó su mano blanca y fría llamándome hacia ella. Tenía la boca roja.
«¡Lestat!» dijo en una susurro. «Ven.»
Los pensamientos fluían de ella sin sonido con las palabras que la vieja reina vampiro me había dirigido tantos años atrás, bajo el cementerio de les Innocents:
Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente para deambular por él sin miedo, para recorrerla Senda del Diablo en su propio seno.
«¡Lestat!» volvió a susurrar, con una expresión trágica en su rostro de mármol. «¡Ven!»
—¡Ah, amada mía! —exclamé, notando el sabor amargo de la tierra entre mis labios—. ¡Si pudiera...!
Lestat de Lioncourt
En el año de su Resurrección 1984
La semana antes de que nuestro disco saliera a la venta, ellos trataron por primera vez de amenazarnos por vía telefónica. El secreto impuesto en torno al grupo de rock llamado El Vampiro Lestat había resultado caro pero casi impenetrable. Incluso los editores literarios de mi autobiografía habían colaborado plenamente y, durante los largos meses de grabaciones y filmaciones, no había visto a uno solo de ellos en Nueva Orleans, ni había oído a ninguno merodeando cerca.
Pero, por algún medio, habían conseguido el número reservado y habían grabado sus advertencias en el contestador automático.
«Proscrito. Sabemos lo que estás haciendo. Te ordenamos que lo dejes.» «Sal donde podamos verte. Te desafiamos a salir.»
Tenía a la banda escondida en la vieja mansión de una plantación, un rincón delicioso al norte de Nueva Orleans, provistos de Dom Perignon y de buen hachís para fumar, todos nosotros cansados de expectación y de los preparativos, ansiosos de presentarnos ante nuestro primer público en directo en San Francisco, de paladear por primera vez el sabor del éxito.