Authors: Anne Rice
—Lo que quiero, Louis, es que suceda algo, que se mueva todo. ¡Lo que quiero es que cambie todo lo que hemos sido! ¿Qué somos ahora sino sanguijuelas: repulsivos, clandestinos, sin justificación? El viejo romanticismo ha desaparecido. Cobremos, pues, un nuevo sentido. Anhelo los focos brillantes tanto como ansío la sangre. Deseo la visibilidad divina. Deseo la guerra.
—La nueva maldad, por usar tus viejas palabras. Y esta vez es la maldad del siglo XX.
—Precisamente —asentí, pero pensé de nuevo en el impulso puramente mortal, el impulso de la vanidad, de la fama mundial, del reconocimiento. Noté un leve azoramiento de vergüenza. Todo aquello iba a ser un placer tan grande...
—¿Pero por qué, Lestat? —preguntó Louis con cierta suspicacia—. ¿Por qué el peligro, el riesgo? Al fin y al cabo, lo has conseguido. Has regresado y eres más fuerte que nunca. Vuelves a tener el viejo fuego como si nunca lo hubieras perdido y sabes lo importante, lo preciosa que es esa mera voluntad de continuar existiendo. ¿Por qué arriesgarlo todo inmediatamente? ¿Has olvidado cómo eran las cosas cuando teníamos el mundo a nuestro alrededor y nadie podía causarnos daño salvo nosotros mismos?
—¿Es una proposición, Louis? ¿Finalmente has vuelto a mí, como dicen los amantes?
Sus ojos se apagaron y apartó la mirada de mí.
—No me burlo de ti, Louis —le aseguré.
—Eres tú quien ha vuelto a mí, Lestat —contestó con voz tranquila mientras alzaba de nuevo la vista—. Cuando escuché los primeros cuchicheos acerca de ti en «La Hija de Drácula», sentí algo que creía perdido para siempre...
Hizo una pausa, pero yo sabía a qué se refería. No hacía falta que dijera más. Y ya lo había entendido siglos antes al percibir la desesperación de Armand tras la disolución de la vieja asamblea. La excitación, el deseo de continuar existiendo, eran cosas inapreciables para nosotros. Mayor razón aún para el concierto de rock, para lo que había de seguir, para la propia guerra.
—Lestat, no subas al escenario mañana. Deja que las filmaciones y el libro hagan su trabajo, pero protégete tú mismo. Reunámonos y hablemos. Tengámonos los unos a los otros en este siglo como nunca nos hemos tenido en el pasado. Y me refiero a todos nosotros.
—Eres muy tentador, hermoso mío —contesté a su propuesta—. En el siglo pasado hubo veces en que habría dado casi cualquier cosa por escuchar estas palabras. Y nos reuniremos y hablaremos, todos nosotros, y nos tendremos los unos a los otros. Será magnífico. Pero voy a subir a ese escenario. Voy a ser Lelio de nuevo, como nunca lo fui en París. Seré el Vampiro Lestat a la vista de todos. Un símbolo, un proscrito, un fenómeno de la naturaleza: algo que despierte amores y desprecios, todo eso. Te aseguro que no puedo volverme atrás. No puedo detenerme. Y con toda franqueza, no tengo el menor miedo.
Me dispuse a resistir la oleada de frialdad o de tristeza que pensé que le embargaría y odié la proximidad del sol como nunca en el pasado. Louis me volvió la espalda. La luminosidad del cielo empezaba a hacerle daño. Pero en su rostro había la misma cálida expresión de siempre.
—Muy bien, pues —dijo—. Entonces, me gustaría ir a San Francisco contigo. Me gustaría mucho. ¿Querrás llevarme?
No pude contestar inmediatamente. De nuevo, la intensidad de mi excitación resultaba un tormento y el amor que sentía por él era una pura humillación para mí.
—Claro que te llevaré conmigo —asentí.
Nos miramos durante un tenso momento. Louis tenía que dejarme. La mañana llegaba ya para él.
—Una cosa, Louis...
—¿Sí?
—Esa ropa. Imposible. Quiero decir que mañana por la noche, como dicen los jóvenes en este siglo veinte, tendrás que pasar de esa camiseta y esos pantalones.
Cuando Louis se hubo ido, la madrugada quedó demasiado vacía. Me quedé un rato donde estaba, pensando en aquel mensaje:
Peligro.
Recorrí con la mirada las montañas lejanas, los campos interminables. Amenaza, advertencia...,¿qué importaba? Los jóvenes usaban los teléfonos. Los antiguos alzaban sus voces sobrenaturales. ¿Tan extraño era?
En aquel momento, lo único que ocupaba mis pensamientos era Louis, el hecho de tenerlo conmigo. Y la expectación de cómo serían las cosas cuando acudieran los demás.
Los amplios aparcamientos de Cow Palace de San Francisco estaban rebosantes de frenéticos mortales cuando nuestra caravana cruzó la verja, con mis músicos en la limusina que abría la marcha y Louis a mi lado en el Porsche tapizado en cuero. Fresco y radiante con la indumentaria del conjunto y la capa negra, parecía salido de las páginas de su propio relato, con una ligera expresión de temor en sus ojos verdes al observar a los jóvenes que gritaban a nuestro alrededor y a los guardias que, en moto, nos abrían paso entre ellos.
Las entradas al concierto estaban agotadas desde hacía un mes y los decepcionados
fans
querían que la música se pudiera escuchar también en el exterior. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza. Los adolescentes estaban sentados en el techo de los coches, o de pie sobre los maleteros y capós, con las radios emitiendo la música de El Vampiro Lestat a un volumen atronador.
El organizador del concierto corría a pie junto a mi ventanilla, explicándome que se instalarían los altavoces y las pantallas de vídeo en el exterior del local. La policía de San Francisco había concedido el permiso en prevención de alborotos.
Noté el creciente nerviosismo de Louis. Un grupo de jóvenes rompió el cordón policial y se apretujó contra su ventanilla, al tiempo que la caravana motorizada daba una curva cerrada y se encaminaba hacía el local, un edificio alargado y feo, en forma de tubo.
Me sentía realmente cautivado ente lo que estaba sucediendo. Y mi desconcierto era cada vez mayor. Los admiradores no dejaban de rodear el coche antes de poder ser controlados y empecé a comprende hasta qué punto había subestimado toda aquella experiencia.
Los conciertos filmados que había visto no me habían preparado para la pura electricidad que ya empezaba a recorrerme, para la música que ya atronaba en mi cabeza, para el modo en que mi vanidad mortal se evaporaba.
Entrar en el local fue una locura. Entre un amasijo de guardias, con la muchacha agarrada a mí y Alex empujando a Larry delante de nosotros, corrimos todos hasta la zona de camerinos, fuertemente protegida. Los
fans
nos tiraban del cabello, de las capas. Extendí el brazo hacia atrás y protegí a Louis bajo mi ala y le hice pasar las puertas con los demás.
Y entonces, en lo camerinos engalanados, escuché por primera vez el rugido bestial de la multitud. Quince mil almas cantando y gritando en un recinto cubierto.
No, de ningún modo tenía bajo control aquello, aquel coro feroz que me estremecía de pies a cabeza. ¿Cuándo, en toda mi existencia, había experimentado aquella sensación, aquella casi hilaridad?
Me abrí paso ente las bambalinas y observé al auditorio por una mirilla. Los mortales llenaban ambos lados del largo recinto oval, hasta las mismas vigas del techo. Y en el vasto centro abierto, una muchedumbre de miles de jóvenes bailando, acariciándose, levantando puños en la atmósfera cargada de humo, pugnando por acercarse al escenario. El olor a hachís, cerveza y sangre humana se mezclaba en las corrientes de la ventilación.
Los ingenieros de sonido gritaban que ya estaban preparados. El maquillaje había sido retocado; las capas de terciopelo azul, cepilladas; los lazos negros, enderezados. No era preciso hacer esperar un momento más a aquella multitud impaciente.
Se dio la orden de apagar las luces generales. Y un enorme grito inhumano surgió de la oscuridad, alzándose hasta el techo. Noté el suelo vibrando bajo mis pies. Y el grito creció cuando un potente zumbido electrónico anunció la conexión de «el equipo».
La vibración me atravesó las sienes. Estaba desprendiéndose una capa de piel. Tomé por el brazo a Louis, le di un largo beso y luego le vi separándose de mí.
Al otro lado del telón, por todas partes, el público encendió sus mecheros hasta que miles de llamitas temblorosas tachonaron la penumbra. Surgieron unas palmadas rítmicas, se apagaron, y el rugido general empezó a alzarse a oleadas, rotas por algunos gritos aislados. Mi cabeza estaba a rebosar.
Y, pese a ello, evoqué el lejano recuerdo del teatro de Renaud. Lo vi claramente. Pero este local de San Francisco... ¡era como el Coliseo romano! Y la producción de las cintas, de las filmaciones..., todo había sido tan controlado, tan frío. No me había ofrecido ningún indicio de cómo sería esto.
El ingeniero de sonido dio la señal y salimos de detrás del telón, mis músicos mortales tropezando en la oscuridad mientras yo me movía sin ningún problema entre cables y micrófonos.
Me situé en el borde del escenario, justo encima de las cabezas de aquella masa que se movía y gritaba. Alex estaba a la batería. La chica tenía en las manos su guitarra eléctrica, plana y brillante, y Larry ocupaba su lugar en el centro del enorme teclado circular del sintetizador.
Me volví y eché un vistazo a las pantallas gigantes de vídeo que ampliarían nuestros rostros poniéndolos a la vista de todos los presentes en el recinto. Después, contemplé de nuevo el mar de jóvenes entusiasmados.
Oleadas y oleadas de ruido nos inundaron desde la oscuridad. Capté el olor a calor y a sangre.
Entonces, la inmensa batería de focos verticales se iluminó. Violentos rayos plateados, azules y rojos se entrecruzaron bañándonos en su luz, y el griterío alcanzó un grado increíble. Todo el local estaba en pie.
Noté la luz arrastrándose sobre mi blanca piel, estallando en mi cabello amarillo. Miré a los lados para ver a mis mortales, exaltados y frenéticos ya en sus posiciones, entre los infinitos cables y el andamiaje plateado.
El sudor me perlaba el rostro cuando vi levantados los puños por todas partes en gesto de saludo. Y allí, repartidos entre el público por todo el local, había jóvenes con ropas de vampiro de carnaval, rostros brillantes de sangre ficticia, algunos batiendo unas alas amarillas, otros con círculos violáceos en torno a los ojos que les daban un aspecto muy espectral e inocente. Silbidos y gritos destacaban sobre el clamor general.
No, aquello no era como en las filmaciones de los video-clips. No se parecía en absoluto a las cámaras refrigeradas y aisladas del ruido del estudio de grabación. Aquello era una experiencia humana hecha vampírica, igual que la propia música era vampírica, igual que las imágenes de vídeo eran las del éxtasis de la sangre.
Me estremecí de pura alegría mientras el sudor teñido de rojo me corría por la cara.
Los focos barrieron el auditorio, dejándonos bañados por una penumbra mercurial, y allí donde enfocaba la luz, la multitud redoblaba sus gritos mientras se revolvía en convulsiones.
¿Qué representaba todo aquel estruendo? Representaba al hombre convertido en una masa: eran las turbas en torno a la guillotina, los antiguos romanos clamando por la sangre cristiana. Y eran los celtas reunidos en el bosque a la espera de Marius, el dios. Volví a ver el bosque como lo había visto cuando Marius me explicaba su historia; ¿acaso sus antorchas no eran tan espeluznantes como estos rayos coloreados? ¿Acaso los horribles gigantes de maderos y mimbre no eran tan grandes como estos andamios de acero que sostenían las columnas de sonido y los focos incandescentes a ambos lados del escenario?
Pero aquí no había violencia, no había muerte; sólo la exuberancia infantil surgiendo de unas bocas y unos cuerpos jóvenes, una energía concentrada y contenida con la misma naturalidad que se desataba.
Otra vaharada de hachís desde las primeras filas. Motoristas de largas melenas vestidos de cuero con brazaletes adornados con tachuelas batían palmas por encima de la cabeza; parecían fantasmas de los celtas, con sus mechones bárbaros cayéndoles hasta los hombros. Y, desde todos los rincones de aquel recinto largo, hueco y lleno de humo, me llegó una oleada desinhibida de algo parecido a amor.
Las luces se encendían y apagaban haciendo que el movimiento de la multitud pareciera fragmentado, realizado a base de impulsos cortos y bruscos.
Todos cantaban ahora al unísono y el volumen del griterío crecía y crecía. ¿Qué era lo que decían? LESTAT, LESTAT, LESTAT.
«¡Ah!, esto es demasiado divino» pensé. ¿Qué mortal podría soportar este fervor, esta adoración? Alcé las puntas de mi capa negra, que era la señal convenida. Me eché el cabello hacia atrás con energía. Mis gestos levantaron una corriente de renovado griterío hasta el mismo fondo del recinto.
Las luces convergieron en el escenario. Abrí la capa a ambos lados del cuerpo, como las alas de un murciélago.
Los gritos se fundieron en un gran rugido monolítico.
—¡SOY EL VAMPIRO LESTAT! —grité a pleno pulmón apartándome del micrófono, y el sonido se hizo casi visible trazando un arco a lo largo del teatro oval, y el vocerío de la multitud se hizo aún más sonoro, aún más agudo, como si quisiera devorar mi grito.
—¡vamos, quiero oíros ¡vosotros me amáis!
—grité de pronto, sin pensármelo. Por todas partes, el público pataleaba. No sólo sobre el suelo de cemento, sino también en los asientos de madera.
—¿CUÁNTOS DE VOSOTROS QUERÉIS SER VAMPIROS?
El rugido se hizo atronador. Varios espectadores trataban de encaramarse al escenario mientras los guardaespaldas pugnaban por impedírselo. Uno de los motoristas de larga melena, un tipo moreno y corpulento, saltaba arriba y abajo sin moverse del sitio, con una lata de cerveza en cada mano.
Las luces se hicieron más brillantes, como el resplandor de una explosión. Y se alzó de los altavoces situados detrás de mí el motor a pleno funcionamiento de una locomotora con un volumen enloquecedor, como si el tren fuera a aparecer a toda marcha en el escenario.
Todos los demás ruidos del auditorio quedaron engullidos por él. En el estridente silencio, la multitud bailaba y se movía delante de mí. Entonces entró la furia desgarradora, vibrante, de la guitarra eléctrica. La batería estalló en una cadencia de marcha y el torturador sonido de la locomotora en el sintetizador alcanzó el punto álgido y se rompió a continuación en una caldero burbujeante de ruido acompasado con la marcha. Era el momento de iniciar la estrofa en tono menor, con su letra pueril saltando sobre el acompañamiento:
soy el vampiro lestat